Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
A falta de una solución mejor, regresó por las oscuras calles hasta el hotel donde se había hospedado una noche. Sin embargo, la puerta exterior estaba cerrada y no se encendieron las luces en el piso superior cuando llamó al timbre. Se sentía aturdido por el dolor de la mano y empezaba a temer perder el conocimiento si no entraba pronto en calor. Siguió hasta el próximo hotel, pero las insistentes llamadas al timbre fueron en vano. En el tercer hotel, más decadente y sucio que los anteriores, la puerta exterior estaba abierta, y entró en la recepción, donde un hombre dormía con la cabeza apoyada en una mesa con una botella de aguardiente medio vacía a los pies. Wallander sacudió al hombre, agitó el pasaporte que Preuss le había dado y recibió una llave. Señaló la botella de aguardiente, puso un billete de cien coronas suecas en el mostrador y se la llevó.
La habitación era pequeña y olía a rancio y a humo. Se dejó caer en el borde de la cama, bebió unos sorbos de la botella y sintió cómo le volvía lentamente el calor. Se quitó luego la chaqueta y llenó el lavabo con agua fría, donde introdujo la mano hinchada y dolorida. Poco a poco se le fue calmando el dolor y se dispuso a pasarse toda la noche sentado junto al lavabo. De cuando en cuando bebía un sorbo de la botella y, angustiado, se preguntaba qué le habría sucedido a Baiba.
Sacó la carpeta azul que llevaba escondida debajo de la camisa y la abrió con la mano libre. Contenía una cincuentena de hojas mecanografiadas, aparte de unas fotocopias borrosas, pero no había fotografías como él esperaba. Como el testamento del mayor estaba escrito en letón Wallander no entendió nada. A partir de la página número nueve vio que los nombres de Murniers y Putnis aparecían con regularidad, unas veces los dos en la misma frase y otras por separado. No podía descifrar lo que significaba, si señalaba a los dos coroneles o si el dedo acusador del mayor solo apuntaba a uno de ellos. Abandonó su intento de interpretar el contenido secreto, colocó la carpeta en el suelo, llenó el lavabo con agua fría y apoyó la cabeza contra el borde de la mesa. Hacia las cuatro se adormiló, pero diez minutos después se despertó de un sobresalto. La mano volvía a dolerle, el agua fría no le aliviaba. Tomó el último sorbo del aguardiente que quedaba, se ató una toalla mojada alrededor de la mano y se echó encima de la cama.
Wallander no sabía lo que haría si Baiba no aparecía al día siguiente en los grandes almacenes.
Dentro de él crecía la sensación de haber sido derrotado. Pasó la noche en vela hasta el amanecer.
El tiempo había cambiado de nuevo.
Cuando se despertó, advirtió el peligro de forma instintiva. Eran casi las siete de la mañana. Permaneció inmóvil y escuchó en la oscuridad. Comprendió que el peligro no provenía de fuera o de la habitación, sino que estaba dentro de él: la advertencia de que, como aún no había levantado todas las piedras, no había descubierto lo que se escondía debajo de ellas.
La mano ya no le dolía tanto. Con cuidado intentó mover los dedos, sin atreverse a mirarlos. El dolor reapareció. No aguantaría muchas horas más sin que le examinara un médico.
Wallander estaba muy cansado. Unas horas antes, cuando se adormecía, creyó que le habían derrotado. El poder de los coroneles era demasiado grande, y su propia capacidad de manejar la situación se veía cada vez más reducida. Al despertar, hubo de reconocer que sucumbía también por el cansancio. Ya no se fiaba de su buen juicio, debido a las pocas horas que dormía.
Quiso analizar la sensación de amenaza con que se había despertado. ¿Qué era lo que se le había pasado por alto? En sus pensamientos e intentos por esclarecer las conexiones, ¿dónde se había equivocado? ¿Los había seguido hasta el final? ¿Qué era lo que todavía no veía? No podía ignorar su instinto: en el estado tan confuso en el que se hallaba, era su única orientación.
¿Qué era lo que todavía no veía? Se sentó con cuidado en la cama sin poder contestar la pregunta. Contempló por primera vez la mano hinchada con disgusto y llenó el lavabo con agua fría. Primero hundió la cara y luego la mano herida. Al cabo de unos minutos se acercó a la ventana y subió la cortina. El olor a col hervida era muy penetrante. La madrugada húmeda caía sobre la ciudad y sus innumerables torres de iglesias. Permaneció en la ventana observando a la gente que se apresuraba por las aceras, incapaz de contestar a la pregunta de qué era lo que no alcanzaba a ver.
Salió de la habitación, pagó y se dejó engullir por la ciudad.
Atravesaba uno de los parques de la ciudad, no recordaba cuál, cuando cayó en la cuenta de que Riga era una ciudad con muchos perros. No se trataba solo de la jauría de perros invisibles que le perseguían a él, sino también de otros, reales y comunes, con los que la gente paseaba y jugaba. En el parque se detuvo a contemplar a dos perros enzarzados en una violenta pelea. Uno era un pastor alemán, y el otro de una raza mestiza indeterminada. Los dueños intentaban separarlos, pero pronto empezaron a gritarse entre sí. El dueño del pastor alemán era un hombre mayor, mientras que el del perro mestizo era una mujer de unos treinta años. Wallander tuvo la impresión de estar ante un ajuste de cuentas. Las contradicciones de ese país se amontonaban como las peleas caninas. Los animales luchaban como las personas y los desenlaces no estaban claros de antemano.
Llegó a los grandes almacenes a las diez de la mañana, la hora en que abrían. La carpeta azul le quemaba por dentro de la camisa. El instinto le decía que tenía que deshacerse de ella, encontrarle un escondite provisional.
Había observado atentamente todos los movimientos de su alrededor cuando, temprano, había comenzado a deambular por la ciudad; estaba convencido de que los coroneles habían vuelto a cercarle. Además, notó más sombras que antes, y, enojado, pensó que la tormenta se acercaba. Se detuvo a la entrada de los grandes almacenes. Trató de leer un letrero de información mientras contemplaba el mostrador de atención al cliente, donde se podían dejar los bolsos o paquetes en consigna. El mostrador estaba construido en ángulo y se dio cuenta de que lo recordaba de su anterior visita. Se acercó a la caja que solo comerciaba con divisas extranjeras, entregó un billete de cien coronas suecas y recibió un fajo de billetes letones. Después siguió hasta la planta de discos. Eligió dos long plays de música de Verdi; los discos eran del tamaño de la carpeta. Cuando pagó y le entregaron los discos en una bolsa, vio a una sombra fingir estar interesada en una estantería con música de jazz. Luego regresó al mostrador de atención al cliente. Esperó a que se agolparan más personas, y en el rincón extremo sacó la carpeta y la colocó entre los discos. Todo fue muy rápido a pesar de que solo podía usar una mano. Entregó la bolsa, le dieron una ficha con un número y se alejó del mostrador. Las sombras estaban esparcidas por distintos lugares de la entrada de los almacenes, pero aun así estaba seguro de que no se habían percatado de que se había deshecho de la carpeta. Por supuesto existía la posibilidad remota de que examinaran la bolsa, ya que habían visto con sus propios ojos que compraba dos discos.
Miró el reloj de pulsera. Faltaban diez minutos para que Baiba llegase al lugar de encuentro alternativo. La angustia no le dejaba, si bien se sentía un poco más seguro sin la carpeta encima. Subió hasta la planta de los muebles. A pesar de que era muy temprano, muchos clientes se agolpaban para contemplar, de manera resignada o ilusionada, los distintos conjuntos de sofás o dormitorios. Wallander se dirigió despacio hasta la sección de los utensilios de cocina. No quería llegar antes, quería estar en el lugar de encuentro a la hora exacta, y para hacer tiempo se detuvo unos minutos en el departamento de artículos para el alumbrado. Se habían citado entre las cocinas y las neveras, todas de fabricación soviética.
Enseguida la vio. Estaba mirando una cocina y observó sin querer que solo tenía tres fogones. Notó que algo iba mal, que algo había ocurrido con Baiba, cosa que ya había intuido cuando se despertó por la mañana. La angustia iba en aumento y aguzó todos sus sentidos.
En ese instante ella le vio y le sonrió, aunque sus ojos revelaban miedo. Wallander se acercó a ella sin preocuparse de las sombras. Toda su atención se enfocaba en aclarar lo que había ocurrido. Se puso junto a ella y los dos se pusieron a mirar una nevera reluciente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Explícame solo lo importante. No tenemos mucho tiempo.
—No ha ocurrido nada —respondió—. Sencillamente no pude salir de la universidad porque estaba vigilada.
«¿Por qué miente? —pensó nervioso—. ¿Por qué miente tan bien?, ¿para que no la pueda descubrir?»
—¿Has conseguido la carpeta? —inquirió.
Dudó en decirle la verdad, pero de repente se sintió harto de tantas mentiras.
—Sí —contestó—. La tengo. Mikelis era de fiar.
Le miró rápidamente.
—Dámela —pidió—. Sé dónde podemos esconderla.
Wallander comprendió que no era Baiba quien hablaba. Era el miedo el que le pedía la carpeta, la amenaza a la que estaba expuesta.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —insistió, esta vez más severo, casi furioso.
—Nada —replicó de nuevo.
—No me mientas —dijo sin ocultar el tono de voz más fuerte—. Te daré la carpeta. ¿Qué pasaría si no te la diera?
Wallander vio que estaba a punto de derrumbarse. «No te desmorones aún —pensó desesperado—. Todavía tenemos ventaja, mientras no estén seguros del todo de que realmente tengo los papeles del mayor.»
—Upitis moriría —susurró.
—¿Quién te ha amenazado?
Negó con la cabeza en señal de rechazo.
—Tengo que saberlo —insistió—. No va a cambiar la situación de Upitis si me lo dices.
Le miró aterrorizada. Él la cogió del brazo y la sacudió.
—¿Quién? —repitió—. ¿Quién?
—El sargento Zids.
Le soltó el brazo. La respuesta le enfureció. ¿Es que no sabría nunca cuál de los dos coroneles era el responsable? ¿Dónde estaba el núcleo de la conspiración?
Se dio cuenta de que las sombras se acercaban, de que estaban dispuestas a creer que tenía el testamento del mayor. Sin pensárselo dos veces tiró del brazo de Baiba y empezó a correr hacia las escaleras. «No será Upitis quien muera primero —pensó—. Seremos nosotros si no conseguimos escapar.»
Su repentina huida sorprendió y confundió a la jauría. Aunque Wallander dudase del éxito, sabía que tenían que intentarlo. Arrastró a Baiba escaleras abajo, empujó a un hombre que no se apartó a tiempo y llegaron al departamento de confección. Los vendedores y los clientes contemplaban atónitos la violenta huida. Wallander tropezó con sus propios pies y cayó sobre un soporte lleno de trajes. Al tirar de ellos, se cayó todo. En la caída se había apoyado sobre la mano herida y el dolor le atravesó el brazo como un cuchillo. Uno de los guardias de los almacenes se le acercó corriendo y le agarró del brazo, pero Wallander ya no tenía contemplaciones, y con la mano sana le golpeó en la cara, y arrastró a Baiba hacia la parte del departamento donde esperaba encontrar una escalera o una salida de emergencia. Las sombras se acercaban, los perseguían sin esconderse, y Wallander tiró de todas las puertas sin éxito. Por fin vio una entreabierta y salieron a una escalera interior. Desde abajo oían el eco de pasos que se acercaban hacia ellos, y lo único que pudieron hacer fue subir escaleras arriba.
Tiró de una puerta contra incendios y salieron al tejado cubierto de gravilla. Miró a su alrededor en busca de una posible escapatoria, pero estaban atrapados sin remedio. Desde el tejado, el único camino sería el gran salto hacia la eternidad. Se dio cuenta de que estaba cogido de la mano de Baiba y lo único que les quedaba era esperar. Sabía que el primero de los coroneles que saliese al tejado sería el asesino del mayor. Tras la puerta gris contra incendios se escondía la respuesta; pensó con amargura que ya no importaba si su hipótesis era correcta o no.
Cuando se abrió la puerta y el coronel Putnis salió junto con algunos de sus hombres armados, se sorprendió por haberse equivocado. A pesar de todo, había llegado a la conclusión de que el monstruo que tanto tiempo se había ocultado entre las sombras era el coronel Murniers.
Putnis se les acercó lentamente con semblante muy serio. Wallander notó que las uñas de Baiba le cortaban la mano. «No puede ordenar a sus hombres que nos maten aquí —pensó desesperado—. ¿O quizá sí?» Recordaba la brutal matanza de Inese y sus amigos; la angustia era insoportable y notó que estaba temblando.
De pronto se dibujó una sonrisa en la cara de Putnis, y Wallander comprendió que no era la sonrisa malvada de un animal feroz, sino la de un hombre amable.
—Tranquilícese, señor Wallander. Parece que me acusa de ser el responsable de todo este embrollo, y tengo que reconocer que es usted una persona muy difícil de proteger.
La mente de Wallander se quedó en blanco unos instantes. Luego comprendió que a pesar de todo había estado en lo cierto, que no era Putnis sino Murniers el aliado de la maldad que tanto tiempo había buscado. Además, también estaba en lo cierto en que había una tercera posibilidad, que el enemigo tuviese un enemigo. De repente todo estaba claro para él; su sentido común no le había fallado y tendió la mano izquierda para saludar a Putnis.
—Un lugar de encuentro curioso —sonrió Putnis—, pero al parecer es usted un hombre de sorpresas. Debo admitir que no sé cómo ha entrado en nuestro país sin que se diese cuenta la guardia fronteriza.
—Ni yo mismo lo sé —respondió Wallander—. Es una historia muy larga y muy confusa.
Putnis contempló preocupado la mano herida de Wallander.
—Tendrán que curarla cuanto antes —sugirió.
Wallander asintió con la cabeza y sonrió a Baiba. Ella todavía permanecía tensa, sin entender lo que ocurría.
—Murniers... —dijo Wallander—, por tanto, era él.
Putnis asintió.
—Las sospechas del mayor Liepa eran fundadas.
—Hay muchas cosas que no entiendo —continuó Wallander.
—El coronel Murniers es muy inteligente. Es un hombre perverso, lo que, por desgracia, demuestra que los cerebros brillantes a menudo sienten predilección por instalarse en las cabezas de personas brutales.
—¿Es cierto? —preguntó de repente Baiba—. ¿Fue él quien mató a mi marido?
—No fue exactamente él —admitió Putnis—; más bien fue su fiel sargento.
—Mi chófer —dijo Wallander—, el sargento Zids. El que mató también a Inese y a los demás en el almacén.