Los perros de Riga (35 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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Mikelis confirmó que, como Wallander ya había imaginado, el archivo era inmenso. No había ni la más remota posibilidad de revisar ni una mínima parte de las estanterías y registros de las dependencias construidas dentro de la roca debajo de la comisaría. Todo fracasaría si la intuición de Baiba era errónea: que Karlis había escondido el testamento junto a la carpeta que llevaba su nombre en la cubierta.

Mikelis le dibujó un plano a Wallander. De camino al archivo pasaría por tres puertas cerradas. Mikelis le proporcionaría las llaves. Abajo, delante de la última puerta, habría un guardia. Mikelis le alejaría de allí con cualquier mentira, exactamente a las diez y media. Una hora más tarde, a las once y media, Mikelis bajaría a los sótanos con otro pretexto y se llevaría al guardia. Wallander saldría del archivo y a partir de ese momento tendría que arreglárselas como pudiese. Debería resolver la situación por sí solo si se encontraba con algún policía de servicio por los pasillos.

Wallander se preguntó si podía confiar en Mikelis, al tiempo que admitía que no tenía otra opción. Debía confiar en él, no había otra salida. Sabía lo que Baiba le había contado al joven sargento en el mercado siguiendo sus instrucciones, pero no tenía ni idea de lo que había añadido de su propia cosecha; fuera lo que fuese, bastó para convencer a Mikelis de que ayudara a Wallander a entrar en el archivo. Hiciese lo que hiciese, era un extraño en aquel terreno de juego.

Al cabo de media hora, Mikelis salió de la sala para enviar una patrulla para tratar de detener a los atracadores de Stevens, el turista inglés. El nombre fue idea de Wallander, pero no sabía cómo se le había ocurrido. Mikelis trazó unas señas que podrían encajar con gran parte de la población de Riga, incluyendo al propio Mikelis. Se suponía que el atraco había tenido lugar junto a la Explanada, pero el señor Stevens estaba demasiado exaltado como para acompañarlos en el coche patrulla y señalar el lugar del delito. Cuando regresó Mikelis repasaron el plano del camino al archivo. Wallander se estremeció ante la idea de que tendría que pasar por el pasillo de los coroneles, el mismo donde había tenido su despacho. «Aunque estén sentados en el despacho —pensó—, no podré saber quién de los dos ordenó a Zids que matara a Inese y a sus amigos. ¿Putnis o Murniers? ¿Quién de ellos nos está acosando con los perros?»

Cuando llegó la hora del cambio de guardia, a Wallander se le revolvió el estómago por la tensión. Necesitaba ir al servicio, pero no podía perder tiempo. Mikelis entreabrió la puerta y le dijo que se pusiera en marcha. Había memorizado el plano y era consciente de que no podía equivocarse y llegar tarde cuando Mikelis avisara al guardia con una falsa llamada telefónica.

El cuartel general de la policía estaba desierto. Se apresuró todo lo que pudo por los largos pasillos, preparado para que una puerta se abriese y un arma le apuntase en cualquier momento. Contó las escaleras mientras oía el eco de unos pasos lejanos; nuevamente le asaltó la idea de que se hallaba en lo más intrincado de un laberinto, donde sería muy fácil desaparecer para siempre. Empezó a bajar las escaleras mientras se preguntaba a qué profundidad se encontraba el archivo. Tenía que estar muy cerca del lugar donde se hallaba el guardia. Consultó el reloj y vio que la llamada de Mikelis llegaría dentro de unos minutos. Permaneció inmóvil, atento a la escucha. El silencio le angustiaba. ¿Se habría equivocado de camino?

De pronto un timbrazo estridente rompió el silencio, y Wallander respiró aliviado. Oyó unos pasos en el pasillo contiguo, y cuando estos se alejaron, se apresuró a seguir adelante, llegó a la puerta del archivo, y la abrió con las dos llaves que Mikelis le había dado.

Le habían informado sobre la distribución de los interruptores. Buscó a tientas por la pared hasta encontrarlos. Mikelis le había dicho que la puerta cerraba a la perfección y que no dejaba traspasar la luz.

Le pareció encontrarse en un gran hangar subterráneo. Jamás hubiera imaginado que el archivo fuese tan grande. Por un instante se quedó pasmado ante las innumerables filas de armarios y estanterías con carpetas. «La habitación de la maldad —pensó—. ¿En qué pensaría el mayor cuando entró allí dispuesto a esconder una bomba para que estallara tarde o temprano?»

Volvió a mirar el reloj y se enfadó consigo mismo por perder el tiempo con vagos pensamientos y por la necesidad de ir al lavabo. «Tiene que haber un lavabo en algún sitio —pensó febril—. Solo me pregunto si tendré tiempo de encontrarlo.»

Echó a andar en la dirección que Mikelis le había indicado. Había advertido a Wallander de lo fácil que era equivocarse entre tantas estanterías y registros idénticos. Maldijo el hecho de que gran parte de su atención tuviera que dedicarse al estado de su estómago, al tiempo que temía lo que ocurriría si no encontraba un baño enseguida.

Se detuvo bruscamente y miró a su alrededor. Se había equivocado. ¿Había ido demasiado lejos? ¿O bien había cambiado de dirección en algún lugar, apartándose de las indicaciones de Mikelis? Volvió sobre sus pasos. No sabía dónde estaba, y le entró un pánico repentino. Vio en el reloj que le quedaban cuarenta y dos minutos, ya tenía que haber encontrado el departamento correcto del archivo. Volvió a maldecir. ¿Se habría equivocado Mikelis? ¿Por qué no lo encontraba? Se dio cuenta de que tenía que volver a empezar desde el principio, y echó a correr por entre las estanterías hasta el punto de partida. Con las prisas, dio un puntapié a una papelera de metal que rebotó contra un archivador. «El guardia —pensó—. Seguro que lo ha escuchado.» Permaneció inmóvil y aguzó el oído, pero no oyó ningún chirrido de llaves. No podía aguantarse por más tiempo, así que se bajó los pantalones, se agachó sobre la papelera y vació las tripas. Con una sensación de rabia por aquella servidumbre fisiológica, se acercó una carpeta, arrancó unas cuantas hojas de algún interrogatorio y se limpió. Después emprendió el camino, consciente de que tenía que encontrar el sitio exacto para no echarlo todo a perder. Suplicó mentalmente a Rydberg que guiara sus pasos, contó las divisiones laterales y secciones de las estanterías, hasta que al final comprendió que había llegado. Había tardado demasiado, le quedaba menos de media hora para hallar el testamento del mayor, y dudó que tuviese tiempo suficiente.

Mikelis no había podido explicarle con detalle el sistema del archivo y Wallander tuvo que buscar por su propia cuenta. Enseguida comprendió que el archivo no estaba organizado según un orden alfabético. Había secciones, subsecciones y, probablemente, más divisiones aún. «He aquí a los desleales —pensó—. A toda esta gente la han vigilado y aterrorizado, la han denunciado y convertido en candidata al puesto de enemigo público número uno. Hay tantos nombres que jamás encontraré la carpeta de Baiba.»

Intentó descifrar el sistema nervioso del archivo, deducir el sitio más lógico donde pudiera hallarse el testamento, como la carta desparejada de Svarte Petter
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; pero el tiempo corría y no veía rastro de él. Desesperado, empezó desde el principio otra vez, sacó las carpetas que se destacaban por sus colores mientras se animaba todo el rato a no perder la calma.

Solo podía permanecer en aquel archivo otros diez minutos, y aún no había encontrado la carpeta de Baiba. Sintió la angustia de haber llegado tan lejos para tener que admitir luego el fracaso. No podía continuar con la búsqueda sistemática, sino repasar por encima las estanterías y esperar que el instinto le guiase. Sabía, sin embargo, que no existía en el mundo ningún archivo organizado según un plan intuitivo, y pensó que todo había fracasado. El mayor había sido demasiado inteligente para Kurt Wallander, de la policía de Ystad.

«¿Dónde? —pensó—. ¿Dónde? Si este archivo es como una baraja de cartas, ¿dónde está la carta diferente? ¿En los lados o en medio?»

Se decidió por el medio, pasó la mano por una fila de carpetas con el lomo marrón, y de repente vio una de color azul. Extrajo las dos carpetas marrones que precedían y seguían a la de color azul: en una figuraba el nombre de Leonard Blooms, en la otra, el de Baiba Kalns. Dudó unos instantes. Luego pensó que Kalns debía de ser el apellido de soltera de Baiba, la carpeta que le interesaba no tenía ni nombre ni número de registro. No podía revisarla allí, el tiempo se había agotado y se apresuró hacia la salida, apagó la luz y abrió la puerta con la llave. El guardia no estaba en su puesto de vigilancia, pero según el plan trazado por Mikelis regresaría en cualquier momento. Wallander corría por el pasillo cuando, efectivamente, oyó los pasos del guardia. El camino estaba cortado y Wallander tuvo que olvidarse del plan y buscar otra salida por su cuenta. Permaneció inmóvil mientras el guardia pasaba por el pasillo contiguo. Cuando los pasos se desvanecieron, pensó que lo primero que tenía que hacer era empezar a salir del subterráneo. Encontró unas escaleras y recordó las plantas que había bajado. Cuando estuvo a ras de suelo, no reconoció nada en absoluto. Echó a andar al azar por un pasillo desierto.

Le sorprendió un hombre que estaba fumando. Debió de oír cómo se acercaba, porque apagó el cigarrillo con el talón al tiempo que se preguntaba quién estaba de servicio tan tarde. Cuando Wallander dobló la esquina, el hombre, que llevaba la chaqueta del uniforme desabrochada y tendría unos cuarenta años, se hallaba a unos pocos metros de él. Cuando vio a Wallander con la carpeta azul en la mano comprendió que aquel hombre no debería estar en la comisaría. Sacó la pistola y le gritó algo en letón que Wallander no entendió, pero levantó las manos por encima de la cabeza. El hombre siguió gritándole mientras se acercaba sin dejar de apuntarle con la pistola al pecho; por fin, Wallander comprendió que el oficial de policía quería que se arrodillara. Obedeció la orden con las manos alzadas en un gesto patético. No había escapatoria, le habían atrapado y pronto llegaría uno de los coroneles, que se quedaría con el testamento del mayor escondido en la carpeta azul.

El hombre que le apuntaba con la pistola continuaba preguntándole a gritos. Wallander, que cada vez tenía más miedo a que le disparase en el pasillo, le contestó en inglés:

—It's a mistake
—dijo con una voz aguda—.
It's a mistake, I am a policeman too.

Por supuesto que no era ningún error. El oficial le ordenó que se alzara y mantuviera las manos en alto, y le instó a que echara a andar, mientras le golpeaba con la pistola en la espalda.

Cuando llegaron a un ascensor, surgió la ocasión, si bien Wallander ya se había dado por vencido, consciente de que no tenía escapatoria: no podía oponer resistencia ya que el oficial no dudaría en matarle. Pero cuando llegaron al ascensor y el oficial se volvió a medias para encenderse un cigarrillo, Wallander vio que aquella era su única oportunidad de escapar. Tiró la carpeta azul a los pies del oficial al tiempo que le golpeaba con todas sus fuerzas en la nuca. Sintió un fuerte crujido en los nudillos y un dolor intenso. El oficial se desplomó y la pistola rebotó ruidosamente contra el suelo de piedra. No sabía si el hombre estaba muerto o solo inconsciente, pero tenía la mano agarrotada por el dolor. Recogió la carpeta, se metió la pistola en el bolsillo y desestimó usar el ascensor. Tenía que orientarse por lo que veía a través de una ventana que daba a un patio oscuro. Tras unos instantes, descubrió que se encontraba en el lado opuesto del pasillo de los coroneles. El hombre que yacía en el suelo empezó a gemir y Wallander supo que no podía golpearlo de nuevo hasta dejarlo inconsciente. Comenzó a seguir el pasillo hacia la izquierda con la esperanza de encontrar pronto una salida.

Estuvo de suerte de nuevo, porque llegó a uno de los comedores de la comisaría y logró abrir la puerta mal cerrada de la entrada de mercancías de la cocina. Salió a la calle; le dolía la mano y empezaba a hinchársele.

Había quedado con Baiba a las doce y media. Esperó a la sombra de la antigua iglesia, que ahora era el planetario del parque de la Explanada. Estaba rodeado de altos tilos estáticos. Pero Baiba no aparecía. El dolor de la mano era casi insoportable.

A la una y cuarto tuvo que admitir que algo había sucedido, que ella no iba a venir. Le invadió una gran angustia, no podía apartar de su cabeza la cara ensangrentada de Inese, e intentaba imaginar lo que podía haber ocurrido. ¿Acaso los perros y sus amos habían descubierto que Wallander había podido salir de la universidad sin ser visto a pesar de todo? De ser así, ¿qué habían hecho con Baiba? No se atrevió a llegar más lejos con sus pensamientos. Salió del parque sin saber adónde ir. El dolor le hacía avanzar por las vacías calles oscuras. La sirena de un jeep militar le hizo meterse de cabeza en un portal.

Un poco más tarde tuvo que buscar otra vez protección en las sombras, cuando un coche patrulla pasó a lo largo de la calle por la que caminaba. Se había colocado la carpeta con los papeles del mayor por debajo de la camisa, cuyos cantos le rozaban las costillas. Se preguntó dónde pasaría la noche. La temperatura había descendido y temblaba de frío. El lugar de encuentro alternativo que Baiba y él habían convenido era la cuarta planta de los grandes almacenes. Puesto que se habían citado para las diez de la mañana siguiente, le quedaban más de siete horas de espera: era imposible que las pasara en la calle. El dolor era tan intenso que asumió que tendría que ir a un hospital para que le vieran la mano, ya que estaba convencido de que se había roto algún hueso, pero no se atrevía. No podía ser, y menos con el testamento en su poder. Por un momento se le ocurrió acercarse a la delegación sueca, si es que existía, pero esa posibilidad tampoco le tranquilizaba. Un inspector de la policía sueca que se encontraba ilegalmente en un país extranjero sería enviado a su país de inmediato y bajo vigilancia. Por si acaso, no quería correr el riesgo.

Angustiado, decidió acercarse al coche que le había prestado servicios durante dos días, pero cuando llegó al lugar donde lo había aparcado, el vehículo ya no estaba allí. Por un momento pensó que el dolor de la mano le sumía en un estado de confusión. ¿Realmente habían dejado allí el coche?, enseguida se convenció de que sí, y pensó que lo habrían despedazado como a un animal en un matadero. El coronel que iba tras sus pasos se habría asegurado de que las pruebas del mayor no estuviesen ocultas dentro del coche.

¿Dónde iba a pasar la noche? Le invadió una sensación de impotencia ante su situación: se encontraba en un territorio enemigo, a merced de una jauría dirigida por alguien que no dudaría en matarle y arrojarle en una dársena helada o enterrarlo en cualquier bosque lejano. La nostalgia que sentía era primitiva y evidente, una nostalgia cuyo origen era aquel bote salvavidas a la deriva con los dos cadáveres que ahora le parecía tan lejano y confuso como si jamás hubiese existido en realidad.

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