Carvalho hizo el viaje a Chiang Mai rodeado de franceses acomodados y bien alimentados, no sólo con el rostro marcado por los niveles alcanzados por el buen vino que habían bebido a lo largo de toda una vida, sino diríase que, según la intensidad de las venillas lilas, podría descifrarse la marca y las mejores añadas consumidas. Desde la ventanilla, Carvalho contemplaba las feraces llanuras centrales, un arrozal continuado que se prolongaba hacia las montañas del norte y el fin de un mundo donde comenzaba otro, el país Shan y Laos, encontrándose ambos para cerrar el paso a Thailandia hacia China. Años atrás había hecho el mismo viaje y el Fokker se había llenado de nativos que volvían a casa con regalos de la capital, y a la vuelta los mismos nativos llenaron el avión de gallos encestados y bolsas de dariens recién cortados. Ahora franceses, japoneses, unos cuantos catalanes y thailandeses, equipados todos por la moda joven del Corte Inglés, pulcritud mesocrática que sólo desdecía una hermosa malaya de labios aputados. Escarbaba en el cabello de su marido en busca de piojos y los mataba con unas tenacillas "ad hoc" que había sacado de un bolso de piel de cocodrilo, sin respetar la consigna del rótulo luminoso. Aconsejaba abrocharse los cinturones porque se iniciaba el descenso hacia Chiang Mai.
Mientras esperaba la aparición de su maletón, los vio venir. Primero creyó que los dos eran policías, pero al llegar a su altura uno de ellos llevaba la placa distintiva de la agencia. Era el guía, no sabía inglés pero hablaba en francés y le habían asegurado que los otros cuatro viajeros también lo entendían; en cuanto a su acompañante era el señor Chuapiboon que se ponía a disposición de Carvalho y le enviaba recuerdos de Charoen, con el que acababa de hablar por teléfono. El guía les informó que ya los esperaba una furgoneta para hacer la primera excursión: ir a ver trabajar a los elefantes y visitar un poblado mheo.
—Me gustaría mucho charlar con usted, señor Chuapiboon, pero también me interesa aprovechar el viaje y conocer algo del país.
—He previsto esta circunstancia y me he permitido sumarme a su excursión, así de paso podremos hablar.
Era un hombrecito vestido con un traje color crema, el mismo color que tenía lo que había sido blanco de sus ojos. El guía hizo el gesto de coger la maleta de Carvalho, pero él la asió a tiempo y solicitó pasar primero por el hotel para dejarla. No era posible. El equipaje podía depositarse en el fondo de la furgoneta y después de la excursión irían al hotel. Las mujeres catalanas se instalaron en la furgoneta lo más cerca posible del guía, al que interrogaron a partir de aquel momento en un nuevo idioma basado en el inteligente truco de empezar las palabras en catalán y acabarlas en francés. Con todo, el invento funcionó, por lo que se confirmaba la tesis de Enric Fuster de que el catalán se parece a todos los idiomas y quizá sea la raíz misma del indoeuropeo. En cuanto a los maridos, se dividían en dos, un hombre cauto que miraba y callaba y otro que comentaba cuanto veía a partir de la filosofía moral de que cuando volviera a su pueblo le iba a parecer mentira haber visto todo lo que estaba viendo. Es decir, la comprobación de que las palmeras existían le había conmocionado desde su llegada a Bangkok, así como la posibilidad de ver crecer la soja en los márgenes de los caminos o de descubrir que las orquídeas son los geranios de Siam, que los elefantes levantan troncos con la trompa y que por lo tanto Tarzán, Sabú no eran sueños de su infancia o cromos coleccionables, sino posibilidades de la realidad. El entusiasmo de aquel comerciante de pueblo era estimulante al lado de la cantidad de majaderías que Carvalho había oído en labios de españoles prepotentes, dispuestos a ver la basura de Asia sin recordar la mierda de España. El tendero quería que los demás compartieran su entusiasmo y los demás no sólo eran su mujer o sus amigos, sino el propio Carvalho, al que de vez en cuando recurría para que corroborara su entusiasmo ante las mujeres mheo vestidas de lagarteranas o ante las estampas bucólicas de los campesinos apacibles caminando por el borde de la carretera. Carvalho repartía su atención entre el entusiasmo pastelero:
"Guaita, guaita, Maria! Mare meva. Sembla que ho somii"
[¡Mira, mira, María, parece que lo sueñe!], y la cháchara parsimoniosa del policía que se le había sentado al lado.
—Como si se los hubiera tragado la tierra. Puedo demostrarle que no están aquí. Científicamente.
Añadió arqueando una ceja y convirtiendo uno de sus ojos en un rombo amarillo.
En la senda que llevaba a la explanada donde los elefantes iban a hacer la exhibición de su maestría, Carvalho se detuvo ante el trabajo de un joven sentado en cuclillas afanado en convertir los tacos de teca en elefantes sutiles, elefantes gacela si se comparaban con los millones de horribles elefantes "souvenirs" que se venden por todo Thailandia. El hombre tiene tal conciencia de la dignidad estética de su trabajo que se niega al regateo de los turistas, y Carvalho le compra un elefante fascinado por su habilidad manual, como le hipnotizan las carniceras diestras o los camareros que saben desespinar un pescado. La contemplación del trabajo artesanal convirtió la salmodia del policía en un paisaje sonoro que luego le acompañó a través de la pasarela al otro lado del do, donde los esperaban pedigüeños elefantes infantiles, sabedores de que eran portadores de bananas y ternura. Sus padres y madres estaban atados con grilletes a la espera del momento en que los domadores los meterían en el do y comenzaría el ritual de la limpieza ante la remesa de turistas: arena de río, cepillo, agua y piolet contundente para guiar la obediencia. Luego la demostración de acarreos de troncos y la insistencia del guía de que una vez terminada la exhibición los elefantes se iban a trabajar a las montañas, después de haber cumplido con su pluriempleo de elefantes actores, de gestos fingidos ante turistas dispuestos a recuperar el país de su infancia.
—Si me permite, he preparado un plan de acción que será la prueba definitiva de que los fugitivos no están en Chiang Mai.
—¿Lo ha consultado con Charoen?
—Desde luego, y está de acuerdo.
Todo consistía en que Carvalho debía exhibirse por las rutas turísticas más convencionales. Lo de hoy ya era un buen comienzo, pero a continuación debía someterse al calvario de recorrer las aldeas artesanales, la visita al poblado Karen, la ascensión por los doscientos noventa escalones que llevaban al templo Doñ Suthep, recorridos por el Mercado de Noche y, sobre todo, hablar con los conductores de pus-pus o con los taxistas y decir de dónde venía y que buscaba a unos amigos.
—Si están en Chiang Mai, darán con usted.
Terminado el show de los elefantes, la furgoneta siguió por la carretera asfaltada, y cuando se terminó continuó por un camino de tierra adentrándose en las montañas. Carvalho recordaba una excursión similar hasta un recóndito poblado mheo rodeado de campos de adormideras, en el que se podía comprar opio y pipas de opio. La furgoneta pasaba entre plataneras, matas de soja, cultivos de arroz de secano en busca de un poblado mheo donde ahora sólo podrían ver cómo bordaban las mujeres y otras muestras de artesanía. Los mheo, informaba el guía, proceden del sur de China, de Yunnan. Allí se habían dedicado al cultivo del opio desde siempre y, a raíz de persecuciones políticas y étnicas de fin de siglo, se desparramaron por el norte de Birmania, Thailandia y Laos, a donde llegaron con su vieja cultura del opio. En estos momentos, apostilló el guía, el gobierno thailandés les da facilidades para que saquen rendimiento económico de otros cultivos, algodón, por ejemplo, y de la artesanía, para que abandonen el opio.
—¿Es cierto?
El policía afirmó varias veces con la cabeza dispuesto a alejar cualquier duda del cerebro de Carvalho.
—Pero la droga sigue circulando y hay laboratorios clandestinos en todo el triángulo del opio donde se destila heroína del tres y del cuatro.
—No podemos llegar a todas partes.
—Y hay generales y ministros birmanos, thailandeses y antes laosianos metidos en todo esto.
—Ahora todo controlado.
—Pero se sigue produciendo.
—Pero todo controlado.
Insistía el policía.
Llegaron al poblado mheo y los asaltaron una banda de mujeres vestidas con trajes típicos y vendiendo pipas de latón y madera para fumar tabaco y opio, pipas estilete y pipas a secas, artesanas, baratas, ofrecidas en un inglés lleno de infinitivos y gestos. Cerdos pequeños y negros, niños que parecían haber sido dibujados al esmalte, mujeres diminutas y calladas sentadas a las puertas de sus casas montañeras frente al telar prehistórico o al bastidor más rudimentario. Ni un hombre joven, salvo el maestro indolente sentado en el alféizar de la ventana del colegio de donde sale la voz coral de los niños de esmalte cantando una canción francesa: "Sous les ponts d.Avignon".
—¿Por qué cantan en francés?
—Por aquí hubo mucho misionero francés en el pasado. Y no hace tanto tiempo.
Informó el guía. Los catalanes estaban divididos entre la admiración hacia sí mismos por haber llegado al triángulo del opio y la compasión ante las condiciones de vida de aquellas gentes. ¿Y los hombres? ¿Dónde están los hombres? El guía señalaba hacia las montañas.
—Están en los campos de arroz de secano.
—¿Y de opio?
Le preguntó Carvalho con una sonrisa cómplice.
—Opio, poco. Muy perseguido. Ahora ya no se cultiva tanto.
De regreso, los cuatro catalanes fueron dejados en su hotel y Carvalho en el Chiang Mai Inn. El policía le dijo en voz baja que sería conveniente que a partir de ahora no los vieran juntos para permitir la aproximación de Archit y Teresa. Por lo que Carvalho entró solo al hotel, ocupó la habitación, descendió a la piscina para zambullirse entre franceses veteranos que jugaban a bajarse el traje de baño dentro del agua mientras sus mujeres comentaban los éxitos o los fracasos desde sus gandulas. Tomó el poco sol que le quedaba a la tarde, volvió a la habitación, metió el neceser en una bolsa de plástico en compañía de la muda y del traje de baño, encerró la maleta vacía en el armario, colgó en el pomo de la puerta la cartulina del "No molesten" y salió del hotel dispuesto a ver y ser visto. Contrató un pus-pus y le dio cháchara al conductor, al que informó sobre la motivación fundamental de su viaje. Luego de recorrer el barrio de los plateros y el de los artesanos de teca volvió al centro de Chiang Mai y pidió que le dejaran en el Mercado de Noche, a uno y otro lado de Chiang Mai Road. A alguien se le había ocurrido abrir un restaurante alemán en las entrañas del Mercado de Noche, entre tenderetes de artesanías y encantes, juguetes para niños mheos asomados a la bolsa dorsal de su madre, aparadores para puros birmanos, puros verdes de humo y sabor medicinal, instrumentos musicales de juguete, pedrería, abalorios, bandejas de bisutería de plata, pinturas indias sobre hules, gorros mheos de los que Carvalho compró uno para Fuster, lacas de Chiang Mai y de Birmania, mujeres de piel casi blanca, menudas, delicadas, de esmalte. Y cuando llegó la noche, Carvalho se dejó cazar por un taxista que pasó a su lado y le ofreció lo de siempre: chicas, masajes, chicos, lo que quisiera.
—Lo siento.
Le sonrió Carvalho.
—He de irme urgentemente a Bangkok.
—¿Ahora?
—Ahora.
—No avión. No tren.
—Lo sé.
El taxista saltó de su asiento y se fue hacia Carvalho. Él le llevaría a Bangkok. ¿Ahora? Ahora mismo, le daba tiempo incluso de ir al hotel a recoger su equipaje y mientras tanto avisaría a su familia. No, imposible. Carvalho tenía mucha prisa. Su mujer se había puesto enferma de pronto y quería llegar cuanto antes, además tenían que ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero Carvalho ya se había metido en el taxi y el conductor había empezado a conducir, alucinado por lo que esperaba ganar con aquel viaje.
—Tres mil baths.
—Mil baths.
El regateo continuó antes y después de una breve despedida del taxista de su familia, sin bajar del coche, gritando desde el asiento a una mujer que se asomó a una casa de madera y hojalata. Por fin el cansancio mutuo ajustó el precio en mil setecientos baths y Carvalho se tumbó en el asiento trasero. Durante unos minutos contempló el perfil ensimismado del conductor, iluminado por el resplandor del ascua de puro birmano que Carvalho le había ofrecido. De vez en cuando el chófer tragueaba de una botella de estimulante de hierbas y miel. Parecía un fantasma amarillo que creaba su propia luz, la única luz en aquella carretera boca de lobo en la que apenas si se cruzaron con algún camión, antes de que Carvalho se durmiera imaginando el túnel que abrían en la recuperada verdad vegetal y animal de la noche. Un todo oscuro que caía sobre el coche intentando detener su carrera zumbante.
Le despertó el ruido del coche al frenar y culear. El chófer parpadeaba somnoliento y forcejeaba con el volante para no perder el control. Lo consiguió y se volvió hacia Carvalho ofreciéndole una cansada sonrisa. Le informó que habían dejado atrás Nakjon Sawaan, que ya estaban en la carretera número uno y que Bangkok no estaba lejos y si tenía algún interés en detenerse en Ayuthaya para conocer la antigua capital. Carvalho consultó un mapa y vio que Ayuthaya quedaba muy cerca del monasterio de Tam Krabok y que incluso ganaría tiempo utilizando el mismo taxi y desviándose en Sing Buri hacia Lop Buri, pero retornó a su proyecto primitivo de no dejar pistas directas, de entretener a Charoen atando cabos, y aunque tuviera que desandar lo andado, mantuvo el propósito de llegar a Bangkok y allí cambiar de coche. Entraban en la capital cuando el taxista le preguntó que dónde le dejaba.
—Siam Center.
Nada más frenar ante las escaleras del centro comercial que rodeaba el hotel Siam, el conductor destapó otro botellín de estimulante, bebió un largo trago, salió del coche, hizo unas cuantas flexiones para desentumecerse y observó recelosamente el acopio de billetes que Carvalho estaba haciendo para reunir lo convenido. Cuando se le tendieron los mil setecientos baths, el taxista se lanzó a una lastimera perorata sobre la longitud del viaje, lo cansado que estaba, el viaje de vuelta que le esperaba. Carvalho quería cortar la situación y añadió otros doscientos baths que merecieron una sonrisa y un grave saludo ceremonial. Carvalho subió los escalones con rapidez, merodeó por las galerías comerciales y de repente aceleró los pasos. Cogió un taxi para ir al Monumento de la Victoria. Allí lo dejó por otro y negoció con el taxista una excursión al monasterio, en su condición de periodista italiano que quería hacer un reportaje sobre la recuperación de drogadictos. Al parecer Tam Krabok era un tema de debate nacional, porque el taxista le explicó la historia de aquellos santos hombres, dos hermanos, que dirigían el monasterio hospital.