—Prepare la documentación. Nos acercamos a la frontera. Carvalho sacó los dos pasaportes del bolsillo, los sopesó y finalmente se guardó el español y mantuvo el italiano entre las manos.
—Oiga, español, a esto se le llama viajar organizado. Igual estoy viajando junto a un pez gordo de la delincuencia internacional. ¿A santo de qué el pasaporte italiano?
—Italia es mi segunda patria.
Primero repostaron gasolina en una gasolinera que parecía un cementerio de coches, como si los vehículos se hubieran muerto corroídos por la gasolina que allí vendían. A partir de la gasolinera empezaba la cola de coches y autobuses que esperaban el paso de la frontera, bajo la débil luz de amarillas bombillas de velatorio agitadas por el viento. La policía thailandesa arrancó el visado blanco de los pasaportes y les dejó pasar sin más comentarios. Tuvieron que rellenar un visado provisional en la frontera malaya y pasar por un minucioso registro y la sorpresa del visa de la aduana malaya al comprobar lo escaso del equipaje de Carvalho. Explicó que había dejado el grueso del equipaje en Bangkok, a donde volvería después de un corto recorrido turístico por Malasya. De hecho voy a bañarme a Penang, añadió Carvalho agitando el traje de baño.
—Muy oportuno el detalle del traje de baño.
Comentó con sorna Pelletier, cuando la frontera quedaba a sus espaldas.
—Nadie sospecha nada de un hombre que va por el mundo con un traje de baño. ¿Quiere conducir usted? Estoy cansado.
Carvalho temió quedar sin remedio a la disposición de las ganas de hablar de Pelletier, pero vio sus ojos hinchados, rojos, torpes y asumió el volante. Pelletier se sentó a su lado, cerró los ojos y se quedó dormido al instante. A Carvalho le pareció que corrían más ahora, pero la aguja del cuentakilómetros permanecía en la misma cota que había mantenido el francés. Pasaron por Jitra, apenas cuatro puntos de luz y luego por Akor Setar, donde un indicador de carretera les prometía la existencia de un aeropuerto y a Carvalho le asaltó la ilusoria urgencia de coger un avión y terminar cuanto antes la aventura. Pero Penang era una meta coherente y se había educado a sí mismo para la coherencia.
Clareaba cuando entraron en Butterworth y Carvalho dirigió el coche hacia un puerto que podría haber sido un puerto cualquiera de Thailandia, a no ser por los rasgos dominantes de los malayos, la clareada oscuridad de la piel, los ojos rotundos y nítidos en contraste con los ojos más rasgados de los thailandeses y chinos. Pelletier se desperezaba como un animal en busca de su propio cuerpo y en lucha con las dimensiones limitadas del coche. Carvalho llevó el coche hasta los embarcaderos y preguntó dónde se podía coger el transbordador hasta Penang. El próximo partía media hora después. Aparcó y los dos hombres se convirtieron en dos siluetas gesticulantes para sacarse de encima el envaramiento de kilómetros. Carvalho se encaminó hacia la caseta donde vendían los tickets para el transbordador.
—Espere. Yo no sé aún si le acompañaré. Me decidiré en el último momento.
Carvalho sacó su ticket y buscó con la mirada a Pelletier, para encontrarle sentado en la terraza de un bar llena de sofisticados sillones de mimbre y veladores de plástico. La luz del día exaltaba los volúmenes de las embarcaciones y la masa verde de Penang ocupaba todo el horizonte. Se sentó Carvalho junto al francés.
—Otro país, español. Otra gente. Otra cultura. Otra religión. Según creo en Europa hay una gran curiosidad por todo lo musulmán desde que han descubierto que dependen del petróleo árabe. Pobre Europa. Se lo cree todo. En el fondo tanto la cultura musulmana como la budista son superestructuras de museo frente a las leyes económicas que rigen el mundo.
El discurso era inevitable. Carvalho apretó con las dos manos la taza llena de café y se dispuso a escuchar.
—Pero, en realidad, para estos orientales, el budismo y todo eso es una cultura que no distancia y que acaba siendo una rutina, como era una rutina aquel catolicismo sin contradicciones bajo la dictadura tomista. A la hora de la verdad, el budismo no les ha salvado de la corrupción y de la integración en el supersistema mundial. Las leyes materiales son tan repugnantes como inapelables a la hora de entender la historia, por eso hay que negarse a entender la historia. La obscenidad de la acción. ¿Quién o qué no ha caído en la obscenidad de la acción? ¿Y a qué conduce toda acción? a la posesión. De cosas o de personas. El hombre no puede actuar sin agredir. Toda moral es hipócrita. El bien es vencer. El mal es perder. Eso en Occidente ya ha llegado al colmo, porque en el fondo del fondo el gran vigilante de la moral en las culturas cristianas, Dios, es un cadáver exquisito y eso lo sabe todo el mundo, hasta el Papa de Roma. Pero aquí también se ha impuesto la dialéctica del vencer o perder como sustitutiva del bien o del mal. Los de arriba son unos cínicos y, al decir "los de arriba", me refiero al "establishment" de dinero, al poder político-militar o al cultural, y los de abajo tienen miedo a perder más de lo que ya han perdido. Yo, la verdad, no me declararía budista. Yo soy taoísta.
—Por muchos años.
—Paso por alto su ironía. El taoísmo me hará eterno. El taoísmo me permite ser intelectualmente imparcial ante lo que ustedes llaman el bien y el mal, que, en definitiva, quiere decir vencer o perder. Yo me reconozco en el dualismo Yin-Yang y aspiro al Tao. Es decir, sé que soy un francés, normalien de mierda y que mi salvación es aspirar al Tao. Como ve, aún no me he sacado de encima el complejo de culpa judeo-cristiano.
—¿Se lleva el Tao?
—¿Qué dice usted? Definitivamente está loco o le han sacado de un guardarropía sumergido en el Titanic. No se lleva nada. Cuando yo me marché de Francia se llevaba el antimarxismo y la "nouvelle cui sine". Pero, según mis noticias, ahora ni eso. Se lleva el no llevar nada. El mundo se socialdemocratiza y, en cierto sentido, estamos en plena época Tao. El sabio, dice el Tao, gobierna de modo que vacía el corazón, llena el vientre, debilita la ambición y fortalece los huesos. El problema es saber quién ejerce el papel de sabio. ¿Mitterrand? ¿Reagan? ¿Breznev? El miedo. El prudente miedo o el miedo prudente. ¿Qué es Dios? Se preguntaban los filósofos cristianos cuando les dejaron pensar por su cuenta. Y empezaron a contestarse cosas raras. Llegaron a decir que dios era el "élan" original, como si se pudiera llegar al "élan" original. ¿Quién es el sabio que gobierna el mundo con prudencia y miedo? El grado cero del desarrollo. Se lo digo yo que soy normalien y he llevado portafolios de excelente cuero llenos de informes sobre la depresión económica en el Midi. Y no un día. Ni dos. Ni una semana. Ni un mes. Diez años. Cuando salí de las barricadas en 1968 me fui a llevar las cuentas de una empresa filial de la Unilever. Yo tenía un amigo que tenía un sueño: seguir la ruta de Ulises en la Odisea. Yo me propuse seguir la ruta de Malraux y aquí me tiene. Ni rastro de los personajes de Malraux. Todo está lleno de rusos y americanos con miedo y de japoneses con cámaras. Y no se lleva nada. Los héroes del rock. Ésos son los héroes de nuestro tiempo.
—¿Estuvo usted en el mayo francés?
—Como todo el mundo. Aún no conozco a nadie que no haya estado en el mayo francés, que no haya contribuido a arrancar un adoquín y que no haya sido curado en las barricadas por Monod. Geismar, Cohn Bendit, Seauvageot, Krivine se llevaron la parte del león, pero los demás, en cuanto podíamos, tratábamos de sacar la cabeza sobre la multitud. Fue la revolución de una promoción con premonición de paro. Yo, en cierta ocasión conseguí subirme a un coche antes que Geismar y grité: Mierda, Mierda y Mierda. A Geismar no le gustó nada. Por cierto. ¿Se ha fijado en lo viejos que son los héroes del rock? Está todo programado por las multinacionales. Si usted se fija, uno de cada diez héroes del rock se suicida o muere de una sobredosis de algo. ¿Poética rockera? Mierda. las multinacionales los asesinan para mantener la tensión romántica. ¿Le interesa el rock?
—No.
—Y el Tao tampoco.
—Tampoco.
—¿Qué le interesa a usted?
—Envejecer con dignidad.
—Imbécil.
Dejó caer la espalda contra el sillón de mimbre, como para ampliar la distancia que le separaba de Carvalho, abarcarlo mejor o simplemente disponer de más aire para oxigenarse y superar las turbias espirales de la borrachera. Recitó:
Los seres cuando llegan a su madurez
empiezan a envejecer.
Esto ocurre a todo lo opuesto al Tao.
Y lo opuesto al Tao pronto acaba.
Se inclinó hacia Carvalho y le golpeó con un dedo en la pechera.
—Es usted hombre muerto. Para ser inmortal no hay que creer en la vejez. Se empieza creyendo en la vejez y se acaba muriendo.
Vació lo que quedaba de la botella de Mekong en el vaso de caña. Olió el contenido, reprimió una náusea, se lo bebió de un trago y con la lengua tan turbia como la mirada exclamó:
—Vivir es llegar y morir es volver. Lo dice el Tao.
—¿Dice también algo sobre las borracheras pesadas?
—Es una filosofía liberal. En definitiva se basa en el "laissez faire, laissez passer", desde la profunda certeza de que la plenitud es una disposición del espíritu. Para conseguir esa plenitud del espíritu, yo necesito dos botellas de este infecto brebaje. Y pensar que cuando yo era un ejecutivo agresivo mi medida era una copa de Rémy Martin después del café. ¿Sabe usted que yo he llevado chaleco durante diez años?
Se produjo lo que Carvalho temía, lo que Carvalho quería encerrar en un pequeño círculo para dos. Pelletier se levantó con el vaso de caña en una mano y, con el brazo libre, abrió una señal de expectación en el aire que no pasó inadvertida a los pobladores de las mesas más próximas. Con los ojos tan brillantes como los labios y una constancia bovina en la mirada dirigida a una posible ensoñación, Pelletier recitó:
Suprime el estudio y no habrá preocupaciones.
¿Qué diferencia hay entre el sí y el no?
¿Qué diferencia hay entre el bien y el mal?
No es posible dejar de temer lo que los hombres temen.
No es posible abarcar todo el saber.
Todo el mundo se enardece y disfruta
como cuando se presencia un gran sacrificio,
o como cuando se sube a una torre en primavera.
Sólo yo quedo impasible,
como el recién nacido que no sabe sonreír.
Como quien no sabe adónde dirigirse,
como quien no tiene hogar.
Todo el mundo vive en la abundancia,
sólo yo parezco desprovisto.
Mi espíritu está turbado
como el de un ignorante.
Todo el mundo está esclarecido,
sólo yo estoy en tinieblas.
Todo el mundo resulta penetrante,
sólo yo soy torpe.
Como quien deriva en alta mar.
Todo el mundo tiene algo que hacer,
sólo yo soy inútil.
Sólo yo soy indiferente a todos los demás
porque aprecio a la madre que me nutre.
Descolgó los ojos de las alturas del universo para apreciar las sonrisas amables de los restantes pobladores del café y comprobar el efecto del veinte poema Tao en Carvalho, pero el detective no estaba allí y el no encontrarlo hizo tambalear a Pelletier, como si Carvalho fuera un soporte físico y no meramente visual. El detective estaba dentro del local pagando las consumiciones y maleta en mano se dirigió hacia el "ferry" que empezaba a humear y a lanzar alaridos por su sirena. Pelletier le esperaba al pie de la escalerilla.
—Aquí me despido. Penang me pone nervioso. Antes era una ciudad interesante llena de fumadores de opio, pero ahora están prohibidos y sólo venden batik. Una tela horrible que sólo son capaces de ponerse los americanos y algunas holandesas gordas.
Carvalho tendió una mano a Pelletier. El francés hubiera preferido despedirse con un ademán o con una frase. Pero aceptó la mano y la estrechó con una cierta ternura.
—Adiós, español, y suerte.
Desde la cubierta, Carvalho vio cómo Pelletier se acercaba al coche verde, lo husmeaba y finalmente sacaba de él su equipaje, una mochila en la que cabían las Galerías Lafayette al completo y se iba primero calle arriba y luego calle abajo, después de una breve vacilación.
En el aeropuerto de Penang nadie estaba dispuesto a molestarse comprobando las listas de pasajeros de los últimos días en busca de los cuatro nombres que ofrecía Carvalho como si fueran cuatro personajes diferentes. Carvalho enseñó un billete de veinte dólares que desapareció dentro de la mano de uno de los burócratas del departamento de información, quien le avisó de que necesitaba una hora para comprobarlo. El vuelo Penang-Singapur no era nacional. Penang pertenecía a la Federación Malasya y Singapur era un Estado soberano, por lo que Archit y Teresa tenían que haber exhibido algún pasaporte, aunque cualquiera puede intentar sacar un billete con nombre supuesto y luego pasar control de pasaportes, en la confianza de que el policía se limite a comprobar si la foto coincide con la cara. De pronto, Carvalho tuvo un impulso que no pudo impedir ni el cálculo mental de lo que iba a costarle. Preguntó en Información si se podía hacer una llamada al extranjero, a Europa y una propina de dólar consiguió que una muchacha de poderoso cabezón empleara una tenacidad equivalente en rascar los nervios de los cables telefónicos internacionales, hasta que al otro lado del teléfono se oyó la voz de Biscuter.
—Aquí la oficina del detective Carvalho.
—Biscuter, soy yo.
—¿Es usted jefe? ¿Llama desde aquí? ¿Ha llegado ya?
—Te llamo desde Penang, en Malasya.
—Pues suena como si estuviera usted en el Prat, jefe. Mejor, todavía.
—Escucha Biscuter, que esto me va a costar un ojo de la cara. ¿Hay alguna novedad?
—La señorita Teresa ha vuelto. Hace un momento que ha llamado por si le encontraba a usted y se ha reído mucho cuando ha sabido que usted estaba buscándola en Thailandia.
—¿Se ha reído mucho?
—Mucho, sí señor. Se vuelve a ir de viaje. A descansar. Me ha dejado unas señas.
—Mierda, Biscuter, mierda.
—Yo, jefe…
—En seguida voy para allí.
—¿En seguida?
Pero Carvalho colgó conteniendo el deseo de estrellar el teléfono contra la pared y luego de romper en pedazos el recibo de los mil baths que le costó la llamada. Tenía que elegir entre regresar a Bangkok en busca del equipaje exponiéndose al interrogatorio de un Charoen indignado o dar por perdidas sus cosas, recomponiendo la vuelta a partir de Singapur. Si volvía a Bangkok aquel mismo día, conseguiría empalmar con el vuelo de regreso de su grupo aquella noche a las diez y media, recuperaría el equipaje y aún conseguiría sacar un mínimo beneficio de una expedición desquiciada. si volvía por Singapur, adiós equipaje y ni la más remota esperanza de que los Marsé quisieran o pudieran pagarle el suplemento. El primer avión para Bangkok salía al mediodía y llegaba a tiempo de recoger el equipaje y sumarse al grupo. Compró el franqueo suficiente para enviar a la embajada alemana en Bangkok la noticia de la muerte de Olga Schiller y los detalles sobre el lugar de su enterramiento y, una vez abandonada la carta a su destino de buzón, compró un billete de avión hacia Bangkok y aplazó el estallido de ira que le incitaba la simple evocación del rostro de Teresa. consumió el tiempo de espera contemplando la voluntad de compra de los turistas en las Free Shop de los vuelos internacionales: batik, figuras de teca, marfil, instrumentos musicales, horribles "souvenirs" urdidos en la central mundial de donde salen todos los "souvenirs" de abalorios y caracolillos de nácar. Por fin, subió al avión y el remonte de la península en dirección a Bangkok se le hizo larguísimo, en el temor de que Charoen no le diera tiempo ni a llegar al hotel y le estuviera esperando al pie mismo del avión de llegada. Pero no estaba allí y Carvalho imaginó el encuentro una hora después, para el momento en que se acercara al pupitre del Bell Captain del Dusit Thani y le reclamara el equipaje consignado. O Peter Pan no le reconoció o era un Peter Pan diferente, dentro de la misma gama. Carvalho entró en el Dusit Thani y buscó el pupitre del Bell Captain por la distancia más corta. Le entregó el billete de resguardo y mientras un mozo iba en busca del equipaje, Carvalho se volvió para abarcar el escenario familiar del "hall", las mismas especies de gentes esperando las mismas especies de guías, las mismas llegadas de notables de Bangkok vestidos para un banquete de boda o de final de convención, las mismas damas americanas apiscinadas, ahora amuebladas para que el marido las sacara a vivir emociones nocturnas que ellos habían censado estadísticamente durante el día en las oficinas de la DEA. La maleta llegó y a Carvalho le pareció que recobraba una parte de su mundo afectivo. Pidió una habitación donde pudiera ducharse y reordenar sus cosas y le cedieron, por una hora, una de las habitaciones de la primera planta que daban a la piscina. Carvalho se puso el traje de baño, salió al jardín y, en la más total de las soledades, se metió en las aguas y se dio el último baño de un verano ficticio. Luego rehízo la maleta y dejó vacía y abandonada la que había comprado en el barrio chino. Salió al "hall", devolvió la llave, preguntó si había alguna indicación sobre la concentración de su grupo para ir al aeropuerto y le dijeron que pasaría un autocar a recogerles a las ocho. Poco faltaba ya. Empezó a reconocer rostros entre las estatuas de sal del "hall", al tiempo que vigilaba y esperaba la aparición de Charoen o de los sicarios de "Jungle Kid" o madame La Fleur. Pero el que apareció fue Jacinto, que, al verle, venció el hieratismo de su rostro para expresar una cierta alegría.