Los pájaros de Bangkok (35 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—No le va la tortilla.

Se echó a reír.

—Las cosas claras. Un whisky más y me voy, se lo juro.

—Que no me vaya la tortilla, no quiere decir que la eche.

—Pasaba por aquí, sólo he venido a saludarla.

Reía su propia gracia.

—Y lo peor de todo es que no puedo hacer nada contra ellos. Son invulnerables.

—Mañana verá las cosas de otra manera. Necesita descansar. ¿Cómo ha venido hasta aquí?

—En coche. Tengo coche.

Añadió con satisfacción exagerada.

—Soy el primer miembro de mi familia que tiene coche.

—No está como para conducir. ¿Quiere que llame un taxi?

—Tengo coche y volveré a casa en coche.

Exclamó fieramente Marta Miguel al tiempo que se ponía en pie, dispuesta a impedir que Charo le quitara el derecho a conducir su coche. Avanzó hacia la puerta con zancadas de fingida seguridad y una vez allí adelantó los labios para besar una mejilla de Charo.

—De todas maneras, gracias. Usted me comprende. ¿Podremos ser amigas con el tiempo?

No esperó la contestación. Abrió la puerta de par en par y la cerró con estruendo tras ella. Hizo un esfuerzo por contener el vómito hasta llegar a la calle. Pero brotó como un surtidor agriado en cuanto el ascensor inició el descenso.

54

"Busque a Khao Chong en el embarcadero del Oriental. Él sabrá qué ha sido de nuestros amigos y le ayudará a encontrarlos". Carvalho memorizó la nota y por si se le borraba el nombre del contacto se lo apuntó con bolígrafo en la muñeca bajo la caja del reloj. Llegó al embarcadero del Oriental sobre el gran Chao Phraya, que ya llevaba la noche a cuestas, pero Khao Chong estaba allá como jefe de la oficina de contratación de barcas navegantes por los canales, tumbado en una hamaca demasiado grande para su cuerpo pequeño y delgado y aventándose con un pai pai de paja. Carvalho le dio el retal del vestido de Chin Ramsun y el viejo se incorporó como si le hubiera dado el plano del tesoro del capitán Kid. Se metió en una cabaña de madera e invitó a Carvalho a que le siguiera. Carvalho repitió su historia y el consejo que le había dado Chin Ramsun. Necesitaba localizar a Teresa y Archit y llegar hasta ellos antes que todos sus perseguidores.

—Vaya donde vaya tendrá que registrarse en los hoteles y Charoen le localizará o el mismo "Jungle Kid". Necesita un pasaporte y un visado de los que extienden al entrar en el país. ¿De qué nacionalidad lo prefiere?

—Italiano.

—Mañana por la mañana, aquí.

—¿Dónde están Archit y Teresa?

—Mañana por la mañana lo sabrá y le daré los medios para llegar hasta ellos. Necesitaré dos mil baths y el pasaporte para copiar la foto. ¿Dónde va a pasar la noche?

—¿Hay algún hotel donde no me pidan la documentación?

—Los que no la piden son los peores. A la media hora tendría usted a Charoen o "Jungle Kid" allí. Quédese aquí.

El viejo le señaló una colchoneta en el suelo.

—Le traeré algo de comer y agua.

Se marchó y volvió media hora después con una botella de agua mineral y dos bocadillos de pan inglés con ensalada, mayonesa, atún y pimiento morrón picante.

—Si se aburre le puedo enviar a una chica.

—No podría hacerle los honores convenientemente.

Carvalho abarcó la poquedad de todo lo que exhibía el local.

—Una bonita chica, muy limpia, muy sana y sabrá comprender.

Carvalho se imaginó aquella barraca llena de gemidos artificiales y negó rotundamente.

—Si todo va bien, podrá abandonar Bangkok mañana a las cuatro de la tarde. Pero he de darme prisa. Le aconsejo que no salga, no se deje ver. El embarcadero del Oriental es un punto muy concurrido.

—¿De noche también?

Rió su anfitrión reservándose el sentido final de su risa.

—De noche el público cambia. Salen los ricos de Bangkok y sus invitados extranjeros. Pasear por el río en barcazas con músicos, comida, bebida, chicas bonitas es un placer que usted debiera probar en mejor ocasión.

—Algún día volveré a Bangkok a pasarlo bien.

Se marchó el viejo y Carvalho se tumbó en el jergón convocando en su ayuda al dios del sueño, pero en su lugar llegaron todos los mosquitos del Chao Phraya dispuestos a sacar el vientre de penas a su costa. Consideró que de pie estaba en mejores condiciones para rechazar sus ataques y se paseó por la estancia arriba y abajo como si estuviera en la celda de una cárcel. A través de las ventanas pasaban las frágiles canoas lamiendo el agua. Llevaban una luz de petróleo como señalización y parecían mariposas funerarias de un hermético culto a la muerte en el agua. Apenas si había vida sobre los shampanes amarrados y, la que había, reproducía la inercia de vivir de todo tiempo y todo lugar. Gestos de animales anochecidos en los adultos y en los niños, humos, frituras, cacharros en el agua, gritos de llamada, de juego, de riña, alguna luminaria de televisor en blanco y negro en las barracas lacustres y la omnipresente melodía que escuchaba todo Thailandia, "Sangharila", una combinación de tradición musical y rock blando, cantado por voces lastimeras de animales pequeños situados en el culo del mundo. Tal vez era un ritmo del prior de Tam Kabrok, que a estas horas iniciaría una larga vigilia de músico ante el pianoforte marrón descolorido, rodeado de pentagramas y cuadernos donde anotaba, con puntería de obseso, una vieja canción khmer y el "Qué viva España", mientras Chin Ramsun seguía picando piedra sobre su colina artificial bajo la luz de la luna de Saraburi y Lopburi, la luna de Bangkok, de Chiang Mai, de Koh Samui, de "Jungle Kid", de Teresa, de Archit, de Charoen. Ay, si la luna se convirtiera en un faro delator que fuera marcando las distancias que nos separan, pensó Carvalho al verla en el agua como una quilla segmentada o recortando la silueta de un paisaje de palmeral y selva baja. De vez en cuando pasaba una barcaza cargada de flores, música y risas, incluso alguna con orquestina y vocalista. ¿Qué estaría haciendo Charo? ¿Y Biscuter? Habrían comido solos o tal vez Charo se habría ido de tapas con "la Andaluza" o cualquier amiga venida a menos o a más. Marta Miguel se le metió en la imaginación con su presencia maciza, detrás de una tarima, con un bocadillo de calamares a la romana, en una mano, y, en la otra, un puntero con el que subrayaba un discurso profesoral sobre lo que le había costado abrirse camino en la vida. Eran las tres de la tarde en Barcelona y quizá Marta Miguel comprobaba la hora en el reloj de pulsera, desde una celda de la cárcel de la Trinidad. Era la primera vez que Carvalho había tenido miedo ante la voluntad de delación de un asesino. Marta trataba de pregonar su crimen como si fuera un acto de posesión de Celia Mataix. Y en cuanto a Celia, que durmiera en paz su inocencia traicionada por la obligación de vivir y contestar a las preguntas inapelables. Llegaban parejas de gala al embarcadero. Gente importante de Bangkok con anillos de zafiros con una fecha por dentro, acompañada de contactos occidentales, parejas entre la madurez y la vejez, excitadas por la aventura del río nocturno. Los thailandeses ricos se comportaban como los catalanes ricos de Camprodón o S’Agaró o como los madrileños ricos de Somosaguas o los andaluces ricos de Jerez. En cambio, los americanos se comportaban como americanos sin más adjetivación y se dejaban envolver en la red de sutiles amabilidades de una vieja cultura del comportamiento, conscientes de que, más tarde o más temprano, lo pagarían como el americano borracho del Rose Garden había pagado el derecho a emborracharse, ser grosero, ridiculizar aquel digesto de cultura thai. Carvalho oyó o vio pasar expediciones armiñadas de público de ópera, en busca del excitante olor a podrido del río visualizado por la luna y las bombillitas de las barcas. Se adormiló y le despertaron voces maullidos que subían desde el declive que llevaba a las aguas. Un caballero de cabello plateado descendía hasta el borde del agua acompañado de dos pajes thais que le llevaban cada uno de una mano. Los pajes reían y maullaban en su idioma y el caballero se dejaba conducir como un rey gordo y bonachón. A un paso del río, los pajes desabrocharon el cinto que sostenía los pantalones del rey y éstos cayeron como la piel vencida de un paquidermo obsoleto. Un paje se apoderó del pene de Su Majestad y el otro le quitó la chaqueta de alpaca, lo que permitió al rey alzar los brazos y palmotear hacia la luna. El paje que le había cogido el pene dio un tirón de la semidespierta víbora y el caballero, con los pies trabados por sus propios pantalones, cayó de rodillas en el agua, mientras los dos pajes corrían ladera arriba llevándose la chaqueta como un botín ingrávido. Tardó en darse cuenta el rey de su condición de viejo robado, semidesnudo, abocado a un río tan fecundo y poderoso como podrido y, cuando se dio cuenta total de lo sucedido, recuperó la estatura de señor del mundo tronante e insultante que recomponía la estética del sur del cuerpo al reponer la piel de los pantalones y volvía grupas para tratar de subir lo más rápidamente posible una pendiente de detritus vegetales, para, al llegar a la cima, quedar al descubierto bajo una bombilla vacilante que le hacía y le deshacía un rostro jadeante de hombre blanco, gordo, demasiado lento para un trópico que podía comprar pero no comprender. La luz le reveló su condición de vencido y le retiró el grito de altanería de los labios. Se marchó en dirección a las luces del Oriental en busca de la respetabilidad que había perdido junto al río y del dinero de repuesto que habría guardado en la caja fuerte del hotel.

Carvalho dormitó más que durmió. A partir de las cuatro de la mañana, fue un hombre sentado sobre un jergón que se interroga sobre qué coño se le ha perdido en una estúpida cabaña situada junto a un río estúpido.

—Que me la trae floja. Y todo por una mujer que me la trae floja y por una minuta que apenas me va a dejar beneficios.

Moverse o ser movido. Le llegó un eco de su perdida cultura que atribuyó a un poema de Beckett que alguna vez le había impresionado.
"Esto no es moverse. Esto es ser movido"
.

55

Khao Chong se presentó a las siete de la mañana con un botellín del estimulante nacional casi helado y otro bocadillo de atún y ensalada. Carvalho probó aquella ambrosía y le supo a tonificante para jovencita sometida a los primeros desgastes y agresiones de la regla. Khao Chong hablaba cautamente, en una relación correcta entre la forma y el fondo de la cuestión. Tenía que salir de allí porque de un momento a otro empezarían a llegar las expediciones hoteleras que pasean a los turistas por el río y les llevan al Mercado Flotante para que les saqueen los vendedores más hábiles de Asia. Todo estaría preparado hacia el mediodía: el pasaporte, el visado, el billete de tren hacia Suratani.

—Le he sacado una plaza en primera. Viajará solo en un departamento con aire acondicionado y cama. Son los departamentos que tienen menos control policial porque suele viajar gente notable. Avise al jefe de vagón de que quiere bajar en Suratani. Coja un taxi hasta Ba Don y procure embarcar en el primer "ferry" que sale hacia Koh Samui. Son unas tres horas de travesía. Al llegar al puerto de Koh Samui pida que le trasladen al Nara Lodge. Son unos "bungalows" nuevos situados junto al Gran Buda del Mar. Allí envié a la señora con el nombre de señora Corti y a Archit le dije que se metiera en unos "bungalows" más humildes que hay al lado del Nara Lodge. Él viaja con pasaporte thailandés con el nombre de Pong Sarasin, estudiante.

Cuando Carvalho hubo acabado el bocadillo, Khao Chong salió al exterior y reculó una furgoneta hasta hacer coincidir la puerta trasera del vehículo con la de la barraca. Carvalho se metió en la furgoneta sin que nadie pudiera ver su tránsito y se sentó en el suelo mientras Khao Chong arrancaba en busca de la Charoen Krung Road, según el plano de Bangkok que Carvalho iba comparando con la ciudad real, dispuesto a saber en todo momento dónde estaba. El recorrido se terminó en cinco minutos. La furgoneta pasó ante los muelles de carga y descarga de la Estación Central y se desvió por una callejuela para detenerse ante un almacén de objetos de teca. Repitió Khao Chong la maniobra de reculamiento y Carvalho pasó de la furgoneta al almacén, donde le esperaba una muchacha con el cabello teñido de color castaño, que les condujo a una trastienda, donde había una mesa y una pequeña cocina.

—Esperará aquí hasta que el tren vaya a salir. Todos los puntos de salida de Bangkok están llenos de policías o de confidentes. A las tres y media vendrá a buscarle un amigo mío y le dejará instalado en su vagón. Usted no se preocupe de nada. Pasará por la estación como un espíritu, sin que nadie le vea.

Rió Khao Chong y se quedó a la expectativa mirando a Carvalho, como si a él le correspondiera tomar la iniciativa. Carvalho lo entendió. Sacó la cartera y pagó lo convenido, luego tendió un billete de cien baths como propina que el viejo rechazó:

—No gano nada en esto. Chin Ramsun es mi amigo y es un hombre santo, si él me pide que haga esto, es porque es justo. Si le parece caro, he de recordarle que la documentación ilegal es cara en todas partes y que va a viajar con aire acondicionado, muy cómodo. Podrá dormir toda la noche.

—No deseo otra cosa.

—Le dejo solo con esta chica, pero quisiera decirle que no es puta.

Ni burla ni provocación. Una verdad objetiva.

—Los extranjeros se creen que todas las thailandesas están dando masajes todo el día. Las que dan masajes dan masajes y las que no dan masajes no dan masajes.

Khao Chong le sonrió por última vez y se fue. Carvalho se hizo cargo de su nueva cárcel y repasó los elementos que la integraban. ¿Qué se puede hacer en una cocina sin otra compañía propicia que una mesa y dos sillas? Comer o cocinar. Carvalho no se opuso a la lógica de la situación y convocó a la muchacha para preguntarle si era posible utilizar la cocina y si podía utilizarla a ella como compradora de una serie de mercancías. La pugna dialéctica entre perplejidad y amabilidad se resolvió en favor de la amabilidad y la muchacha no sólo se prestó a comprar, sino que ayudó a Carvalho a encontrar el vocabulario en inglés que no recordaba, por ejemplo para decir que quería alcachofas, pues las había visto en los mercados e incluso en los plantíos en los alrededores de Chiang mai. La muchacha partió y Carvalho rescató una sartén de su horca y la blandió como una herramienta propicia. De pronto recordó que había olvidado encargar aceite de oliva y maldijo su falta de concentración, sin duda condicionada por el tiempo que llevaba alejado de los fogones y del inglés.

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