—No me he encerrado.
—¿Ah, no?
—No, tranquila.
—No estoy tranquila. Ni yo ni nadie. Ni siquiera te quieres poner al teléfono.
—¿No puedo pasarlo yo sola?
—No, Edurne —es categórica—. Con esto, no.
—Pues soy yo la que va a quedarse ciega.
—Vas a perder visión —su tono es paciente—, lo otro ya se verá.
—Qué fácil es dar aliento a los demás.
—¿Por qué estás a la defensiva?
—Estoy cabreada, no a la defensiva.
—Es lo mismo. Eres una campeona de atletismo. Y me da igual que sea en pruebas de resistencia, tipo la maratón, o en pruebas de velocidad como las tuyas. Ahora no compites, no se trata de resistir ni de salir a la calle rápido como si nada hubiera pasado. Se trata de reaccionar. Cabréate en la pista, pero no aquí, conmigo. Hoy no, por favor.
Es extraño, pero lo que más quiere es herirla.
Ponerse borde.
Hoy no, por favor.
—De acuerdo, ¿qué quieres que haga?
—Sólo afrontarlo.
—¿Crees que no lo he hecho?
—Por lo que me cuentan papá y mamá, no.
—Vas por la calle, un coche se sale de la calzada y te atropella. Te despiertas con una pierna menos. ¿Qué haces?
No hay una respuesta, sólo un suspiro. Largo y prolongado.
Naroa se apoya en la mesa y mira la lupa. Edurne sabe que su hermana mayor ya ha entrado en Internet y lo ha averiguado todo acerca de la retinosis pigmentaria. No necesita preguntar.
—Me da igual que seas injusta conmigo, pero por Dios, no lo seas contigo.
—¿Qué te preocupa, que me desmorone?
—¡Me preocupa que no hagas nada, ni en un sentido ni en otro!
—No seré una carga para ti, descuida.
—¿A qué viene eso? —se crispa Naroa.
Lo ha conseguido, pero no se siente orgullosa, sólo ruin.
Quizás vivir en el odio y en el resentimiento le den una coraza con la que resistirlo todo.
Pero es amargo.
Una misma no puede devorar su propio veneno sin emponzoñarse.
—Ni siquiera sé por qué estás así conmigo... —Naroa se deja arrastrar por una inesperada emoción.
Va a llorar.
En ese momento June abre la puerta, asustándolas, para sumarse a ellas con su proverbial falta de tacto, pero con todo su entusiasmo infantil.
—¡Las tres Román juntas! —grita—. ¡Tiembla, mundo!
Ni hecho a propósito. O tal vez sí.
Ella sí es muy capaz de estar escuchando detrás de la puerta.
Al ver a Antonio siente deseos de echar a correr, fundirse con él, buscar sus labios y cerrar los ojos, como si fuera a quedarse ciega ya y deseara capturar esa última imagen para la eternidad. Es un impulso que, sin embargo, nace y muere al mismo tiempo. El tropel del deseo choca frontalmente con la realidad que se ha impuesto. De pronto, no es ella. Y si lo es, se ha dado la vuelta, como un calcetín. Se empieza a ver, o a sentir, como la heroína de su propia película. Ella, que ama tanto al chico, le pide que la deje, que viva su vida, sin cadenas ni ataduras. Ella, que tanto le necesita, le da libertad para que nunca, nunca, la ame por piedad ni esté a su lado por lástima.
En la película, incluso, la protagonista tiene que conseguir que él la odie.
Antonio, ajeno a cuanto la sacude interiormente, la abraza.
—Dios, me estaba volviendo loco.
Busca su boca y ella se la ofrece. No es tan fuerte.
Aunque su beso no sea como otros.
Al apartar el rostro se refugia en su pecho y se siente en paz.
Es un instinto de protección, de búsqueda, de seguridad. Le ha echado de menos. Antonio no se resigna a ser sólo un contenedor y, tras unos segundos, la aparta para mirarle la cara, los ojos.
Nadie diría jamás que tiene una enfermedad ocular.
Porque sus ojos siguen siendo hermosos y limpios.
—No me hagas esto nunca más, ¿vale?
—Antonio...
—Si vas a decir una estupidez, te la ahorras.
—No son estupideces.
—Entonces ¿qué es? ¿Has hecho una carrera de cien metros, has quedado segunda, y sigues corriendo a pesar de todo?
—¡Me he parado! —le grita—. ¿Es que no te has dado cuenta?
—¡Nadie puede pararse! ¡Eso es absurdo!
Están liberando la tensión de los últimos días, de todo el tiempo que no se han visto, y lo saben. El conato de guerra muere con la irrupción de su paz. Las manos de Antonio le acarician la cara, la sujetan por los brazos y la atraen hacia sí.
Edurne naufraga en su resistencia. Creía ser más fuerte, pero ha bastado verle, sentirle, para abandonarse con languidez. Por un momento, incluso, su mente niega la realidad. No está enferma.
Todo sigue igual. Es una chica como cualquier otra que disfruta de la luz del primer amor, el más grande porque es el único.
Unos segundos muy hermosos.
Esta vez el beso sí es pasional.
—Antonio...
—¿Qué? —susurra sin apenas separar sus labios.
—Esto es serio.
—Claro que lo es.
—Me refiero a lo mío.
—Lo tuyo soy yo.
—Antonio, por favor... —se hunde en sí misma y se encoge, hasta liberarse del abrazo que la ata y le nubla los sentidos—. Lo que menos necesito ahora es que tú también te preocupes por mí.
—Al contrario —su serenidad le sobrecoge—. Yo te quiero.
No sabe qué decir. No hay respuesta para eso. Las heroínas de las películas resisten. En sus sillas de ruedas, en sus lechos de muerte, en sus incapacidades. Son fuertes para decirle a su enamorado que las olviden. Y ella no puede.
Su película es una absoluta mierda.
—No me hagas esto... —suplica.
—Todos te quieren, se preocupan, desean estar a tu lado, y tú no les dejas.
—No es tan fácil.
—No se trata de que sea fácil, sino de que es lo que hay.
¿Qué pretendes?
—¡No lo sé!
—Edurne, no puedes llevar esto tú sola.
—¿Y qué harás cuando no pueda verte?
—No sabes si eso...
—¡Sí lo sé!
—Entonces ¿qué quieres, romper, que lo dejemos?
Romper. Dejarlo.
Hace tan poco que están juntos...
—No me pidas que deje de correr —le dijo aquel día.
—No lo haré. Me gusta verte correr.
—No me pidas nunca que deje un entreno, que no acuda a un campeonato, que coma más si estoy delgada o que coma menos si estoy gorda. Ni me digas que duerma más si tengo ojeras, que no me preocupe si no consigo una marca, que no me traumatice si pierdo una carrera. No me hagas escoger nunca entre mi pasión y tú.
—¿Me pides que sea lo segundo de tu vida?
—Mientras siga corriendo, sí.
—Vale.
—Entonces, yo también te quiero —aceptó.
Y todo ha sido como un soplo. Del amor y de la plenitud al momento de plantearse dejarlo, romper.
Justo ahora que, si no puede correr, él debería ser lo primero en su vida.
—Contesta —la apremia Antonio.
No puede hablar. Jamás ha imaginado que entre un sí y un no exista tan poca diferencia. La lógica impone el sí. La razón grita el no.Y fracasa en su intento de hallar el camino hacia uno de ellos, la sumerge en la frustración.
Cada día son más, y la aplastan.
Antonio la abraza, casi con violencia. Está desesperado, y los actos fruto de la desesperación son actos reflejos de la cruda realidad. No hay términos medios. No existe equilibrio. El nuevo beso le atraviesa. Edurne nota la forma en que le arden el cuerpo y la mente. Antonio parece devorarla.
Sucumbe.
Llega hasta el fondo y renace.
Justo para cerrar su cerebro antes de la rendición sin condiciones y apartarle con firmeza para musitar de forma ahogada:
—No... puedo...
Ya es imposible retenerla. Para cuando él reacciona, ella ya le ha tomado una buena delantera de tres o cuatro metros en su desarbolada huida.
Y es una campeona de velocidad.
La última prueba de fuego es el instituto.
Antes era la heroína, la campeona del lugar. Admirada por unas y envidiada por otras. Querida por unos y mirada con recelo por otros. Ahora vuelve la sensación, adquirida en los últimos días, de ser un monstruo. Nada ha cambiado, salvo un pequeño detalle en sus ojos. El viejo problema de la concentración y de la comprensión en los estudios se ha convertido en algo peor y en una realidad muy diferente. La chica más popular ha caído del pedestal, y mientras que para unos surge el asombro, para otros nace la indiferencia.
Pero lo peor es la lástima.
La lástima está a caballo de la curiosidad y del morbo.
Edurne camina por los pasillos que hasta hace poco recorría con el ánimo alto, se cruza con rostros ingrávidos, con profesores que le saludan, le dan la bienvenida o le pasan una mano conmiserativa por la cabeza.
Su refugio es Nahia.
—Ven, salgamos de aquí —le dice a la hora del patio.
Nahia es muy distinta a ella, en todo, comenzando por el aspecto. Rubia, algo más baja, redondita, rostro luminoso, se hace querer tanto por su derroche de energía como por su ternura. Si el término «mejor amiga» es específico, concreto, y define a un tipo de persona necesaria como complemento vital, Nahia se ciñe con creces a este patrón. Llevan juntas desde párvulos y lo han compartido todo.
O casi.
—¿Cómo lo llevas? —le pregunta lejos del resto.
—Mal.
—Ya.
—Hace unas semanas no tenía ni idea de que existiera algo llamado retinosis pigmentaria y, cuando empecé a tener problemas de visión, pensé que...
—¿Qué te dijo el médico?
—La retinosis pigmentaria consiste en tener lesiones de capas de la retina, donde están los llamados bastones y los conos del ojo humano. Los primeros permiten la visión nocturna, o con baja iluminación, y la visión periférica, para ver lo que está a nuestro alrededor. Los segundos permiten la visión central y diurna. Al comenzar la enfermedad se lesionan los bastones y más tarde, poco a poco, son dañados los conos. Por eso, el campo visual se reduce concéntricamente hasta llegar a ser tubular. Voy a ver como si lo hiciera por el cañón de una escopeta hasta que... ese túnel se cierre del todo y...
Nahia se estremece.
—Algo podrá hacerse, ¿no?
—Es irreversible —lo dice con cruda sinceridad.
Su amiga se queda en silencio.
—Siento como si la vida me hubiera dado una patada en el culo, ¿entiendes? —Edurne lo expresa con rabia manifiesta—.
Yo estaba tan tranquila, y la muy cerda me dice: «Vete, no te queremos».
—No te castigues, va.
—No me castigo, pero es como me siento.
—Si dejas que te coma la moral...
—Nahia —se pone delante para verla bien—, hace unas semanas mis dos preocupaciones eran los exámenes y el prepararme para los próximos campeonatos en los que iba a competir, con la vista fija en las Olimpíadas del año que viene. Nada era más importante, ni siquiera cuando el amor entró a saco en mi vida y Antonio se hizo realidad, porque ha sido una bendición tenerlo —hizo una pausa—. Y, ahora, ¿qué tengo? Esto ha sido tan... repentino. Voy a suspender, porque no tengo ganas de nada, y menos de estudiar, encima con lo que me cuesta. No podré competir más y con ello adiós a mis sueños de ir a unos Juegos Olímpicos. Por último, aunque él no lo acepte, tengo que romper con Antonio, quedarme sin nada.
Nahia la miró horrorizada.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Lo que oyes.
—Tía, tú estas de psiquiatra... Lo que va a darte es una depre de caballo.
—¿He dicho algo que no sea cierto?
—Los exámenes no son tan importantes. Si no apruebas ahora, lo harás en septiembre; y si pierdes un año, no pasa nada.
Lo de no correr más... —su amiga no sabe qué decir en torno a este punto, vacila—. No sé, yo creo que podrías seguir haciéndolo. Puedes ver. Y después... en línea recta, pero seguirás...
—Para competir al más alto nivel necesitas el cien por cien, Nahia.
—No voy a discutir eso contigo —lo pasa por alto—. Pero lo de Antonio me parece...
—¿Qué quieres que haga?
—¡Estáis enamorados, por Dios! ¡Tú te derrites por él y él...!
—Por eso lo hago, Nahia —cierra los ojos al límite—. Tengo que cortar, porque le quiero.
—¿Y qué ganas con eso?
—Estar en paz conmigo misma. ¡No puedo atarle a mí sabiendo lo que me espera!
—¿Y qué te espera? ¡Ni siquiera lo sabes! ¡Dices que eso de la retinosis pigmentaria no tiene patrones fijos, que depende de muchas cosas!
—¡Aunque no me quede ciega ahora, de inmediato, seré una... impedida, una minusválida! ¡Ni siquiera me atreveré a tener hijos, porque eso es genético!
—¡Hoy en día ya se hacen experimentos en ese terreno! —se altera más Nahia—. Escogen no sé qué de las células madre, les quitan las malformaciones, las limpian y no sé qué más y ya está: te implantan óvulos sanos.
—Por favor... —Edurne se muestra agotada una vez más—.
No quiero discutir también contigo.
—Estás ofuscada, eso es todo —suspira su amiga—. Date un tiempo, que pase el verano. Tú no eres de las que se rinde fácilmente. Siempre has sido una luchadora.
—Cuando puedes luchar.
—¡Tú puedes luchar!
—No, no es tan fácil. Mi vida eran mis sueños, comenzando por correr, y es lo primero que pierdo. ¿Sabes el palo que representa eso para mí? Me siento... peor que muerta.
Nahia se deja caer el suelo y se sienta en cuclillas, como si sus piernas no la soportaran. Edurne acaba imitándola, pero de rodillas. Quedan frente a frente, bajo el silencio que las cubre con su paraguas invisible.
Y, de pronto, la voz de Nahia cobra forma con un nuevo tono.
—¿Sabes? A mí nunca me ha aplaudido nadie, ni he hecho nada importante. En las funciones escolares hacía de árbol o de piedra. Jamás fui la protagonista —se enfrenta a Edurne con una mirada directa—. Tú has hecho más en diecisiete años que yo en toda mi vida pasada, presente y posiblemente futura.
—Así que como he hecho todo esto, ya tengo que sentirme completa.
—No, eso no. Pero si has llegado hasta aquí, no puedes rendirte ahora. Quizás no puedas correr como lo hacías antes, pero hay muchas formas de hacerlo, no necesariamente tiene que ser en una pista de tartán. Si te paras ahora es como si alguien te rebasara en los diez metros finales y tiraras la toalla.
—He perdido carreras porque en los diez metros finales alguien ha hecho un
sprint
que me ha dejado clavada y yo no he podido seguir su tren.