Los ojos del alma (10 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

BOOK: Los ojos del alma
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—¡Qué alegría verte!

Responde con monosílabos, evasivas, sonrisas y frases hechas.

Camina hasta llegar a las pistas y espera. No quiere ver a nadie.

Es algo privado al cien por cien. Por su cabeza pasan universos paralelos. En uno, se ve a sí misma diciendo que no y manteniendo su rutina, examinándose en junio y tal vez en septiembre, aprobando la selectividad y yendo a Barcelona con Naroa para empezar una nueva vida. En otro, se ve diciendo que sí, cambiando sus perspectivas, sus prioridades, con la necesidad de abrir su estómago, como sea, y comer, comer, comer para recuperar peso y fuerzas, entrenar duro, despertar sus músculos, castigarlos hasta más allá de la extenuación. Cuatro meses de infierno para unos momentos de gloria por el sólo hecho de ir a los Juegos.

La otra gloria...

—¿Y si todo esto no sirve de nada? ¿Y si ni siquiera consigues la
mínima por falta de tiempo para ponerte a punto?

Es el abogado del diablo de sí misma.

No tiene ninguna respuesta.

El último de los atletas deja las pistas, la recta principal. Es el momento que ha estado esperando. Se levanta y camina hasta allí, directa a la zona de salidas. No le hacen falta tacos de apoyo. No necesita nada salvo el cronómetro que extrae del bolsillo. Es un test. Su test. La luz de los focos le resulta difusa.

Por delante ve a duras penas la recta flanqueada por las dos líneas blancas. Busca la calle cuatro, la principal, la de las favoritas, y se sitúa en su salida. No sabe si alguien la mira o no. Ya no le importa. Trata de aislarse. La concentración es esencial.

Y las sensaciones...

Todas las vibraciones que siente que la acompañan de pronto.

—Ya —suspira.

Distiende la pierna derecha, la izquierda, flexiona el cuerpo, mueve los hombros hacia adelante y hacia atrás, hace girar la cabeza. Puede que una centésima sea decisiva, capaz de empujarla o frenarla.

Vuelve a mirar la pista. Los cien metros más decisivos de su vida porque son la cara o la cruz.

No lo piensa más.

Pulsa el botón de puesta en marcha del cronómetro en el instante de arrancar.

Corre.

Corre sintiendo el aire en su rostro, el corazón en su pecho, la sangre hirviendo en sus venas, la libertad en sus piernas, y aunque le pesan, parecen de hierro, exorciza de ellas el dolor del esfuerzo y lo sumerge en el placer del reencuentro. Zancada a zancada. Casi parece que no haya dejado de correr todos aquellos meses. Y aunque su mente grita, sus ojos enfermos sólo ven la meta, a lo lejos. Frontera y límite.

—Vamos, ¡vamos! —se empuja a sí misma.

Diez, veinte, treinta metros...

Ha tardado una eternidad.

Aunque lo mejor siempre han sido sus finales.

Explosivos.

Memoriza algunas de sus carreras, algunas de sus mejores pruebas, algunos de sus grandes éxitos. Y ya no corre sola. Lo hace con las mejores. Se exige más.

Cuarenta, cincuenta, sesenta metros...

El plomo de las piernas pasa al cerebro. Piensa que lleva una hora corriendo, no unos segundos. Siente frustración y rabia. El ataque final siempre llega en los treinta metros finales.

Setenta, ochenta...

Edurne vuela sobre la pista.

Por primera vez siente que lo hace.

Todo la empuja.

El paso por los noventa metros le quema la resistencia, pero ya no cede. Se ayuda con los brazos. Golpea el aire con las caderas. Sus pies salen disparados hacia adelante con el alucinado vértigo de su ansiedad.

Porque se da cuenta de que quiere ir a los Juegos.

Quiere ir.

Y si todo depende de esa marca manual...

Los diez metros finales son una lucha contra el mundo, contra la adversidad, contra su ceguera, contra el crono, contra sí misma. Una lucha atroz que pasa a cámara lenta por su razón mientras ve acercarse la meta.

Tres, dos, uno...

—¡Ah! —grita liberándose al pasar por encima de ella y parar el reloj en un gesto de rabia.

Sigue corriendo unos metros, dejándose llevar, para no frenar en seco, y poco a poco recupera el ritmo de sus pasos, el de su respiración. No se detiene y camina hasta la zona más luminosa, dominada por uno de los focos del campo. Casi teme mirar el reloj, llevárselo hasta el túnel de sus ojos.

Tiene miedo porque está segura de que ha sido espantoso.

Un tiempo para dejar de soñar.

Edurne no quiere que las lágrimas le impidan ver las manecillas, así que primero comprueba lo que marca el cronómetro.

Decide que ya llorará después, en la derrota. Su mano tiembla.

Sus ojos también, al dilatarse por el pasmo.

—Dios... —gime.

Le parece imposible, y sin embargo...

Llora y ríe a la vez. Llora de felicidad y ríe expulsando los nervios y los demonios que la han atenazado hasta ese momento de extraordinaria felicidad.

Tantos meses sin entrenar y su tiempo es...

¿Y si lo repite, para estar segura?

Es hora de guardar el reloj. Hora de extraer el móvil. Hora de marcar un número y esperar apenas unos segundos.

Ibai no está disponible. Es su contestador automático.

—Voy —es lo único que puede decir ella.

Luego corta y, ahora sí, se echa a llorar abrazada a sí misma.

TERCERA PARTE

LOS JUEGOS

1

En el aeropuerto, el grupo de atletas despierta la curiosidad.

También el morbo.

El uniforme del equipo olímpico español les unifica y les hermana, pero es lo único. La variedad de deficiencias es notable, como si cada uno fuera único en sí mismo. No hay dos mancos iguales, porque a uno la amputación fue por la muñeca y a otro se le practicó por el codo, a uno es el brazo derecho y a otro es el izquierdo, a uno le falta una extremidad y a otro, las dos. Lo mismo sucede con las piernas.Y las combinaciones de miembros superiores e inferiores. Más los ciegos. Más los deficientes mentales. Más...

Pero por las risas, los cantos, la felicidad que desprenden, nadie pensaría que son personas con problemas.

Y menos con una minusvalía.

Discapacitados, los llaman.

Van en busca de un sueño, pero aún más, van en busca de sí mismos, y aunque no quieran gritarle nada al mundo, se lo gritan. Lo hacen desde su alegría, desde su limitación superada, desde su desparpajo y desde la indiferencia con la que responden a la curiosidad ajena.

Edurne es testigo de un extraño milagro.

Les oye hablar, bromear.

—Yo perdí diez kilos de golpe, sin ningún tipo de régimen

—alardea con humor una chica con una prótesis en la pierna derecha—. Bueno, quiero decir que perdí quince pero como esto —golpea la prótesis— pesa cinco...

Las que la rodean se ríen y siguen con sus bromas. Muchas se conocen, especialmente las que forman equipos, en voleibol, baloncesto y otras disciplinas por equipos. Los entrenadores, los lazarillos en muchas de las pruebas, apenas si se dejan ver. Ellos son los que se ocupan de casi todo, papeleo, pasajes de vuelo...

Nunca habrá estado tan lejos de casa.

Edurne camina sin rumbo mientras espera la salida del vuelo.

Dado que sus ojos no muestran ninguna lesión, su aspecto parece el de una chica normal. Salvo por las gafas. Está nerviosa y no quiere sentarse. Recuerda la despedida en casa y la noche anterior con Antonio.

—Pase lo que pase, te quiero y estaré aquí.

Se lo recordó.

No hacía falta, pero se lo recordó.¿Cuántas incógnitas ha de resolver y despejar en los Juegos?También recuerda lo que le ha dicho su padre.

—Tú sólo ve allí y disfruta. No te sientas obligada a nada. No
quieras comerte el mundo o demostrar lo que no tienes necesidad de
demostrar. Sé feliz, Edurne. Sé feliz, porque estoy seguro de que esta
experiencia te marcará.

Ya la está marcando, y todavía no ha corrido.

Alguien le da un golpecito por la espalda y eso le borra de un plumazo todos sus pensamientos. Se vuelve y se encuentra a un chico un poco mayor que ella, con los dos brazos amputados a la altura del codo aunque por debajo de él.

—Oye, ¿te importa rascarme la nariz? —le pide.

Es guapo. Más aún: es un guaperas. Ojos azules, cabello trigueño, nariz recta, labios dibujados por el cincel de una mano celestial. No tiene que pensárselo ni un segundo para determinar que es del equipo de natación. Hombros muy anchos, cuerpo musculoso que ni siquiera el traje logra ocultar...

—¿Que te rasque? —no acierta a comprender.

—Me pica mucho, por favor... Va.

Sabe que puede frotarse la nariz él mismo, que el muñón no se lo impide. Y, sin embargo, no reacciona a tiempo ni se imagina nada, así que lo hace, con sus uñas.

—A la derecha... más a la punta... Así, así... Ahora un poco más arriba...

Las carcajadas de sus compañeros estallan y Edurne dirige el foco de su mirada hacia ellos. Todos son parecidos, altos, fornidos. Una suerte de muestrario masculino para elegir.

Uno sostiene las dos prótesis del doble manco.

—¡Vale, Marcos!

—¡Ligón!

—¡Siempre lo consigue!

Edurne no se enfada. Trata de seguir el juego.

—¡Cómo os reís de una pobre ciega!

Les corta la risa de cuajo.

—¡Anda ya, que vas a ser tú ciega! —exclama uno.

—Si pudiera veros bien ya os habría dado una patada en el trasero a cada uno.

El bromista se coloca sus dos prótesis articuladas. Sendos brazos con manos de goma. Tan sencillo como cambiarse de camisa.

—¿Me he puesto el derecho en el derecho y el izquierdo en el izquierdo? —levanta las prótesis para que se las examinen.

—Llevas la cabeza del revés —sigue Edurne.

—¡No eres ciega, lo has visto, te has dado cuenta! —aplaude el miembro del grupo que ha hablado antes.

Vuelven las carcajadas, pero el llamado Marcos ya no pierde el tiempo.

—Ven.

La saca fuera del círculo formado por ellos. Se la lleva a unos metros, sin que sus compañeros dejen de protestar y burlarse.

Pero ninguno interfiere en su maniobra. Edurne tampoco. De sentirse un poco cohibida a tener a alguien con quien hablar que no sea Ibai... Aunque sea un payaso como el tal Marcos.

Un payaso guapo.

—Ya estás a salvo —la suelta.

—¿Seguro?

—De esa panda de burros, sí.

—¿Y de ti?

—Conmigo estarás siempre a salvo, pequeña —le guiña un ojo mientras le examina los suyos atentamente.

—Retinosis pigmentaria —se limita a decir ella.

—Bracitis amputatis —expone él alargando sus dos brazos para rodearla con ellos.

—¿Qué haces? ¿Estás loco? —lo aparta riendo.

—No puedo dominarlos. Me los han puesto nuevos hace muy poco y van por su cuenta, es un asco. Yo creo que eran de un pulpo.

Se ríen un poco más, hasta relajarse del todo. Ya están solos, lo que deseaba él. Y Edurne no objeta nada. La espera en el aeropuerto es paciente. Es el momento de mirarse un poco mejor, y dejarse llevar como lo harían cualquier chica de dieciocho años y cualquier chico de veinte o veintiuno.

—¿En qué compites?

—Atletismo —dice ella—. Cien metros en categoría deficientes visuales, T12 Atletas B-3. ¿Y tú?

—¿Yo? Tiro con arco.

Edurne vacila lo justo. La sonrisa abierta de Marcos la desarma de inmediato.

—¡No me tomes el pelo!

—¡Competía en tiro con arco, pero mataba a todos los entrenadores, y hasta a mis competidores! —insiste él—. Ahora soy nadador.

—Apuesto a que empiezas a soltar gansadas, haces reír a los rivales y tú ganas de calle.

—Casi. Pero no me hace falta decir gansadas. Voy a arrasar,

¿sabes?

—¿En serio?

—Me llaman el Mark Spitz —bravuconea sin el menor reparo y con desparpajo.

—La humildad, ¿la has facturado en la maleta o te la has dejado en casa?

—Cuando se es como yo, es muy difícil ser humilde.

—¿Y cómo eres tú?

—Voy a conseguir siete medallas de oro, ¿qué te apuestas?

Mark Spitz lo hizo en las Olimpíadas de 1972. Siete oros.

Nadie le ha superado jamás. Edurne entiende su apodo.

—¿Tienes posibilidades, tío chulo?

—¿Te casarás conmigo si lo consigo?

—Ya entiendo. Te hace falta una motivación, un acicate.

—Tú lo has dicho. Yo gano siete medallas y anuncio que lo he hecho por amor. Seremos la noticia de los Juegos.

—¿Y cuándo te has enamorado tú de mí?

—Nada más verte, antes de pedirte que me rascaras la nariz.

Es divertido. Fantasma, pero divertido. Un amigo. El primero.

—Me llamo Edurne —se presenta.

—Yo Marcos, ya lo has oído. De ahí también lo de Mark Spitz.

Ella no sabe si darle la mano. No tiene ni idea de cómo se saluda a un manco, aunque tenga prótesis en ambas extremidades. Pero él lo resuelve acercando su rostro al suyo para besarla en las mejillas. Al hacerlo Edurne nota que la aspira, que absorbe su aroma como si fuera una droga. Y también siente los dos besos con fuerza. No son roces. Son besos en los que los labios se hunden en su carne recuperada.

No se disgusta.

—¡Bien! —suspira feliz el nadador—. ¡Y ahora cuéntame de ti, Edurne!

Todo un personaje.

Lo mejor para quemar el tiempo de la espera, el viaje, la tensión...

2

De pronto, por los altavoces del estadio, resuena el nombre en inglés.


Spain!

Y se ponen en marcha.

Desembocan en el estadio por la puerta de acceso, siguiendo la estela de las muchas delegaciones que ya les preceden y antecediendo a las que esperan por detrás. En total, esta vez son 145

países, un nuevo récord, con más de 4000 deportistas paralímpicos. España, con más de 250 participantes, uno de los grupos más numeroso, aspira a situarse entre los diez países con más medallas. Es una potencia en los Paralímpicos. Se ha llegado al séptimo lugar en citas anteriores.

Edurne camina y entra en la pista del estadio. La misma por la que correrá ella en unos días.

¿Cuántas veces ha soñado desfilar en una ceremonia inaugural de unos Juegos? ¿Cuántas veces se ha visto así en sus fantasías más íntimas? Lo que siente no tiene casi dimensión. No puede explicarlo con palabras. Es eso: un sentimiento. A veces la ahoga y a veces se le dispara, a veces la tensa y a veces la libera. No puede ver bien el ambiente, focalizar debidamente las gradas, pero lo nota a su alrededor. Adrenalina pura en dosis entusiastas. Sillas de ruedas, entrenadores guiando a sus atletas ciegos, personas que en sus ciudades tal vez causen pena o indiferencia y que allí son las estrellas...

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