Los ojos del alma (3 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato

BOOK: Los ojos del alma
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—Bien.

—No lo parece.

—Necesito descansar —miente.

Y Antonio sabe que miente.

—Paso a por ti y vamos a alguna parte.

—No —se precipita.

—Tenemos que hablar, cariño. No puedes...

—Sí puedo —le interrumpe.

—Nadie puede cargar en solitario sobre sus hombros todo lo que le cae encima. Para eso están los demás, la familia, los amigos, la persona que te ama...

—Antonio, no me lo hagas más difícil.

—¡Te lo hago fácil!

—¿Estás seguro?

—Dijimos que lo compartiríamos todo.

—Lo bueno.

—¡No hablamos de nada en concreto, y eso es absurdo! ¿Lo bueno? La vida no es eso. La vida es todo, lo bueno, lo malo, lo t

gris... Todo.

—Eso fue hace un millón de años.

—No, fue hace apenas unas semanas.

Cierra los ojos y lo recuerda. Antonio fijándose en ella, despertando al amor, y ella abriendo el corazón, igual que una esponja capaz de absorberlo. De repente, parece que no hay nada más, y le duele hasta respirar. El aire pesa. Su mejor amiga, Nahia, insiste e insiste aunque no sea necesario. Siempre pensó que se enrollaría con un saltador de pértiga, o con un mediofondista, y lo hace con alguien que no tiene nada que ver con el mundo del deporte.

Ése es Antonio.

El hombre con el que iba a compartir la gran carrera de la vida.

Edurne abre los ojos temblando al estallarle en la cabeza esa palabra: «iba».

—Voy a quedarme ciega —se lo dice despacio, para que él lo asimile.

—¡No digas eso! ¡Es degenerativo, sí, pero no hay un tiempo prefijado! ¡Yo también sé leer y preguntar cosas!

—Es irreversible.

—¿Vas a autodestruirte? ¡No sólo me necesitas tú, yo también te necesito!

Apasionado, tierno, feliz, sonriente, capaz de escribir un poema de amor o de gritar como un loco desde la grada para animarla en una carrera. Antonio es distinto. Distinto a cualquiera que haya conocido antes. Le necesita, es cierto, pero en este momento no quiere arrastrarle a lo que considera una condena. La ofuscación le domina.

—Dame tiempo, Antonio —le suplica.

—No puedo —se mantiene firme él—. No se trata de tiempo. Se trata de seguir viviendo y de aferrarse a lo que se tiene. No puedes encerrarte en casa, y lo sabes.

Es tan cierto que Edurne siente ira.

La impotencia de la desesperación.

—Entonces, es que no quiero ver a nadie, ¿lo entiendes? ¡A nadie, Antonio!

—¡No te hagas eso!

Ya es tarde. Se lo hace. Aparta el teléfono de su oído y, con el pulgar, corta la comunicación. Luego, vuelve a abrirla para que dé señal de comunicar si él insiste de nuevo. Está temblando como una hoja. Y se pregunta qué ha hecho, qué ha hecho, qué ha hecho.

Hace unos meses, sin correr, hubiera jurado que no era nada.

Hace unas semanas, sin Antonio, hubiera jurado que no podría vivir. Ahora, sin correr y sin Antonio, la ceguera mental es más absoluta que la visual.

Y todavía le queda hablar con Naroa, con su entrenador, con Nahia...

Las paredes de su habitación no son lo bastante gruesas para sentirse aislada y a salvo.

5

Con la lupa, los rasgos de Antonio en la foto cobran una nueva dimensión. Sus diecinueve años son formidables. Es alto, cabello negro, ojos marrones, mandíbula cuadrada, nariz poderosa, nuez muy salida. Lo que más le gustó de entrada fue su sonrisa. Lo que más la enamoró luego fueron su voz, sus palabras, el ánimo y el aliento de su vitalidad. Cuando se enrollaron, todos coincidieron en que eran tal para cual, la mejor pareja, ávidos de vida y de pasión por vivirla.

Antonio trabaja en una pequeña revista donde hace de todo, desde escribir cuando es necesario hasta maquetar o ilustrar, si se tercia. La entrevistó después de ganar los campeonatos locales y ya no se han separado.

¿Cómo será la vida sin él?

Deja la fotografía sobre la mesa de su habitación y la lupa, a su lado. Se pasa la lengua por los labios, como si en ellos quedaran huellas de todos los besos de Antonio. De pronto, sabe que le ama más que a casi todo, exceptuando lo que siente al correr por la pista. O tal vez igual, porque ambas son las sensaciones más intensas que ha experimentado jamás. Correr y querer.

Cuando corre, la impulsa el deseo de superación, la meta de ganar o batir un récord. Cuando ama, lo que busca y siente es la totalidad. No hay una meta, no hay un récord. Lo que cuenta es el momento, la caricia, el beso, la mirada...

La mirada...

Justo lo que ella está a punto de perder.

Le duelen partes de su cuerpo que ni siquiera sabía que existían, así que se levanta.Vuelve a ser un perro enjaulado. La habitación ya le pesa, pero en el exterior está el mundo que ha cambiado. ¿O lo ha hecho ella? El mundo que la mirará con lástima, algo que aborrece; el mundo que la mirará con cariño y no por sus éxitos deportivos sino por su fracaso absoluto; el mundo formado por las sonrisas de pena y algunas lágrimas de sincero dolor con las que habrá de convivir hasta que deje de verlas, aunque es probable que todavía las sienta, porque la ceguera aviva los otros sentidos...

Y es que, haga lo que haga, ese mundo, a ella le va a doler.

—¿Edurne?

—Sí, papá.

—¿Puedo entrar?

Vacila. Si le dice que está desnuda le contestará que se vista y esperará. Se siente atrapada, acorralada sin remisión. Pero es su padre, y es el que está más de su parte aunque también sea el más firme. Su padre también tiene una historia a sus espaldas, un pasado duro, y antes lo tuvieron el abuelo Mariano y el bisabuelo Gorka, los dos masacrados en la guerra.

June quiere escribir la historia de la familia.

—Pasa.

El hombre entra en la habitación. Cierra la puerta. Mala señal. No es algo corto, sino largo. Edurne intuye, sabe lo que va a decirle, y es al único que no puede pedirle que no lo haga, que se vaya y la deje en paz. Cuando empezó a correr, la apoyó.

Cuando empezó a destacar, le dio absoluta libertad. Su madre veía con reticencias que se dedicara al atletismo. Opinaba que

«las mujeres que hacían deporte perdían la feminidad y se convertían en marimachos sin formas, puro hueso y con talante masoquista, porque en una carrera competían muchas y sólo podía ganar una». Su padre en cambio entendía que ganar no lo era todo, y que la superación personal era tan o más importante que las medallas. El atletismo es una filosofía de vida, como el montañismo, el ajedrez o el luchar contra la caza de ballenas en una lancha de Greenpeace.

—Ven, siéntate —ocupa la parte inferior de la cama y le deja la superior.

Le obedece. Calla y espera.

Está tranquila.

—Edurne... —le cuesta hablar, se le nota. A sus ojos les orla una sombra de preocupación y tristeza—. Tú nunca has sido cobarde, hija.

—Y no lo soy —acepta el debate.

—Hace dos años, en aquellos campeonatos, ¿recuerdas?

Habías estado enferma, una semana en cama a causa de la gripe, no estabas en condiciones de competir. Y, sin embargo, fuiste.

Luego, en la final, tu tiempo fue el peor. Te viste condenada a ser la última. Pero te rebelaste. Dijiste que nunca llegarías la última en una carrera y lo cumpliste. Te esforzaste al máximo y fuiste séptima. Luego lo celebraste como si hubieras ganado, porque para ti era algo importante, un reto tan grande como vencer.

—Y después vomité y casi me da algo.

—Pagamos un precio por todo. El tuyo fue pequeño. Competir y ganar es una cosa. Competir y quedar en paz con uno mismo es otra. Lo que me demostraste aquel día fue algo más que una prueba de tu tesón. Me demostraste que nada ni nadie podría contigo y me sentí muy orgulloso por ello.

—Esto es distinto.

—No, no lo es —negó su padre—. También forma parte de la vida. Cada día hay sorpresas, se nos atraviesan palos en las ruedas, tenemos que dar rodeos, cambiar, decidir...

—¿Y cuando deciden por ti?

—La última palabra siempre la tienes tú.

—Papá, no puedo actuar como si tal cosa, como si nada sucediera, porque no es así: ha sucedido.

—Entonces cuanto antes reacciones, antes saldrás de ello.

—¿Salir? —forzó una sonrisa amarga—. ¿Cómo quieres que salga de esto?

—La muerte es lo único que no tiene salida.

—Papá, las palabras son muy bonitas, y las frases épicas, más; pero con ellas no se hace nada. Háblale a un muerto de hambre en África con palabras hermosas y te pedirá comida y menos chorradas.

—Un muerto de hambre en África no tiene dónde buscar comida. Tú sí tienes dónde encontrar fuerzas.

La habitación tiene la persiana bajada. Hay luz, pero no claridad. Desde que el médico le dijo que la luz podía convertirse en una enemiga, la teme. Así que mira a su padre a través de ese túnel que, poco a poco, irá limitando más su visión. Acaba de cumplir cincuenta años y es un hombre sereno, reflexivo. Siempre ha vivido y ha dejado vivir.

—¿De verdad te sentiste orgulloso el día de aquella carrera?

—Si te lo hubieras propuesto, incluso habrías acabado sexta, o quinta.

—Sí, hombre —resopla levantando la comisura del labio.

—Te bastó con superar a una para no llegar la última. La mirabas a ella y sólo a ella. Pero no te diste cuenta de que tenías a la que iba por delante de ti a un par de zancadas. Te conformaste con cumplir tu palabra y fue genial. Pero si hubieras mirado hacia adelante...

Mirar hacia adelante.

—Papá, necesito tiempo.

—No lo tienes.

Es duro, y ahí lo demuestra. Edurne parpadea.

—No puedo salir ahora y...

—Al contrario, debes salir ahora —asiente él—. De entrada sigue estudiando, porque sólo desde la cultura entendemos el valor de la lucha. Y de salida... ¿quién te ha dicho que debas dejar el deporte?

—Lo dice la lógica, papá.

—Eres una velocista. Los cien metros lisos son eso: cien metros lisos, y en línea recta. La meta está al final. Te basta con mirar a ella fijamente y correr.

—Eres alucinante.

—No, no lo soy —niega con la cabeza—. Pero soy tu padre y te quiero más que a nadie, y te daría mis ojos si con ello te ayudara —suspira con dolor—. Como no puedo dártelos, lo que sí te doy es lo que yo sé. No se trata de consejos. Se trata de experiencia. Pero la mía está basada sobre todo en ti, en lo que te conozco y en lo que sé que tienes aquí y aquí —señala su frente y su pecho a la altura del corazón.

Se siente agotada. Una parte de sí misma quiere salir y rebelarse. La otra le dice que es inútil. Y todavía gana la segunda. Se acerca a su padre y le abraza. Es lo único que puede hacer.

—Has de intentarlo, hija —escucha su voz ahogada por la proximidad—. Sólo te costará más.

¿Sólo?

6

La llegada de Naroa retumba en su fuero interno.

Ha temido el momento toda la semana, desde la visita al médico y la expansión de la noticia. Ha temido verse cara a cara con ella, tanto si era a solas como si era en compañía de su padre, su madre y June. Ha temido tanto que se siente vulnerable y por esa misma razón, furiosa e irascible. Naroa es distinta.

Es el espejo, el modelo, y más, mucho más que una hermana mayor a la que seguir e imitar. Naroa es... Naroa.

Un ser situado fuera de toda dimensión.

June y ella se llevan cinco años, los mismos que ella y Naroa.

Una extraña sincronización. Pero de la misma forma que hay una complicidad entre las primeras, existe una rivalidad entre las segundas. Edurne ha mirado siempre a Naroa con envidia, en todos los sentidos. Es más guapa, tiene más carácter, es más inteligente, es una triunfadora que no necesita mucho para conseguir sus propósitos... A veces Edurne piensa que no compite contra sus rivales en la pista, sino contra Naroa en la vida, y ésa es una muy, muy larga carrera sin fin. A veces piensa incluso que empezó a probar suerte en el atletismo para ser diferente, hacer algo que Naroa no pudiera hacer; y su éxito es su voluntad de hierro frente a la superación constante de su hermana mayor, doña Perfecta.

El avión ha llegado con retraso de Barcelona. Nada extraño, y más en viernes. Su padre ha ido a recogerla. Ella espera en casa, en su habitación, aún encerrada. Sabe que el encuentro es inminente. El problema de «no ver bien» se ha terminado. Ahora es un caso médico, con nombres y apellidos, y teme tanto que Naroa trate de darle fuerzas e infundirle ánimos como que se ponga a llorar, porque no resistirá ni una cosa ni la otra.

Entonces, ¿qué espera?

Escucha la llegada con el corazón acelerado. Tiene la puerta entornada. Su madre y la recién llegada se abrazan. Luego le toca el turno a June. También escucha el breve diálogo.

—¿Y Edurne?

—En su habitación. No quiere salir. Estoy muy preocupada.

—Es lógico. Déjala tranquila unos días, no la agobies.

¿Cuándo se ha puesto Naroa de su parte?

Quizás más veces de las que recuerde.

¿Será que, en el fondo, la quiere más de lo que piensa a pesar de su rivalidad como hermanas?

—Voy a llamarla.

—No, mamá. Ya voy yo.

Los pasos de Naroa se acercan a la puerta, y ella corre a sentarse en su silla, frente al ordenador apagado. Abre un libro y coge la lupa con la que ya se ayuda. Cuenta uno, dos, tres...

—Edurne, ¿puedo pasar?

—Sí.

Naroa es un poco más alta. Rebasa uno o dos centímetros el metro setenta, mientras que ella se queda a las puertas por un centímetro. Estudiar en Barcelona, lejos de todo, le sienta bien.

Los fines de semana que hace el viaje para estar con ellos van mostrando su cambio. Cada vez más mujer. Cada vez más sobria.

En su adolescencia, Edurne, todavía niña, la admiraba, pensaba que todos los chicos tenían que estar colados por su persona.

Con ella, no quiere llorar. Con ella, va a ser fuerte. Tal vez hubiera sido mejor salir y estar con los demás, demostrarle que no está mal, que...

—Hola.

—¿Qué tal el viaje?

Naroa cruza la habitación y la abraza. Es un gesto cálido y espontáneo. Edurne entiende que su pregunta ha sido absurda.

«¿Qué tal el viaje?». Es la menos trivial de todas sus idas y venidas. Está allí, porque la familia tiene un problema.

Y nunca se han fallado.

—¿Cómo estás?

—Bien —se encoge de hombros.

—Entonces ¿por qué te has encerrado aquí? —es directa.

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