—Te quería con locura, Hortense. Soy testigo de ello. A veces incluso me sentí celosa de ese lazo entre vosotros. Me sentía dejada de lado, con Zoé. Nunca miró a Zoé como te miró a ti.
—Al final ya no se soportaba. Bebía, se dejaba llevar, creía que no lo veía, ¡pero yo lo veía todo! Ya no soportaba en qué se había convertido: en un fracaso ambulante. Ya este verano, hubo momentos en los que era lamentable. ¡Por eso es mejor así!
Se mantenía derecha, en el borde de la cama. Joséphine se quedó a distancia, dejándola evacuar su pena como podía, con las palabras con las que quería expresar su tristeza.
De pronto se volvió y se enfrentó a su madre.
—Pero no quiero oír ni hablar, NI HABLAR, escúchame bien, de vivir como cuando él estaba en el paro. No quiero volver a sufrir eso ¡nunca más! ¿Te pasaba dinero?
—Bueno, sabes…
—¿Te daba dinero o no?
—No.
—Entonces, ¿podemos vivir sin él?
—Sí.
Con la condición de que se quede con el dinero del libro, pensó Hortense mirando a su madre. No es seguro que lo haga, que reivindique, que reclame.
—¿No vamos a volver a ser pobres?
—No, cariño, no vamos a volver a ser pobres, te lo prometo. Me siento con fuerzas para luchar por vosotras dos. Siempre he tenido esa fuerza. Nunca para mí, pero sí para vosotras.
Hortense la miró dubitativa.
—Zoé no debe enterarse, eso seguro. No debe enterarse… Zoé no es como yo. Habrá que decirle las cosas con cuidado. Pero eso te lo dejo a ti, que eres la experta…
Joséphine esperó y dijo:
—Se lo diremos poco a poco, llevará el tiempo que haga falta, aprenderá a vivir sin él.
—Ya vivíamos sin él —concluyó Hortense levantándose—. Bueno, no tiene nada que ver, pero yo tengo que preparar mi selectividad.
Joséphine abandonó la habitación sin decir nada y volvió a la cocina donde Mylène, Gary y Zoé estaban esperándola.
—Mylène… ¿puede quedarse a cenar con nosotros? Di que sí, mamá, di que sí…
—Creo que voy a volver al hotel, cariño —dijo Mylène besando en el pelo a Zoé—. Estamos todos muy cansados. Mañana me espera un día muy duro…
Dio las gracias a Joséphine, besó a Zoé. Parecía emocionada. Las miró por última vez, diciéndose: puede que no vuelva a verlas nunca más, nunca más.
* * *
A finales de junio, Hortense y Gary pasaron los exámenes de selectividad.
Joséphine se había levantado pronto para prepararles el desayuno. Preguntó a Hortense si quería que la acompañase, y le respondió que no, eso le minaría la moral.
Hortense volvió, el primer día, satisfecha, el segundo también, y la semana pasó sin temblores ni angustias. Gary era más flemático pero no parecía preocuparse. Había que esperar hasta el 4 de julio para conocer los resultados.
Shirley no vino a acompañar a su hijo. Había decidido instalarse en Londres y buscaba piso. Llamaba todos las noches. Gary se fue con ella en cuanto terminaron los exámenes.
Zoé pasó al curso superior en el cuadro de honor. Alexandre, también. Philippe los llevó a los dos a montar a caballo a Evian. Se cruzó con Joséphine el día de la partida en el andén de la estación, y la emoción que leyó en su rostro la conmovió. Él le tomó la mano y le preguntó «¿qué tal?». Ella comprendió: ¿sigues enamorada? Y respondió sí. Él le besó la mano y murmuró:
«Forget me not!».
[21]
Sintió unas ganas terribles de besarle.
Zoé no había vuelto a preguntar por su padre.
Hortense había llamado a la periodista de
Gala
y había obtenido unas prácticas de tres semanas como attrezzista en las sesiones de fotos. Salía a trabajar todas las mañanas, echando pestes contra el transporte público que le robaba todo el tiempo y repitiendo «pero ¿cuándo nos vamos a mudar, ahora que Shirley no está?, ¿qué esperamos para instalarnos en París?». Joséphine pensaba cada vez más en ello. Empezó a visitar pisos al lado de Neuilly para que Zoé no perdiese a todos sus amigos. Hortense había declarado que Neuilly le iba muy bien. «Hay árboles, un metro y autobuses, gente bien vestida y bien educada, ya no tendré la impresión de vivir en una reserva, de todas formas me voy a ir en cuanto tenga la selectividad, me iré a vivir lejos de aquí».
Había dejado de hablar de su padre. Cada vez que Joséphine preguntaba «¿estás bien, cariño, estás segura de que estás bien? ¿No quieres hablar de ello?», se encogía de hombros, exasperada, y añadía «ya nos hemos dicho todo, ¿no?». Había pedido que sacaran la tele del trastero, ahora que los exámenes habían pasado. Quería ver los programas de moda en las cadenas de pago. Joséphine se abonó como le pidió Hortense, contenta de ver a su hija pensando en otras cosas.
Fue ahí, un domingo de mediados de junio, estando sola en casa, mientras Hortense había salido y, esperando a que volviese, cuando Joséphine encendió la televisión. Hortense le había dicho: «Mira la Tres esta noche, puede ser que me veas… No te lo pierdas, no durará mucho».
Debían de ser las once y media de la noche y estaba pendiente de cada ruido en la escalera. Le había dado dinero para que volviera en taxi, pero era superior a sus fuerzas, no le gustaba que fuera por ahí sola de noche. Sola en el taxi, sola en las afueras, sola en la escalera. Cuando Gary la acompañaba, era distinto. Sólo por eso estará bien que nos mudemos. Neuilly es tranquilo, muy tranquilo. Me preocuparé menos cuando salga por la noche…
Miraba distraída a la pantalla, pulsando los botones del mando para cambiar de cadena, volviendo a la Tres por si veía a Hortense. Luca le había propuesto: «Puedo ir a hacerle compañía si quiere, ¡me portaré bien!». Pero no quería que su hija la viese en compañía de su amante. Todavía no conseguía mezclar sus dos vidas. La vida con Luca y la vida con sus hijas.
Cambió de cadena y creyó ver a Hortense. Se incorporó. Era Hortense. La entrevista apenas acababa de empezar. Su bija se comía la cámara. Estaba guapa, natural. Parecía muy cómoda. La habían maquillado, peinado, y parecía mayor, más madura. Joséphine soltó un grito de admiración. Se parecía a Ava Gardner. El animador la presentó, dijo su edad, explicó que acababa de examinarse de selectividad…
—¿Ha ido bien?
—Eso creo. Sí —dijo Hortense con los ojos brillantes.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
Ya está, pensó Joséphine. Ahora contará sus ganas de dedicarse a la moda, evocará sus estudios el próximo año en Inglaterra, preguntará si algún diseñador no estaría interesado por su talento. Cuánto me supera en audacia. Es tan eficaz, tan precisa. Sabe exactamente lo que quiere y no se anda con falsos pretextos. Escuchó a su hija hablar, en efecto, de su deseo de entrar en el mundo tan cerrado de la moda. Procuró subrayar que se iba, en octubre, a estudiar a Londres, pero que si un diseñador parisino quisiese contratarla para unas prácticas en julio, agosto y septiembre, estaría encantada.
—Pero no ha venido sólo por eso —le interrumpió el presentador con un tono seco.
Era el mismo que había rapado a Iris. Joséphine fue asaltada de repente por una terrible sospecha.
—No. He venido para hacer una revelación en relación con un libro —vocalizó Hortense con sumo cuidado—. Un libro que ha tenido un gran éxito recientemente,
Una reina tan humilde…
—Y ese libro, según usted, no habría sido escrito por su presunta autora, Iris Dupin, sino por su madre…
—Exactamente. Ya se lo he demostrado enseñándole el ordenador de mi madre, en el que se encuentran todas las versiones sucesivas del libro…
¡Por eso no lo encontraba esta mañana! Lo he buscado por todos lados. Había terminado pensando que lo había olvidado en casa de Luca…
—Y debo añadir —prosiguió el presentador-que hemos hecho venir a un notario, antes de la emisión, que ha podido constatar que el ordenador contenía efectivamente las diferentes versiones del manuscrito y que pertenecía a su madre, la señora Joséphine Cortès, investigadora en el CNRS…
—Especialista del siglo XII, que es precisamente el periodo tratado en el libro…
—Así pues, ese libro no habría sido escrito por su tía, pues hay que recordar que Iris Dupin es su tía, sino por su madre.
—Sí-afirmó Hortense con tono firme, los ojos clavados en la cámara.
—¿Sabe usted que esto va a producir un terrible escándalo?
—Sí.
—Quiere usted mucho a su tía…
—Sí.
—Y, sin embargo, se arriesga usted a destrozarla y a destrozar su vida…
—Sí.
Su calma no era una fachada. Hortense respondía sin dudar, sin sonrojarse, sin balbucear.
—¿Y por qué hace esto?
—Porque mi madre nos educa sola a mi hermana y a mí, porque no tenemos mucho dinero, porque se mata a trabajar, y me gustaría que los muchos derechos de autor que genera el libro fuesen para ella.
—¿Hace usted esto únicamente por el dinero?
—Primero lo hago para hacer justicia a mi madre. Y después, por el dinero. Mi tía, Iris Dupin, lo ha hecho para divertirse, seguramente no se esperaba que el libro consiguiera un éxito como el que ha tenido, encuentro justo devolverle al César lo que es del César…
—¿Cuando habla usted del éxito del libro, puede darnos cifras?
—Por supuesto. Quinientos mil ejemplares vendidos hasta hoy, cuarenta y seis traducciones y los derechos de la película adquiridos por Martin Scorsese…
—¿Se siente usted perjudicada?
—Es como si mi madre hubiese comprado un billete de lotería y mi tía hubiese cobrado el premio… Sólo que un billete de lotería se compra en treinta segundos, mientras que el libro a mi madre le ha costado casi un año escribirlo, y representa años y años de estudios. Creo que es justo recompensarla…
—En efecto —declaró el presentador—, de hecho ha venido usted acompañada por un abogado, el señor Gaspard, que representa también a numerosas estrellas del espectáculo, como Mick Jagger. Abogado Gaspard, díganos, ¿qué podemos hacer en un caso como este?
El abogado comenzó entonces un largo discurso sobre el plagio, el trabajo de negro, los diferentes casos de juicios que conocía, que había llevado. Hortense le escuchaba, derecha, la mirada siempre dirigida hacia la cámara. Llevaba una camisa Lacoste verde que destacaba el brillo de sus ojos, los reflejos cobrizos de su larga cabellera, y la mirada de Joséphine cayó sobre el pequeño cocodrilo que adornaba su pecho.
Después de que el abogado hablase, el presentador se dirigió una última vez a Hortense, que concluyó evocando la brillante carrera de su madre en el CNRS, sus trabajos sobre el siglo XII, su extrema modestia que volvía a su hija loca de rabia.
—Sabe —concluyó Hortense—, cuando se es un niño, y yo era aún una niña no hace mucho tiempo, necesitamos admirar a nuestros padres, pensar que son fuertes, los más fuertes. Los padres representan una barrera contra el mundo. No queremos saber si son débiles, si están desamparados, si dudan. No queremos saber siquiera si tienen problemas. Necesitamos sentirnos seguros cerca de ellos. Yo siempre he sentido que mi madre no era lo bastante sólida para hacerse respetar, que toda su vida le pasaba por encima. Es lo que he querido hacer esta noche: protegerla a su pesar, ponerla en lugar seguro, que nunca le falte de nada, que deje de romperse la cabeza preguntándose cómo va a pagar el piso, los impuestos, nuestros estudios, la comida diaria… Hoy, si he roto el secreto, ha sido únicamente para proteger a mi madre.
La sala entera aplaudió.
Joséphine miraba fijamente a la pantalla con la mandíbula desencajada de sorpresa.
El presentador sonrió y, volviéndose de nuevo a la cámara, se dirigió a Joséphine felicitándola por tener una hija tan fuerte, tan lúcida.
Después, a modo de broma, añadió:
—¿Y por qué no le dice «te quiero» cuando está frente a ella? Sería más fácil que venir a decirlo a la televisión. Porque es una auténtica declaración de amor lo que acaba de hacer.
Durante un instante, Hortense pareció dudar, después se repuso.
—No puedo. Cuando estoy frente a mi madre, no puedo. Es más fuerte que yo.
—¿Y, sin embargo, la ama?
Hubo un momento de silencio. Hortense apretó los puños colocados sobre la mesa, bajó los ojos y dejó escapar en voz baja:
—No sé, es complicado. Somos tan diferentes…
Después se irguió y, apartando un gran mechón de pelo, añadió:
—Sobre todo estoy enfadada con ella por toda esa infancia que no he tenido, ¡esa infancia que me ha robado!
El presentador la felicitó por su valor, le agradeció haber venido, dio las gracias al abogado y presentó al invitado siguiente. Hortense se levantó y dejó el plató de televisión entre aplausos.
Joséphine permaneció un momento sin moverse en el sofá. Ahora todo el mundo lo sabe. Se sintió aliviada. Acababa de recuperar la propiedad de su vida. Ya no tendría que mentir, que esconderse. Iba a poder escribir. Con su nombre. Eso le daba algo de miedo pero se dijo también que no tendría ningún pretexto para no intentarlo. «No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas». Era el viejo Séneca el que había dicho eso. Era la primera cita que había copiado cuando empezó sus estudios. Lo había hecho para darse valor… Y he aquí, se dijo, que voy a atreverme. Gracias a Hortense. Mi hija es la que me mete el pie en el estribo. Mi hija, esa extraña a la que no entiendo, me fuerza a ponerme en marcha.
Mi hija, que no respeta ni el amor ni la ternura ni la generosidad, mi hija, que aborda la vida con un cuchillo entre los dientes, me hace un regalo que nunca nadie me hizo: me mira, me sopesa y me dice, vamos, recupera tu nombre, escribe, ¡puedes hacerlo! ¡Mantente firme y adelante! A lo mejor, murmuró Joséphine, resulta que me quiere, me quiere. A su manera pero me quiere…
Su hija iba a volver, se encontrarían frente a frente. No debo llorar ni besarla. Todavía era demasiado pronto, lo sentía. La había defendido, en la tele, delante de todo el mundo. Le había devuelto lo que le pertenecía. ¿Significa eso que me quiere un poco a pesar de todo?
Permaneció sentada, un largo instante, reflexionando sobre la conducta que convendría adoptar. Los minutos pasaban. Podía oír girar la llave en la puerta, podía escuchar las primeras palabras de Hortense, ¿todavía estás levantada, no te has acostado, estabas preocupada por mí? ¡Mi pobre madre! ¿Qué te he parecido? ¿Estaba guapa? ¿Interesante? Tenía que decirlo, otra vez te iban a tomar el pelo… ¡Estoy harta de que te tomen el pelo! Se iría a su habitación y se encerraría.