Los ojos amarillos de los cocodrilos (63 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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—Allí estaré.

Y colgó.

Joséphine permaneció aturdida. Era la primera vez que oía hablar a Luca con esa voz firme, imponente. No estaba segura de tener ganas de volver a verle. Había borrado su número de teléfono de la agenda de su móvil.

Se encontraron en la parada del autobús. Luca la cogió del brazo y, arrastrándola con mano firme, buscó con la mirada un café. Cuando vio uno, acentuó la presión de su mano sobre su brazo de forma que ella no pudiese soltarse. Avanzaba a grandes zancadas mientras ella trotaba para seguirle.

Se quitó la parka, pidió un café, preguntó a Joséphine con un gesto brusco del mentón lo que deseaba y, cuando se fue el camarero, cruzó los dedos y con voz temblorosa de cólera preguntó:

—Joséphine… Si yo le digo: «Dulce Cristo, Buen Jesús, de la misma forma que te deseo, de la misma forma que te rezo con todo mi corazón, dame tu amor santo y casto, que me llene, me tome, me posea por completo. Y dame la señal evidente de tu amor, la fuente abundante de las lágrimas que fluyen en continuo, y así esas lágrimas probarán tu amor por mí», ¿usted qué me dice?

—Jean de Fécamp…

—¿Y qué más?

Joséphine le miró fijamente y repitió: Jean de Fécamp.

—Joséphine… ¿Quién conoce a Jean de Fécamp, aparte de usted, yo y algunos iluminados?

Joséphine separó las manos en señal de ignorancia.

—¿Es usted de mi opinión, pues?

El camarero trajo los dos cafés; él preguntó cuánto debía, no quería que le volviesen a molestar. Sus ojos brillaban, estaba lívido, y apartó, con un gesto molesto, el mechón de pelo que le caía sobre los ojos.

—¿Sabe usted dónde he leído esa plegaria de Jean de Fécamp recientemente?

—Ni idea…

—En el libro de Iris Dupin,
Una reina tan humilde…
¿Conoce usted a Iris Dupin?

—Es mi hermana.

—Estaba seguro.

Dio un fuerte golpe sobre la mesa con la palma de la mano que hizo saltar el cenicero.

—¡¡Su hermana no ha podido inventárselo!! —rugió.

—Le presté algunas de mis notas para su libro…

—¡Ah! ¿Le prestó usted sus notas?

Parecía molesto por tomarle por un idiota.

—¿Recuerda usted, Joséphine, una conversación que tuvimos respecto a las lágrimas de san Benito y de la gracia de la compunción de la que se regocijaba, que le hacía llorar cada día tanto como deseara?

—Sí…

—Pues bien, siguiendo con
Una reina tan humilde
, la autora relata un episodio romántico durante el cual Benito vierte lágrimas que apagan el fuego que se ha declarado en la paja de su lecho mientras rezaba.

—Pero si esa historia está en todos los viejos incunables.

—No. Joséphine, no está en todos los viejos incunables como dice usted… ¿Y sabe por qué?

—No…

—Porque esa anécdota me la inventé yo. Para usted. ¡Parecía usted tan erudita que un día quise tomarle el pelo! Y voy y me la encuentro en un libro, en SU libro, Joséphine.

Hablaba cada vez más alto y sus ojos brillaban de cólera.

—Como me ha dejado usted tirado desde hace algún tiempo, he releído el libro de su hermana y hay dos o tres pasajes como ese que ella no ha podido encontrar en biblioteca alguna ¡porque vienen de aquí!

Golpeó su sien con el índice.

—No estaban en sus notas porque eran temas de conversación. Así pues, deduzco que ha sido usted la que ha escrito ese libro. Lo sabía, lo intuía…

Se agitaba en su silla, torcía y retorcía las mangas del jersey, se apartaba el flequillo, se humedecía los labios.

—En todo caso, Luca, esa noticia parece conmocionarle…

—Pues, sí, ¡me conmociona! Sentía apego por usted, imagínese… ¡Tuve esa debilidad! Por una vez que encuentro una mujer sencilla, dulce, reservada… ¡Por una vez que no leía «¿cuándo echamos un polvo?» en la mirada de una mujer! Estaba encantado con su timidez, con su torpeza, encantado de que usted continuara llamándome de usted, que me tendiese la mejilla para besarla, encantado de llevarla al cine para ver películas que usted no conocía, encantado de tomarla en mis brazos en el taxi de Montpellier, ¡no encantado de que me rechazase, pero casi!

Se irritaba, sus ojos se volvían negros, ardientes, hacía grandes gestos con los brazos, sus manos volaban por los aires, Joséphine se dijo que era un auténtico italiano.

—Había encontrado por fin una mujer inteligente, bonita, reflexiva, que daba importancia al hecho de que el hombre esperase antes de tirarse sobre ella. Y cuando desapareció, la echo de menos, retomo su libro, lo leo atentamente y ahí veo, oigo, siento a Joséphine por todos lados. La misma retención, la misma minuciosidad, el mismo pudor… Descubro, incluso, en qué personaje viviente se ha inspirado usted. ¿Yo no tengo un poco de Thibaut el Trovador, eh?

Joséphine bajó los ojos y se sonrojó.

—Gracias. ¡Es muy seductor! Y si consideramos el número de páginas que le dedicó usted, debía usted de apreciarme en aquella época… Lo sé, no debería decirle todo eso. Me desnudo ante usted pero me da igual. Me hacía usted tan feliz, Joséphine. Yo estaba sobre una nube…

—Entonces, ¿por qué me ninguneó cuando nos vimos en el desfile de Jean-Paul Gaultier? ¿Por qué no me responde cuando le hablo? ¿Por qué juega usted al bello indiferente?

Sus ojos se abrieron como platos y separó los brazos en señal de incomprensión.

—¿De qué está usted hablando?

—Del otro día, en el hotel Intercontinental. Sobre la pasarela. Me lanzó usted una mirada en forma de manguera contra incendios, ¡casi me muero! Me ignoró usted.

—¿Pero qué desfile?

—El desfile de Jean-Paul Gaultier en los salones del Intercontinental. Yo estaba en primera fila, usted desfilaba, soberbio y distante, yo le llamé, Luca, Luca, me miró y después me dio la espalda. Yo no era lo bastante… lo bastante…

Estaba irritada, no encontraba palabras. El sentimiento de abandono volvía y la herida se abría de nuevo. Sentía cómo las lágrimas llenaban sus ojos. Luca la contemplaba, en suspenso, pálido. Murmuraba Jean-Paul Gaultier, Intercontinental… de pronto se ir-guió y gritó:

—¡Vittorio! Fue a Vittorio a quien vio usted, no a mí.

—¿Quién es Vittorio?

—Escuche, Joséphine, tengo un hermano, un hermano gemelo que, como todos los gemelos, se parece a mí como dos gotas de agua… Es él el que es modelo, él a quien vio desfilar. No a mí.

—Un hermano gemelo…

—Uno idéntico. Fotocopia compulsada. Físicamente, porque en lo demás… Tengo la impresión de que mi hermano Vittorio se parece a su hermana Iris, se aprovecha de mí, me utiliza sin pudor, yo corro de un lado a otro para reparar sus estupideces. Un día es perseguido por una chica que pretende que él es el padre de su hijo, otra vez le detienen por posesión de cocaína y debo sacarle de allí, o me llama borracho perdido desde un bar, a las cuatro de la mañana, para que le vaya a buscar. Ya no soporta ser modelo, no soporta envejecer y pone todo su empeño en destruirse. Al principio, se sentía feliz, era dinero fácil. Ahora se da asco. Soy yo el que tiene que recoger los trozos y, forzosamente, los recojo, como forzosamente usted escribe y deja que su hermana firme su prosa.

—Era su hermano gemelo el que vi sobre la pasarela durante el desfile…

—Sí. Vittorio. Pronto será demasiado viejo para ejercer esa profesión. No ha ahorrado ni un céntimo y cuenta conmigo para que lo mantenga. Yo, que tampoco he ahorrado ni un céntimo. Sabe, tuvo usted una brillante idea cuando me rechazó: ¡no soy ningún regalo!

Joséphine le miraba atónita. ¡Un hermano gemelo! Entonces, como el silencio se prolongaba, pesaba entre los dos, se armó de coraje.

—Si le rechacé fue por una única razón… ¡Porque me parece usted tan guapo y yo me encuentro tan fea! No debería decírselo, pero ya que nos decimos todo, eso fue exactamente lo que pasó.

Luca la miró con la boca abierta.

—¿Cree usted que es fea?

—Sí. Fea, tonta, torpe, inepta… Y hacía mucho tiempo que un hombre no me había besado. Cuando nos encontramos los dos en el taxi, me moría de miedo…

—¿Miedo de qué?

Joséphine se encogió de hombros tímidamente.

—Me estoy curando, eso sí. He hecho progresos…

El tendió la mano hacia ella, le acarició la mejilla y, inclinándose hacia ella por encima de la mesa, la besó suavemente.

—¡Oh, Luca! —gimió Joséphine.

Su boca contra la suya, él susurró:

—¡Si supiese usted qué alegría encontrarla! Hablar con usted, caminar a su lado, llevarla al cine sin que me pidiese usted nada, sin que nunca ejerciese la menor presión sobre mí… Tenía la sensación de estar inventando la palabra «romance»…

—¿Por qué las mujeres se abalanzan sobre usted? —preguntó Jo sonriendo.

—Porque tienen prisa, son ávidas… Me gusta tomarme mi tiempo, me gusta soñar, imaginar lo que va a pasar, yo soy lento… Y, además, siempre está Vittorio haciéndome sombra.

—¿Ellas le confunden con él?

—A menudo. Y cuando les digo que no soy yo, que es mi gemelo, me preguntan, cómo es tu hermano, me lo presentas, crees que podría hacerme fotos yo también… Usted, usted parecía venir de fuera, no conocía nada de ese mundo, no me hacía ninguna pregunta. Era usted una deliciosa aparición…

—¿Una especie de Bernadette Soubirous?

Él sonrió y volvió a besarla.

La puerta del café se abrió. Una racha de viento gélido se coló en la sala. Joséphine sintió un escalofrío. Luca se levantó, posó su parka sobre los hombros de Joséphine, le puso la capucha sobre la cabeza y afirmó:

—Ahora se parece usted de verdad a Bernadette Soubirous…

QUINTA PARTE

—¿Ves cuando te decía que la vida es una compañera? Que hay que tomarla como a una amiga, bailar con ella, dar, dar sin contar, y que después ella te responde… Que había que hacerse cargo de uno mismo, trabajar para sí, aceptar los errores, corregirlos, ponerse en movimiento… Y entonces ella entra en tu baile. Baila contigo. Luca volvió a mí, Luca me habló, Luca me ama, Shirley…

Estaban las dos en el borde de la piscina de la casa de Shirley. En Mosquito. Una casa magnífica, moderna, inmensa. Cubos blancos con ventanales de cristal, de una modernidad y un estilo sorprendentes frente al mar. Dominando el mar, bordeando la terraza: una piscina. En cada habitación podría meterse mi piso, se decía Joséphine al levantarse por las mañanas, al abandonar su cama gigante de sábanas de satén, entrando en el comedor donde, ante un mar turquesa que cortaba la respiración, estaba preparado el desayuno.

—Vas a terminar por convencerme, Jo. Voy a ponerme yo también a hablar con las estrellas.

Shirley dejó caer su mano en el agua azulada de la piscina. Los niños dormían. Hortense, Zoé, Gary y Alexandre, que Joséphine se había traído con ellos. Iris había vuelto de Nueva York decepcionada, amarga, sombría. Se pasaba los días encerrada en su despacho. Joséphine ignoraba lo que había pasado en Nueva York. Philippe no le había dicho nada. La había llamado una vez para pedirle si podía llevarse a Alexandre durante las vacaciones de Navidad. Joséphine no había preguntado nada. Tenía la extraña sensación de que no era asunto suyo. Iris se había distanciado de ella. Ella se había alejado de Iris. Como si alguien hubiese cortado una foto de ellas dos y hubiese esparcido los trozos.

Miró la fachada de la casa de Shirley: un inmenso ventanal que se abría sobre la terraza en la que estaban sentadas. En el salón, sofás blancos, alfombras blancas, mesas bajas cubiertas de revistas, de catálogos, cuadros en las paredes. Un lujo sereno, refinado.

—¿Cómo hacías para vivir en Courbevoie?

—Yo era feliz en Courbevoie… Era algo distinto. Era una nueva vida, estoy acostumbrada a cambiar de vida, ¡lo he hecho tanto!

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Joséphine calló. Shirley hablaría cuando ella quisiera. Aceptaba los secretos de su amiga.

—¿Quieres que vayamos a ver los pececitos bajo el agua con los niños esta tarde? —preguntó Shirley volviendo a abrir los ojos.

—¿Por qué no? Debe de ser bonito…

—Cogemos gafas de bucear, nos sumergimos y los admiramos… Me sé los nombres de todos los peces. Voy a pedirle a Miguel que prepare el barco.

Hizo una seña a un hombre, que avanzó. Le habló en inglés y le pidió que preparase el barco y que cuidase de que hubiese gafas y tubos suficientes para todo el mundo. El hombre se inclinó y se fue. Aquí era donde debía de venir de vacaciones cuando pretendía ir a Escocia, pensó Joséphine.

Los días pasaban tranquilos, alegres. Zoé y Alexandre se pasaban el tiempo en la piscina o en el mar. Se habían metamorfoseado en pececillos dorados. Hortense se tostaba al borde de la piscina hojeando revistas de lujo que cogía de las mesas del salón. Joséphine había encontrado una caja de píldoras anticonceptivas entre sus cosas cuando buscaba un tubo de aspirina. No había dicho nada. Ya me hablará de eso cuando quiera. Confío en ella. No quería más enfrentamientos. Hortense había dejado de agredirla. Pero no se había vuelto precisamente tierna y amable…

Festejaron la Navidad en la terraza. En la serenidad de una noche estrellada. Shirley había colocado un regalo en cada plato. Joséphine deshizo su paquete y descubrió un brazalete Cartier.

Hortense y Zoé recibieron también otro. Alexandre y Gary tuvieron un portátil último grito. «Así podrás enviarme fotos y correos cuando estemos separados», murmuró Shirley al oído de su hijo mientras la besaba para darle las gracias. Tenía que agacharse para poder besarla. Había tanto amor en sus ojos cuando sus miradas se cruzaban.

Daban una fiesta en una casa vecina. Gary y Hortense preguntaron si podían ir. Shirley, tras haber consultado a Joséphine con una rápida mirada, les dio autorización, y se fueron tras dar el último bocado a la tarta. Zoé fue a acostarse, llevándose un trozo de tarta. Alexandre la siguió.

Shirley cogió una botella de champán y propuso a Joséphine bajar a su playa privada al pie de la casa. Se tumbaron cada una en una hamaca y miraron las estrellas.

Fue entonces cuando, sosteniendo su copa de champán en una mano, cubriendo sus pies con la punta del pareo, Shirley comenzó su relato.

—¿Conoces la historia de la reina Victoria, Jo?

—¿La abuela de Europa? ¿La que había colocado a cada uno de sus hijos y nietos en una familia real y que reinó cincuenta años?

—Esa misma.

Shirley hizo una pausa y miró a las estrellas.

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