Los ojos amarillos de los cocodrilos (64 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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—Victoria tuvo dos amores en su vida: Alberto, al que todo el mundo conocía, y John…

—¿John?

—John… John Brown. Un escocés que era su lacayo. El rey Alberto, su gran amor, murió en diciembre de 1861, tras veintiún años de matrimonio. Victoria tenía entonces cuarenta y dos años. Era madre de nueve hijos, la última de ellos tenía cuatro años. También era abuela. Era una mujer pequeñita, medía tres palmos, bastante corpulenta y con un carácter endiablado. Detestaba su oficio de reina, que practicaba a la perfección. Le gustaban las cosas sencillas: los perros, los caballos, el campo, los picnic… Le gustaban los campesinos, sus castillos, su té de las cuatro, jugar a las cartas, sestear a la sombra de un gran roble. Tras la muerte de Alberto, Victoria se encontró muy sola. Alberto siempre había estado a su lado para aconsejarla, ayudarla y, a veces, para reprenderla. Era Alberto quien le decía cómo comportarse, qué actitud adoptar. No sabía vivir sola. John Brown estaba allí, fiel, solícito. Muy pronto, Victoria no pudo pasarse sin él. La seguía allá donde fuese. La protegía, velaba por ella, la cuidaba, ¡incluso le libró de un atentado! Encontré cartas donde ella habla de él… Escribía: «Es extraordinario, lo hace todo por mí. Es a la vez mi lacayo, mi escudero, mi paje e incluso diría que mi asistenta, de tanto que cuida de mis abrigos y mis chales. Siempre es él el que conduce mi poni, el que se ocupa de mí fuera. Creo que nunca he tenido un criado tan servicial, fiel, cuidadoso». Es tan conmovedora cuando habla de él. Se diría una niña. John Brown tenía entonces treinta y seis años, la barba hirsuta, la lágrima fácil. Hablaba un inglés rudimentario y tenía modos bastante groseros. Pronto su complicidad se convirtió en un escándalo. Se la llamaba tanto Victoria como Mrs. Brown. La acusaron de haber perdido la cabeza, de estar loca. Su relación con él se convirtió en «el escándalo Brown». Las gacetas escribían: «El escocés vela por ella con los ojos de Alberto». Y es que, poco a poco, John Brown fue abusando. Desfilaba a su lado durante las ceremonias oficiales. Se había vuelto indispensable, ella ya no daba un paso sin él. Le nombró escudero, el primer escalón nobiliario, le compró casas que adornó de escudos reales, y le llamaba delante de todo el mundo «el mejor tesoro de mi corazón». Se encontraron billetes que ella le enviaba y que firmaba «
I can't live without you. Your loving one».
La gente estaba horrorizada…

—¡Se diría que hablas de Diana! —exclamó Joséphine, que había detenido el balanceo de su hamaca para no distraerse.

—John Brown empezó a beber. Se derrumbaba borracho perdido, y Victoria decía sonriendo «creo que he sentido un ligero temblor de tierra». Era el hombre de la casa. Se ocupaba de todo, dirigía todo. Bailaba con la reina en las fiestas reales y la pisaba sin que protestara. ¡Llegaron a llamarle Rasputín! Cuando murió, en 1883, se sintió tan desgraciada como cuando murió Alberto. La habitación de Brown permaneció intacta con su gran kilt extendido sobre un sillón, y ella colocaba, sobre su almohada, una flor fresca cada día. Decidió escribir un libro sobre él. Le parecía que había sido injustamente maltratado cuando vivía. Escribió doscientas páginas de alabanzas y costó mucho disuadirla de que las publicara. Más tarde, se encontrarían trescientas cartas escritas por Victoria a John muy comprometedoras. Fueron compradas y quemadas. Y su diario íntimo sería reescrito por completo.

—¡No sabía nada de todo eso!

—Normal, eso no se enseña en los libros de historia. Existe la historia oficial y la historia íntima. Los grandes de este mundo son como nosotras: débiles, vulnerables y, sobre todo, sobre todo, están solos.

—¡Hasta las reinas! —murmuró Joséphine.

—Sobre todo las reinas…

Se sirvieron una última copa de champán. Shirley dejó la botella en la cubitera y, percibiendo una estrella fugaz, dijo a Jo: «¡Pide un deseo, deprisa, deprisa, he visto una estrella fugaz!». Joséphine cerró los ojos y pidió que su vida continuara yendo hacia delante, que nunca volviese a caer en el embotamiento pasado, que los miedos se borrasen y dejaran su lugar a una nueva llama. Y después añadió por lo bajo, muy bajo: «Que tenga la fuerza de escribir un nuevo libro sólo para mí… Y Luca también, estrella fugaz, consérvame a Luca».

—¿Cuántos deseos has pedido, Jo? —preguntó Shirley sonriendo.

—¡Un montón! —exclamó Joséphine riéndose—. Estoy tan bien aquí, me siento tan bien. Gracias por habernos invitado… ¡Qué hermosas vacaciones!

—Supongo que sabes que no te he contado todo eso para darte una lección de historia.

—Te vas a reír, pero estaba pensando en Alberto de Mónaco y su hijo ilegítimo.

—No me río para nada, Jo… Yo soy una hija ilegítima.

—¿De Mónaco?

—No… De una reina. Una reina magnífica que vivió una historia de amor muy hermosa con su gran chambelán. No se llamaba John Brown, se llamaba Patrick, también era escocés y era mi padre… A diferencia de John Brown, era muy discreto. Nadie supo nunca nada. Y cuando murió, hace dos años, la reina no perdió la cabeza. Permaneció mucho tiempo con una mirada apagada, perdida, pero nadie supo nada…

—Lo recuerdo, habías vuelto de vacaciones muy triste…

—A finales de 1967, cuando la reina se dio cuenta de que estaba embarazada, decidió conservarme. Es una mujer muy testaruda, muy voluntariosa. Amaba a mi padre. Amaba la presencia dulce y atenta de ese hombre que la amaba como mujer y la respetaba como su reina. También es una excelente amazona y tú sabes que las mujeres que practican mucha equitación tienen músculos de bailarina, abdominales tan fuertes que pueden disimular un embarazo sin que nadie sospeche nada. Tres semanas antes de dar a luz, mi madre tomaba el té con el general de Gaulle en el Elíseo. Tengo fotos de ese encuentro. Ella lleva un vestido turquesa, en ligero trapecio, ¡y nadie pudo adivinar que estaba en vísperas de un feliz acontecimiento! Nací en Buckingham Palace, por la noche. Fue mi padre el que trajo a su madre para ayudar a mamá. Mi abuela me llevó entonces entre sus brazos esa noche y mi padre me reintrodujo en palacio, un año más tarde, explicando que yo era su hija y que estaba solo para educarme… Crecí en las cocinas y en el office. Aprendí a andar en los inmensos pasillos tapizados en tela roja. Yo era la mascota de palacio. Trescientos criados viven allí durante todo el año y hay ¡seiscientas habitaciones para hacer el loco y esconderse! No era infeliz. Puedo decírtelo sin mentir: yo sabía que ella era mi madre y, el día que cumplí siete años, cuando mi padre me reveló todo, no me sorprendí en absoluto. Como era el gran chambelán, yo no necesitaba pedir audiencia para verla y la veía cada mañana, en su habitación. La forma en cómo se comportaba conmigo probaba que me amaba por encima de todo. Yo tenía una gobernanta, miss Barton, a la que quería mucho y a quien hacía mil y una barrabasadas. Vivía en un apartamento de palacio junto a mi padre. Iba al colegio, era buena estudiante. Tenía, además del colegio, un preceptor que me enseñó francés y español. ¡Estaba muy ocupada! Cuando cumplí quince años, las cosas empezaron a complicarse. Empecé a salir, a besar a los chicos, a beber cerveza en los pubs. Incluso aprendí a escaparme de casa… Una mañana, mi padre me dijo que iba a enviarme a Escocia a terminar mis estudios en un internado muy elegante. No nos veríamos más que en verano. No entendí por qué me alejaba y me enfadé con él… Me convertí de la noche a la mañana en una auténtica rebelde. Empecé a acostarme con todos los chicos con los que me cruzaba, me drogaba, robaba en las tiendas, proseguía mis estudios a trancas y barrancas y no sé cómo pude dejar el instituto con mi diploma bajo el brazo. Con veintiún años, me quedé embarazada. Se lo oculté a mi padre y di a luz a Gary en el hospital. El padre de Gary era un estudiante muy guapo, encantador, que, al anunciarle su futura paternidad, me declaró fríamente: «Eso es problema tuyo, querida». Ese verano, cuando llegó papá, tenía a Gary entre mis brazos. El nacimiento de Gary fue un verdadero golpe para mí, era responsable de alguien. Le pedí a mi padre que me hiciese volver a Londres. Me buscó un pequeño apartamento. Y después, un día, lo recuerdo bien, fui a palacio a presentar a Gary. Mi madre se mostró a la vez grave y emocionada. Intuía que ella me reprochaba el haberme portado mal y que se sentía conmocionada de verme con Gary. Me preguntó por qué había hecho eso. Le dije que no soportaba haber sido alejada de ella. La ruptura había sido demasiado brutal. Fue entonces cuando tuvo la idea de contratarme como guardaespaldas y de hacerme pasar por una de sus empleadas…

—¡Y así fue como te vi en la tele!

—Aprendí a defenderme, a luchar, me desarrollé… Ya era alta y bien formada, me convertí en una campeona de artes marciales. Podía cumplir mi papel sin que nadie tuviera la menor sospecha de mí. Todo hubiera ido muy bien si no hubiese encontrado a ese hombre.

—¿El hombre de negro sobre el felpudo?

—Me enamoré completamente de él y, una noche, le confié mi secreto, le quería tanto, quería que nos escapáramos juntos, decía que no tenía dinero, confié en él, y ese fue el principio de todos mis problemas. Ese hombre, Jo, es un hombre lamentable pero tan seductor. Es mi lado oscuro. Y físicamente… Lejos de él, puedo resistirme, pero cuando está, puede hacer de mí cualquier cosa. Muy pronto me chantajeó y me amenazó con revelarlo todo a la prensa.

Eran los tiempos de Diana, los años escandalosos, horribles, Annus Horribilis… ¿Recuerdas? Tuve que prevenir a mi padre, que habló con mi madre, e hicieron lo que hacen todas las cortes reales que quieren evitar que se propague un secreto: compraron su silencio. Una renta mensual de treinta mil euros para que callase. A cambio, prometí expatriarme, cambiar de nombre, no volverle a ver nunca más. Fue en ese momento cuando llegué a Francia, a tu edificio. Cogí un plano de París y sus alrededores, abrí mi compás, lo planté al azar y caí sobre nuestro barrio. Durante las vacaciones, íbamos a Inglaterra, yo seguía siendo un agente secreto cercano a la reina o a la familia real. Así fue como tomaron fotos de Gary con Guillermo y Harry, ya conoces aproximadamente el resto…

—¿Gary también lo sabe?

—Sí. Hice como mi padre. Cuando cumplió siete años, le dije la verdad. Eso nos acercó mucho y le hizo madurar. Lo que existe entre nosotros es indestructible…

—Y el hombre de negro ¿no te va a perseguir?

—Tras su paso por París, advertí a Londres, y le presionaron. También tiene miedo, ¿sabes? Miedo de perder su renta vitalicia, miedo de los servicios secretos. Los accidentes existen. No creo que vuelva a importunarme, pero prefiero poner la mayor distancia entre nosotros, por mi seguridad y también para olvidarle. He decidido pasar página. Por eso esta noche te lo cuento todo. Su visita a París fue la gota que colmó el vaso. Comprendí que ya no dejaría que me aterrorizase y cuando se fue, a primera hora de la mañana, sólo sentí un inmenso asco, el asco de haberme dejado manipular durante años…

Miró las estrellas y suspiró:

—Ahora voy a tener todo el tiempo para hablarles.

—Me enviarás a Gary en vacaciones y a las niñas también, si quieren… Y después, en junio, cuando llegue la selectividad, ¿podré ir y quedarme en tu casa para estar con él?

Joséphine asintió.

—Reemplazarás a la señora Barthillet, ¡ganaré con el cambio!

* * *

Iris miró por la ventana de su habitación. Odiaba el mes de enero. También odiaba febrero y los chubascos de marzo y abril. En mayo, tenía alergia al polen, en junio hacía demasiado calor. Ya no le gustaba la decoración de su habitación. Tenía mala cara. Abrió su armario: ¡no tenía nada que ponerse! La Navidad había sido siniestra. Qué fiesta más horrible, pensó apoyando la frente contra el vidrio. Philippe y ella, cara a cara, ante la chimenea del salón, ¡abominable!

Nunca volvieron a hablar de Nueva York.

Se evitaban. Philippe salía mucho. Si volvía sobre las siete, era para ocuparse de Alexandre. Se volvía a marchar cuando su hijo se bañaba. Ella no le preguntaba adónde iba. El hace su vida, yo la mía. Para qué preocuparme, siempre ha sido así.

Había decidido olvidar a Gabor. Cada vez que pensaba en él, era como si un cuchillo le atravesara el corazón. Seguía jadeante, cortada en dos por el dolor. Lo que había pasado en Nueva York, cuando volvía a pensarlo, le daba vértigo. Era como si la hubiesen colocado al borde de un precipicio. Ya no podía avanzar más, a menos que saltase al vacío… El vacío le daba miedo. El vacío le atraía.

Vivía de casualidad.

Su momento de gloria había terminado. Tras el frenesí de los tres primeros meses, la prensa había encontrado otros temas de interés. La solicitaban menos. ¡Qué deprisa pasaba todo! Justo antes de Navidad, me llamaban para hacerme una foto o para dar color a una fiesta con mi presencia. Hoy… Consultó su agenda, ¡ah, sí! Una foto para
Gala
el martes que viene… No sé cómo vestirme, tendré que preguntar a Hortense. Eso es, voy a pedir a Hortense que se invente un nuevo look para mí. Eso me entretendrá. Iremos juntas de tiendas. Tengo que encontrar algo para volver a primera plana. Resulta embriagador estar frente a los proyectores, pero, cuando se apagan, tiemblas de frío.

«¡Quiero que me miren!», rugió en la calma aterciopelada de su habitación. Pero para eso, tengo que crear mi propio espectáculo. Hacerme cortar el pelo en directo, fue soberbio. Debo encontrar otra idea… Sí, ¿pero qué? Miraba la lluvia contra el cristal, cómo resbalaba y caía sobre el marco. Encendió la tele y dio con un programa de final de la tarde. Recordaba haber sido invitada. «Vende mucho, vende mucho, hay que ir sin falta», había dicho su adjunta de prensa. Un joven autor presentaba su novela. Iris sintió un pinchazo de celos. Una periodista, ignoraba su nombre, decía que le había encantado el libro, que estaba bien escrito: sujeto, verbo, complemento. Frases cortas, rápidas.

—Normal —respondió el joven autor, acostumbrado a escribir SMS…

Iris se dejó caer sobre la cama, deprimida. Su libro no estaba escrito como un SMS. Su libro, el suyo, era literatura. ¿Qué tengo yo en común con ese imberbe? ¡Si se le aprieta la nariz y sale leche! Apagó el televisor, irritada, febril. Volvió a caminar de un lado a otro de la habitación. Encontrar una idea, encontrar una idea. Philippe no volvería para cenar. Alexandre estaba en su habitación. No se ocupaba de él. No tenía fuerzas para interesarse por él. Cuando se veían los dos y le contaba lo que había hecho en el colegio, ella simulaba escucharle. Asentía con la cabeza, sin decir nada, para puntuar las frases de su hijo como si pusiese atención, pero tenía ganas de que se callase. Esa noche estarían solos en la cena. Se sentía cansada con antelación, pensó en pedirle a Carmen que le preparase una bandeja para su habitación, pero luego cambió de opinión. Debe de haber algo en la tele. Cenaremos delante de la tele.

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