—
Mersí, mami
—acertó a decir Kalina, medio sonámbula.
Yo me retiré a mi habitación. Todos los halterófilos me sonreían desde las fotografías y los carteles, parecían dispuestos a cualquier cosa. Empleé demasiado tiempo en hacer la maleta; todo ocupaba demasiado lugar y me atolondraba por la preocupación de que los halterófilos se impacientasen. Ya iba a meterme en la cama, cuando Kyril entró, con un transistor de la madre de Kalina por el que sonaba una melodía pegajosa, y cerró la puerta.
Me tomó de los hombros, me miró a los ojos como sólo él sabía hacerlo, logró que sintiera todo su afecto, y me dijo:
—Hombre, ¿me permites el próximo baile?
Levité. Entré en un santiamén en la vía unitiva que me condujo a la cumbre de mi viaje interior. Dada la diferencia de estatura entre Kyril y yo, mi levitación no fue ningún inconveniente —más bien lo contrario— para que bailáramos durante unos momentos aquella melodía pegajosa y cómplice. Kyril me susurró al oído palabras de gratitud, frases muy cariñosas. Repicaron campanas en algún campanario en mitad del cosmos. Creo recordar que Kyril me depositó con mucha delicadeza en la cama y me arropó. Un coro de búlgaros, con su deliciosa polifonía, me abría de par en par las puertas del paraíso. El éxtasis se concentraba como un perfume muy limpio en la habitación de aquel piso del barrio de Mladost. En las fotos, los halterófilos movían sus cinturas y me invitaban con sus sonrisas prometedoras a una comunión muy placentera. Sin duda, aquello era el paraíso: rutilantes levantadores de pesas se cimbreaban para mí como palmeras del Caribe en vísperas de un huracán. Una pulga rubia y regordeta y con un genio de mil demonios, clavada a Kalina, estallaba en mil partículas muy bellas pero con muy poco aguante. Los muros del paraíso eran soberbios, y escarpada la montaña en cuya cumbre se encuentra el delirio, pero toda Bulgaria, por vía unitiva, me empujaba al trance. Bulgaria se disolvía en mí y yo en Bulgaria. Misión cumplida. Por vericuetos místicos conduciría a mi tribu a la tierra prometida y, antes de perderme de mí, un coche de oro conducido por Kyril me llevó, como una reina, al corazón mismo de la felicidad.
Por el contrario, al día siguiente, en el taxi que nos llevó al aeropuerto fui incomodísimo. Y eso que Kalina me dijo:
—Ve tú delante, Daniel.
Pero yo estaba aún arrobado por el éxtasis de la noche y consideré que cualquier incomodidad me resultaría imperceptible.
—Eres demasiado bueno —me dijo Kalina—. Tendrías que pensar un poco más en ti.
Tuve la impresión de que Kyril tenía algo que ver con aquella frase. Era como si Kalina me estuviera ofreciendo, sin reparos, un trozo de su hombre. Como si aceptara por fin lo que no había querido ni imaginar.
En el aeropuerto, la dulce y generosa Yana Varimézova Marínova volvió a abrazarse a mí, lloriqueando, y no cesaba de repetir:
—Yo, mamá.
La madre de Kalina, en su inglés perfecto, dijo que ella se quedaba tranquila al saber que su hija y Kyril estaban conmigo.
Kyril consiguió que la despedida fuera rápida y sin aspavientos. Mientras pasaba el control de pasaporte, caí en la cuenta de que me iba de aquel país sin conocerlo apenas, sin padecerlo, incapaz de juzgarlo. Sería difícil explicar a quienes me preguntasen que lo importante había sido mi viaje interior. Luego, antes de entrar en la sala reservada para viajeros con tarjeta de embarque, lo último que vi fue el rostro lleno de confianza de Yana Varimézova Marínova. Estaba contenta porque yo cuidaría de su hijo; yo era un hombre bueno, cariñoso, rumboso, abnegado y algo panoli. Sin duda, el hombre que querría para su hijo cualquier madre búlgara.
Al principio, intenté mantenerlo en secreto. Tenía a mi favor el que Kyril no quisiera dejarse ver con el coche por las calles del centro y había alquilado una plaza de garaje cerca de la estación del metro de Conde de Casal. El porsche 968, flamante —más de cinco millones de pesetas—, sólo lo conducía de noche; salía con él siempre después de las doce, a las seis de la mañana iba a recoger a Kalina, que había empezado a trabajar como camarera en una discoteca por la Puerta de Toledo, encerraban el coche y, luego, en un taxi, se iban al apartamento a comer algo y dormir durante todo el día. Pero incluso cuando Kyril empezó a confiarse y a dejarse ver al volante de aquel coche magnífico, eché mano de todo mi candor y traté de mantener la ficción de que no tenía ni idea de cómo se había hecho Kyril con maravilla semejante.
—Creo que se lo ha traído Papá Noel —decía Gildo, y se ponía las gafas para ver de cerca, me examinaba el cutis, y aseguraba que el reciente afeitado de una frondosa barba blanca me había dejado los poros algo purulentos.
Kyril no pudo resistir la tentación de pasar con el coche por la Puerta del Sol, a última hora de la tarde, dos sábados seguidos, y todas las loquimonquis estaban convencidas de que la imponente factura de aquel lujazo había corrido de mi cuenta. Kyril me pidió que dejase que lo creyeran, que él además le había dicho lo mismo a Assen, para que Assen le exigiera a Gildo un dispendio similar. Porque, aunque Assen y Vasil vivían por su cuenta, cada uno de ellos con una chica con la que podían terminar casándose si se les complicaba la residencia en España, habían restablecido los vínculos con Gildo, lo visitaban con frecuencia, se divertían sacando de sus casillas a Toni —el criado filipino que el día menos pensado acabaría echando veneno en la vichisuás—, y, aparte de dinero de bolsillo para la semana, le pedían obsequios extraordinarios que Gildo casi siempre acababa por hacerles. En este sentido, según Gildo, mi comportamiento manirroto con Kyril era un mal ejemplo intolerable.
—Lo del porsche ya es puro terrorismo sexual, querida, permíteme que te lo diga.
—Te juro que no tengo nada que ver con eso. De verdad. Kyril y Kalina ganan ahora bastante dinero. Ella trabaja todos los días y él todos los fines de semana. En esos antros pagan mejor que en la NASA.
Pero no tanto, desde luego, como para comprarse un porsche 968 con los ahorros de tres o cuatro meses.
Un día, apenas dos semanas atrás, Kyril se había presentado en casa a la hora de la comida. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos a horas diurnas; desde que él y Kalina habían empezado a trabajar, poco después de que regresáramos de Bulgaria, pasaba por casa —cada vez más de tarde en tarde— siempre después de dejar a Kalina en el trabajo y antes de reunirse con sus amigos, todos gigantescos y macilentos, para iniciar la reconquista de la noche, a mandoble limpio con más frecuencia de lo deseable. Ante su aspecto de náufrago maltratado por un despiadado temporal, lo primero que pensé fue que la reconquista de la noche anterior debió de ser enconada. Pero no tenía nada roto, ni cojeaba como en otras ocasiones. Su único problema era que llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir y, además, necesitaba que yo le hiciese un favor.
Habíamos entrado en esa fase en la que yo imploraba a diario a los dioses búlgaros para que Kyril necesitase un favor que me permitiera verle. Desde que Kalina y él trabajaban, nunca encontraba tiempo para mí. Al principio —tan reciente aún el viaje glorioso a Bulgaria—, me sentí ofendido y llegué a reprocharle a Kyril su ingratitud y su ignorancia del cariño verdadero. Por fortuna, en seguida me encontré folclórica y desequilibrada al albergar aquellos sentimientos y expresar tales reproches: un caballero conoce el privilegio y las satisfacciones de la entrega sin esperar nada a cambio. Además —las cosas como son—, yo no quería perder a Kyril. Por eso, cuando le dije que si ya no tenía tiempo para verme con la asiduidad acostumbrada lo mejor era quedar como viejos y casi olvidados amigos que se limitan a intercambiar felicitaciones de Navidad, y que desde luego sería conveniente liquidar el contrato por el cual él seguía siendo mi chófer y disponía de cobertura legal para renovar en su momento el permiso de residencia, y cuando él me dijo que no había ningún problema y que podíamos ir inmediatamente a mi casa para firmar la baja en el libro de empresa, y puesto que no fui capaz de distinguir si iba de farol o si de veras estaba dispuesto a romper nuestros vínculos laborales y a rechazar mi más que generosa práctica del francés, y aunque mi primera reacción fue decirle que de acuerdo pero que aquella noche era imposible porque me esperaban para cenar —estábamos hablando por teléfono y él aún tenía que ducharse, afeitarse, vestirse y comer algo antes de pisar la calle—, y como no era cierto que me esperase nadie para ninguna cena, y como pasé toda la noche lamentando mi falta de comprensión y mi repentina histeria de mantis posesiva, como un caballero no deja de serlo de un día para otro, por la mañana, cuando calculé que ya estarían de vuelta en el apartamento, llamé a Kyril para pedirle perdón, para decirle que seguiría ayudándole en todo lo que pudiera, y para que me prometiese que, en caso de necesitar que alguien le hiciera un favor, a nadie acudiese antes que a mí. Me lo prometió. Y allí estaba, como un náufrago recién devuelto al mundo por la clemencia de las aguas, en cumplimiento de la promesa que me hizo.
—Hombre, tienes que ayudarme.
Traía toda la documentación del porsche 968. También unos documentos búlgaros, en blanco, con sellos que parecían auténticos. Me pidió la máquina de escribir. Se trataba, simplemente, de poner en la documentación los datos del vehículo, el nombre del nuevo propietario —Kyril—, y todos los pormenores de la transferencia, incluidos los datos del vendedor, un individuo de nacionalidad polaca con un apellido compuesto por una inverosímil combinación de consonantes y cuyo carnet de conducir, seguramente falsificado, también estaba entre los papeles. En los impresos de la transferencia había que reflejar el precio de venta del coche.
—Ochocientas mil —dijo Kyril, después de pensarlo un instante.
La ignorancia es hermana de la inocencia, así que pregunté, muy asombrado:
—¿Sólo ochocientas mil?
Kyril sonreía. La barba de dos días, los ojos hinchados y la expresión general de cansancio le daban un aspecto de mártir al borde de la apostasía. Trataba de mostrarse jovial y contento consigo mismo, pero sólo lograba dar la impresión de que estaba dispuesto a lo que fuera para salvar el pellejo.
—Menos —murmuró—. Hombre, he pagado mucho menos que eso.
—¿Cuánto?
—Cien mil.
Supongo que una disfunción afectiva podría considerarse como atenuante en cualquier juicio por colaboración delictiva. Por supuesto, no era preciso ser una lumbrera para entender que la peripecia sufrida por aquel coche hasta llegar a manos de Kyril no sería irreprochable. Pero la disfunción afectiva produce serios trastornos de juicio, una distorsión de la conciencia que convierte en relativos los principios morales más arraigados, ridiculiza los escrúpulos y hace que se otorgue siempre el beneficio de la duda a las personas amadas: Kyril, en el peor de los casos, se habría limitado a sacar provecho de un intercambio irregular de automóviles de lujo, intercambio que sin duda se producía fuera de España como lo demostraba, a mi entender, el que el anterior y quizás fugaz dueño del coche fuera algún polaco errante, y el que la matrícula vigente del porsche 968 fuese búlgara, una placa amarilla con cifras negras y, como letra inicial, uno de aquellos caracteres incomparables que sólo el idioma búlgaro tiene en su abecedario. Los delitos lejanos siempre son confusos. Y, después de todo, ¿quién no tiene un delincuente en su genealogía? ¿Y qué conciencia está menos contaminada, la de quien tiene un antepasado facineroso o la del que padece, en medio del crepúsculo violento de la Historia, una ingobernable disfunción afectiva?
La Ley de los Angeles, a cuyo criterio profesional acabé por acudir en busca de consejo, me lo dijo a las claras:
—A ti lo que te ocurre es que estás trastornada.
Porque yo no sólo le dejé a Kyril la máquina de escribir, sino que, al comprobar que su falta de práctica y su ignorancia del mecanismo implicaban el riesgo de estropear los impresos y dejar el lujoso coche indocumentado como cualquier emigrante sin suerte o sin nadie en quien provocar una disfunción afectiva, me ofrecí —enajenadas la razón, la prudencia y la decencia— a ser la mano ejecutora de la más que evidente falsificación. La disfunción afectiva convierte a una dama en una bucanera. Con mis propios dedos pulsé las teclas que imprimieron los datos por los cuales el porsche 968 pasaba a ser propiedad de mi chófer, con lo que —prodigios de la indignidad— no sólo convertí a mi chófer en un hombre feliz, sino que acabé por justificar un contrato laboral basado en el delirio de prestar servicios como chófer a un caballero que no tenía coche. A lo mejor ya empezaba yo a no ser un caballero, pero coche sí que teníamos.
Para mi desgracia, aquel coche aerodinámico y rutilante empezó a aparecérseme en sueños. Primero, con la forma movediza y reptil de los remordimientos. Después, como una amenaza que aparecía de repente con los faros encendidos al borde de la cama y hacía que el ruido de su motor fuera cada vez más violento para proclamar mi deshonor. Por fin, lanzado a toda velocidad en medio de la noche hasta aplastarme la vida: mi casa marcada por un precinto infamante, mi despacho desvalijado por los acreedores, Adela engolfada en la mala vida para sobrevivir una vez agotado el subsidio del desempleo, mancillado el nombre de mi familia, mis padres condenados a no salir de casa para que no les señalaran con el dedo. La disfunción afectiva podría salvarme de la prisión si me ponía en manos de un especialista en esclavitudes del espíritu, pero de la vergüenza y la ruina no había quien me librase.
En estado de vigilia, en cambio, trataba de introducir un poco de reflexión en los espasmos, para mi gusto demasiado oníricos, de mi sentimiento de culpa. Cierto que de otras hazañas ajenas a la legalidad emprendidas por Kyril —el cumplimiento del encargo de las lagartas holandesas, las manualidades clandestinas por cuenta del italiano, el secuestro del coche de Alex y las extorsiones superpuestas a que le sometieron para devolverle lo que era suyo, incluido un cierto número de argumentos de carácter físico—, de todos esos deslices y desmanes, yo ni siquiera había sido testigo, todo lo conocí por referencias brumosas o indicios volubles, hasta el punto de que, acobardado, podía permitirme albergar dudas sobre la culpabilidad de Kyril y, desde luego, sobre mi imprecisa responsabilidad y los riesgos que corría; ahora, mi participación había sido directa, minuciosa y consciente, si dejamos a un lado el subterfugio de la disfunción afectiva. Pero una extraña variante de la compasión, un sentido tal vez heterodoxo y deformado, pero ineludible, de la justicia me llevaba a considerar que Kyril tenía derecho a jugar sucio. Y yo merecía, si no piedad, al menos respeto por ayudarle. Meses atrás, todo había reventado. El mundo feliz había prendido la dinamita y disfrutó con el espectáculo. Las astillas encendidas caían ahora sobre nosotros y nuestra única fortaleza era una legalidad inmisericorde, estreñida, amurallada. ¿Qué había de extraño en que los fugitivos de la hecatombe quisieran ahora dinamitar un paraíso que les era hostil? ¿Qué tenía yo que reprocharme? De haber sido un poco más rico en melanina, Angela Davis quedaría como Shirley Temple a mi lado.