—Tenemos que asegurarnos de que todos los datos son correctos, y sobre todo de que no haya errores en estos nombres tan… especiales, para que no tengáis después ningún problema —dijo la oficial del juzgado, nada más desplegar sobre su mesa auxiliar el libro de matrimonios.
Ni que decir tiene que ninguno de aquellos nombres tan especiales estaba escrito correctamente. Algo le dijo Kyril a Kalina en búlgaro y no hizo falta que me lo tradujesen. Lo adiviné: «No importa. Lo importante es que nos casen». Estábamos en una de las salas de los juzgados de la calle Pradillo, a punto de amarrar otro cabo en los pivotes del puerto, y no era cosa de echarlo todo a perder por culpa de una consonante de más o de menos. Claro que no era sólo un problema de consonantes: incluso algo tan anodino, desde el punto de vista ortográfico, como Kalina, estaba escrito erróneamente. Ponía «Kalima». A Kalina no le hacía la menor gracia casarse con el nombre desfigurado, y no sirvieron de nada las súplicas de Kyril para que lo dejase estar.
—¿Se puede corregir algo? —la novia búlgara estaba dispuesta a poner en juego todo el candor infantil que era capaz de aparentar.
—Si es poca cosa… —advirtió la oficial, desconfiada.
—Es sólo una letra de mi nombre. Es que no me llamo Kalima. Me llamo Kalina. Con ene. Como… Nevski.
—¿Como qué?
Todos nos reímos. La cámara tembló en las manos de Emil y en la cinta de vídeo se identifica con claridad el momento en que Kalina reclama la ene de su nombre. La oficial del juzgado no tenía la menor idea de quién podía ser Alexandr Nevski, no sospechaba que tal señor tiene a su nombre la iglesia más hermosa de Sofía, no podía adivinar el reflejo emotivo de Kalina, que sin duda soñaba con casarse allí, entre mucha seda salvaje y mucha jardinería, y a quien no podía ocurrírsele ninguna otra palabra escrita con ene. La oficial del juzgado, de pronto, se vio desbordada por la curiosidad de los contrayentes y de los padrinos de los contrayentes, todos preocupados al unísono y de golpe por la corrección ortográfica de aquellos nombres tan especiales.
—¿Kalina con ene? —insistió, aturdida, la oficial del juzgado. Parecía de repente noqueada por el exotismo eslavo de aquella boda.
—Exactamente —dijo Kyril.
—¿Sabe lo que significa Kalina? —la novia búlgara estaba encantada de rescatar la integridad onomástica y el papel de marisabidilla de la reunión—. Es el nombre de una flor. Y el de un bichito. Esos bichitos rojos, con pintas negras.
La oficial del juzgado parpadeó, tardó un segundo en identificar el bichito, me miró —buscando sin duda que yo, en mi calidad de caballero español de apariencia cultivada, le confirmase el hallazgo— y dijo:
—Mariquita, ¿verdad?
Creí que me daba una privación. ¿Mariquita yo? En la cinta de vídeo se recogen las risillas zumbonas de Kyril, Dani y Emil. Qué bochorno. Kalina, en cambio, parecía desconcertada. Yo tartamudeé que sí, que eso parecía, que un bichito rojo con pintitas negras es una mariquita, y que por lo visto esa clase de mariquitas en búlgaro se llaman
kalinas
. Cuando se trata de una mariquita de otro tipo su nombre es, por las buenas,
pederás
.
Recuperé el aliento. Recuperé también mi hidalguía y el romántico quehacer de jefe de protocolo. Por indicación de la oficial, a quien alguna consonante eslava parecía haber pinzado el nervio del estupor, rogué a los contrayentes y a Dani que cada cual ocupara su sitio, mientras Emil seguía atrapándonos en la videocámara para estos días de pesadumbre y Natalí continuaba sin saber muy bien dónde meterse los años que le sobraban, para que en la cinta de vídeo no se le notaran demasiado. No era capaz de hacer con ellos lo que hacía yo: ponerlos, bajo el nombre de experiencia, en la cesta de la generosidad.
Cuando hizo su aparición el juez —joven, con barba y gafas, algo estreñido de expresión, y yo creo que algo cauteloso ante aquellos novios de nombres tan pintorescos— tuve un leve desfallecimiento en mi convicción de que estábamos haciendo lo mejor para todos. Pero creí notar que Kyril y Kalina estaban de pronto sobrecogidos y que, en aquel instante, eran conscientes de que su vida entera les pertenecía. Yo no era más que una interferencia favorable y que ellos aceptaban de buen grado, en parte por interés, en parte por gratitud y, en parte, porque yo, en cuanto me arreglo un poco, soy un madurito muy interesante. Hasta tal punto me daba por satisfecho por aquel modo de interferir que, cuando el juez les preguntó si entendían el castellano, contesté más alto que ellos:
—Sí.
Los jueces tienen un modo muy sagaz de mirar. Aquel juez me advirtió con la mirada que, en adelante, debería limitarme a ser testigo de cuanto allí ocurriera y se dijese. El juez, luego, recuperó la unción, leyó los párrafos de la Constitución apropiados a las circunstancias con una presteza algo excesiva para oídos eslavos, y pasó a hacer las preguntas de rigor:
—Kyril, ¿quieres por esposa a Kalina…?
Kyril estaba tan nervioso que movió la cabeza de izquierda a derecha y dijo:
—
Da
.
El juez se quedó estupefacto. Aquel movimiento de cabeza que había hecho Kyril quería decir que no. Y
da
no quería decir nada. El juez miró de forma muy poco sagaz a Kalina y después, con la misma falta de sagacidad, me miró a mí. Me dieron ganas de mandarlo al infierno, ya que momentos antes me había advertido, con toda la sagacidad de su mirada, que me limitase a ver, oír, firmar y callarme. Pero estaba claro que en aquella boda yo era algo más que un testigo, así que recuperé mi papel de persona interpuesta y le expliqué al señor juez las peculiaridades de los búlgaros en materia de afirmación o negación:
—Lo hacen al revés. Para decir que sí, mueven la cabeza como cuando usted la mueve para decir que no. Y al contrario. O sea que Kyril acaba de decirle que sí. Por partida doble, además. Con el gesto —y moví yo la cabeza como para decir que no—, y con el
da
, que en búlgaro significa «sí».
Supongo que aquel insípido juez se habría dejado martirizar antes de reconocer que se perdía. Con la máxima seriedad, le pidió a Kyril:
—Dígalo en español, por favor.
Kyril, tan nervioso como antes, volvió a mover la cabeza de izquierda a derecha, tragó saliva y, con un hilo de voz, dijo:
—Sí.
El juez no parecía muy convencido de que aquello sirviera. Claro que a él qué más le importaba que aquel par de búlgaros salieran de allí casados del todo, casados a medias o sin casar en absoluto. Incluso era probable que no le importase en absoluto que salieran casados conmigo. Decidió acabar cuanto antes.
—Kalina, ¿quieres a Kyril por esposo…?
Kalina, que siempre se creyó repleta de sagacidad, movió concienzudamente la cabeza de izquierda a derecha, tal como había hecho Kyril, y susurró con mucha dulzura:
—Sí, quiero.
Luego me explicaría que había recordado el compromiso que tenía con Kyril de considerar aquella boda provisional, insuficiente, inútil hasta que no se casaran en la iglesia de Alexandr Nevski con muchos invitados de punta en blanco y mucha música de órgano. Pero yo, ahora, en la cinta de vídeo, veo a Kalina radiante en brazos de Kyril y, aparte de maldecir a Kyril por no haberme bajado jamás en brazos por una escalera de aquella forma, llego a la conclusión de que aquella mañana templada y angulosa de enero Kyril y Kalina se dijeron fervientemente que sí. Después los veo en el restaurante de la Cava Baja en el que celebramos la boda, comiendo el cordero desganadamente, y creo entender que, en el fondo, aquel día se dijeron el uno al otro que no. Veo y oigo a Emil alardeando de la indisciplina matrimonial de los hombres búlgaros y de la laboriosa fidelidad de sus mujeres. Veo a Natalí levantándose de la mesa para llamar por teléfono «porque yo tengo una hija de nueve años y la he dejado sola en casa»; incluso la veo meses después, el día de su boda con Emil, besando a aquella hija tan alta como ella y con más curvas que una corista antigua, y me veo a mí mismo, malévolo, explicándole al oído a Kyril que, en España, las niñas crecen muy deprisa. Veo a todo el grupo a la salida del restaurante, en la Plaza Mayor, bajo una llovizna perezosa y cálida, y a Kalina cogida de la mano de Kyril, mientras él me pasa el brazo por los hombros y me dice que no tiene más remedio que comprarse un coche porque, con esa lluvia, andar en moto es molesto y peligroso. Y veo, a continuación, como Kyril se vuelve de cara a la cámara, hace que Kalina y yo nos volvamos, nos abraza a los dos como un cazador feliz, y acabo por comprender que aquel día de la boda los tres dijimos a la vez, en efecto, que sí y que no.
Simenon Iliev, el suspicaz e impaciente consejero comercial de Bulgaria en Madrid, empezó a llamar casi a diario al despacho reclamando resultados, aunque fueran provisionales, del insufrible estudio de reconversión de la petroquímica búlgara. El siniestro señor Iliev debía de tener picores primaverales y exigía, con la mayor desfachatez, eficacia, agilidad, transparencia y, sobre todo, las cuentas claras. A él le traía sin cuidado —no era precisamente un modelo de diplomacia— el que mi gabinete de consultoría no hubiese recibido aún un centavo por la realización de un estudio que había cubierto ya la etapa de recopilación de datos y sufría la lógica parsimonia ante la perspectiva, bastante fundada, de no ver un centavo jamás. En Bruselas se retrasaba la firma del Acuerdo de Asociación con Bulgaria, en el que —al igual que en los ya firmados con Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Rumania—, además de crearse una zona de librecambio entre los signatarios a desarrollarse en diez años de forma progresiva, deberían incluirse disposiciones sobre cooperación económica, asistencia financiera y subvención de proyectos industriales y de infraestructura. De aburridísimas conversaciones con solemnes y resbaladizos funcionarios de la Comisión de las Comunidades, saqué la conclusión de que las negociaciones, empantanadas entre las trapacerías búlgaras y los remilgos comunitarios, iban a eternizarse y que la reconversión de mi petroquímica de adopción llevaba camino de reanudarse cuando Kalina, estimulada por su imposible condición de traductora profesional —según rezaban sus documentos matrimoniales—, emprendiese y terminase la traducción de
Finnegan's wake
a su idioma y en cirílico. De modo que estaba resignado a dar por perdidos el tiempo, el esfuerzo y el dinero invertidos en el estudio hasta entonces, sobrellevar con gallardía el remordimiento por abandonar a su suerte a la maltrecha petroquímica búlgara —acción que, en mis momentos de mayor debilidad sentimental, se me antojaba tan reprobable como dejar en verano, en urgencias de un hospital, al abuelo parapléjico para que no sea un estorbo en vacaciones— y esquivar lo mejor posible, hasta que él se aburriera, la persecución implacable de Simenon Iliev. A fin de cuentas, con él no se había firmado ningún contrato y no era mi tipo, no excitaba mi generosidad. Por eso, cuando Adela, mi secretaria, me anunció la llamada de una mujer con nombre tan búlgaro como el aguardiente Grozdova, le ordené:
—Dígale que estoy reunidísimo. Mejor: estoy ilocalizable.
—Dice que es grave y muy urgente, señor Vergara. Y la verdad es que lo parece.
—¿Cómo dice que se llama?
—Velíchkova. Kalina Velíchkova.
—Pásemela, por Dios.
Y así fue como me enteré del accidente de moto de Kyril.
Me indigné. La moto había resbalado por culpa de la lluvia y se había estrellado contra el lateral de la marquesina de una parada de autobuses, a las cuatro de la madrugada del sábado, y Kalina no me llamó hasta las diez de la mañana del lunes. Kyril estaba fuera de peligro, aunque lleno de magulladuras, con el brazo escayolado y muy nervioso. Lo habían operado el domingo, durante cuatro horas, porque tenía el brazo izquierdo destrozado, y pasó la noche sedado después de haber intentado, al salir de la anestesia, pegarle a un celador y a un guardia de seguridad a los que había avisado la enfermera para impedir que Kyril se levantase y se fuera a su casa, tambaleándose como un bisonte furioso y malherido, como pretendía. El lunes, nada más despertarse, lo primero que hizo fue preguntarle a Kalina por mí y pedirle que me llamara en seguida. Kalina me dijo:
—Quiere verte. Sólo quiere verte a ti. No sé por qué.
Quería verme. Me necesitaba a su lado. Me lo imaginaba en el momento de abrir los ojos, de salir de las umbrías madejas de la inconsciencia, de mirar a su alrededor con la ansiedad de quien se sabe desamparado, y echarme inmediatamente de menos. Yo era su faro, su protección, su salvación. Yo me sentía como Sofía Loren después de volver de los campamentos de hambre de Somalia: sobrecogido, pero orgulloso de mi carisma. Un mocetón búlgaro destrozado por el motociclismo y la lluvia me reclamaba a su lado para entregarme su dolor, su impotencia, su miedo, la enorme soledad que debía de sentir al verse hospitalizado lejos de su país y de su familia, su humillación y el recibo del alquiler del apartamento, incluida la cuenta del teléfono, que había que pagar cuanto antes. Qué nervios. Yo me ocuparía de todo. Y a la pánfila de Kalina se le ocurría decir que no comprendía por qué Kyril sólo preguntaba por mí. Kalina a veces parecía tonta.
Adela se quedó boquiabierta al verme salir del despacho tan apresurado y tan descompuesto. Para llegar al hospital en el que estaba Kyril tenía que atravesar todo Madrid, tan hostil de repente aquel lunes lluvioso de primeros de mayo. El taxista se parecía a Sadam Hussein y debió de tomarme por Margaret Thatcher: conducía como un integrista. La lluvia, fina pero de mucha malicia y perseverancia, provocaba que los automóviles se amontonasen como una manada de bisontes mecánicos. Por la radio del taxi escuchaba al líder de una secta, acusado de retención ilícita de personas y de incitación a la prostitución, defendiendo su derecho a ser carismático, arrebatador, irresistible. Como yo. Un motorista búlgaro derribado por la lluvia, la velocidad y la madrugada me suplicaba compañía, consuelo, ayuda, y yo no dudaba en dejarlo todo en manos de una secretaria boquiabierta y acudir, quijotesco, en socorro de mi dulcineo. Allí, encerrado en el taxi, consumiendo la desordenada travesía de mi memoria, recordé todos y cada uno de los momentos felices e infelices compartidos con Kyril, añoré las metálicas cabalgadas en moto con la hipotética melena al viento como Marianne Faithfull, de nuevo me dolió el fracaso de la última celebración de mi cumpleaños y el de Kyril —con Kalina dando la lata, poniendo morritos y quejándose de todo— en un restaurante tan lujoso y caro como aburrido, sentí una pena casi bíblica por toda la petroquímica búlgara de la que había decidido desentenderme como de chabolistas forasteros —los hidrocarburos, los alcoholes, los fenoles, las cetonas—, y me pregunté si los dioses búlgaros serían misericordiosos conmigo hasta perdonarme tamaña tropelía, en consideración por lo mucho que amaba a una de sus criaturas desarraigadas. De algo tenía que servirme el sobresalto continuo en que vivía y el dineral invertido, y el que quedaba por invertir, en la beca de Kyril.