Tenchika se había aproximado a Dina de Turia.
—¿Cómo es que ya no llevas collar? —le había preguntado Dina.
—Soy libre —fue la tímida respuesta de Tenchika.
—¿Volverás a Turia?
—No —sonrió Tenchika—. Me quedaré con Albrecht..., con los carros.
Albrecht estaba hablando entonces en otra parte de la sala con Conrad, el Ubar de los kassars.
—Toma —dijo Tenchika poniendo el fardo que llevaba entre las manos de Dina. Son tuyas. Es tu derecho tenerlas, porque te las has ganado.
Dina, que ignoraba el contenido de aquel envoltorio, lo abrió, y vio que en su interior había copas y anillos, piezas de oro y otros objetos valiosos que Albrecht le había dado como recompensa por sus victorias en las competiciones de boleadora.
—Tómalo —insistió Tenchika.
—¿Lo sabe él? —preguntó Dina.
—¡Claro que sí!
—Es muy amable.
—Le quiero —dijo Tenchika antes de besar a Dina y correr fuera de la estancia.
Me acerqué a Dina de Turia, y mirando los objetos que tenía en la mano dije:
—Debes haber hecho una carrera realmente buena.
Ella se echó a reír.
—Con esto tendré bastante para alquilar la ayuda de unos cuantos hombres. Podré reabrir el comercio de mi padre y mis hermanos.
—Si quieres, puedo darte mil veces esta cantidad.
—No —respondió sonriendo—. Prefiero empezar sólo con esto, que es realmente mío.
Acto seguido, se bajó brevemente el velo y me besó.
—Adiós, Tarl Cabot, te deseo lo mejor.
—Yo también te deseo lo mejor, noble Dina de Turia.
—¡Ésta sí que es una fantasía de guerrero! —exclamó—. ¡Sí sólo soy la hija de un panadero!
—Era un hombre noble y valiente.
—Gracias.
—Y su hija también lo es. Sí, es una mujer noble y valiente, y además muy bella.
No le permití que volviera a ponerse el velo hasta después de besarla por última vez, suavemente.
Volvió a cubrirse y se llevó las yemas de los dedos a los labios ahora ocultos para después tocar con ellas los míos, antes de volverse y abandonar la sala.
Elizabeth había contemplado la escena, pero no daba muestras de enfado.
—Es muy bella —me dijo.
—Sí, lo es. —Después miré a Elizabeth y añadí—: Tú también eres bella.
—Lo sé —dijo mirándome con una sonrisa.
—¡Qué muchacha más vanidosa!
—Una muchacha goreana —dijo— no necesita fingir que es modesta cuando sabe que es bella.
—Eso es cierto. Pero, ¿de dónde has sacado la noción de que eres bella?
—Mi amo me lo ha dicho —dijo levantando su preciosa nariz—, y mi amo no miente, ¿verdad que no?
—No demasiado a menudo, y menos cuando se trata de cuestiones de tal importancia.
—Por otra parte, he visto que los hombres me miran, y sé positivamente que alcanzaría un buen precio.
Debí parecer escandalizado.
—Sí —continuó diciendo ella—, estoy segura de que valgo muchos discotarns.
—Sí los vales —admití.
—Pero tú no me venderás, ¿verdad que no?
—No, de momento no. Ya veremos, si continúas complaciéndome.
—¡Oh, Tarl!
—Amo —corregí.
—Amo.
—¿Y bien? —inquirí.
—Procuraré seguir complaciéndote —dijo sonriendo.
Me rodeó el cuello con los brazos y me besó.
La retuve durante un buen rato en mis brazos, saboreando sus labios tibios, y la delicadeza de su lengua en la mía.
—Seré tu esclava para siempre —murmuró—. Para siempre, amo, para siempre.
Me resultaba difícil comprender que esa belleza que tenía en mis brazos había sido una vez una simple muchacha de la Tierra. Era casi incomprensible que esa criatura, ahora tuchuk y goreana, era la misma Elizabeth Cardwell, la joven secretaria que hacía ya tanto tiempo se encontrara inexplicablemente en medio de las llanuras de Gor, entre intrigas y circunstancias que tan lejos quedaban de su comprensión. No importaba lo que hubiese sido antes, no importaba que en la Tierra no tuviese más valor que un número de teléfono, que hubiese sido una empleada de poca importancia, con su salario, con la obligación de complacer e impresionar a otros empleados un poco más importantes que ella. No, todo eso no importaba, porque ahora era una criatura que vivía, con libertad de emociones, aunque su carne estuviera sujeta por las cadenas. Ahora era una chica vital, apasionada, enternecedora, amante, mía. Pensaba si aquella transformación habría sido posible en otras muchachas de la Tierra, si habrían podido acabar perteneciendo a un hombre, a un mundo, sin entender lo ocurrido. Me preguntaba si realmente habrían podido sobrevivir en un mundo en el que debían encontrarse con ellas mismas, para ser ellas mismas, un mundo en el que deberían correr, y respirar, y reír, y ser rápidas, y amables. Me preguntaba si otras chicas de mi planeta podrían conservar el orgullo, y hacer que sus corazones se sintieran libres y abiertos mientras su hombre las mantenía con el collar de la esclava durante el tiempo que le viniera en gana. Pero finalmente rechacé estos pensamientos, pues me parecieron cosa de locos.
En la corte del Ubar no quedábamos más que Kamchak y Aphris, Harold y Hereena, y yo junto a Elizabeth Cardwell.
Kamchak me miró desde el otro lado de la habitación.
—En fin —dijo—, parece que la apuesta ha salido bien.
—Apostaste que los otros pueblos, los kassars y los kataii —dije recordando de qué me hablaba—, acudirían en nuestra ayuda, y por eso decidiste no abandonar la ciudad para defender los boskos y los carros de los tuchuks. Realmente, era una apuesta peligrosa.
—Quizás no fuera tan peligrosa como crees, pues conozco a los kataii y a los kassars mejor que ellos mismos.
—Pero también me dijiste que una parte de tu apuesta no había acabado. ¿Ha acabado ya?
—Sí, ha acabado.
—¿Cuál era esta última parte?
—Preveía que los kataii y los kassars, y con el tiempo también los paravaci, comprenderían de qué manera habíamos estado divididos entre nosotros, y cómo nos habíamos destruido, y que al comprenderlo, intentarían ponerle remedio, reconociendo la necesidad de unir nuestros estandartes y poner a todos los millares a las órdenes de un solo mando...
—Es decir, preveías que reconocerían la necesidad de un Ubar San.
—Sí, eso es. En eso consistía la apuesta, en que comprenderían que necesitaban un Ubar San.
—¡Salve! —grité—. ¡Kamchak, Ubar San!
—¡Salve! —gritó Harold—. ¡Kamchak, Ubar San!
Kamchak sonrió y bajó la mirada.
—Pronto llegará la época de caza de los tumits —dijo.
Cuando se volvió para abandonar la habitación del trono de Phanius Turmus, Aphris de Turia se levantó para seguir sus pasos, discretamente.
Kamchak se giró para encararse con ella, que le miró, tratando de averiguar qué era lo que ocurría, pero la expresión de Kamchak era inescrutable. Aphris se quedó donde estaba.
Con gran delicadeza, Kamchak puso las manos en sus brazos y la atrajo hacia sí. Entonces, muy suavemente, la besó.
—¿Amo? —dijo ella, extrañada.
Las manos de Kamchak se pusieron sobre el pesado cierre del collar turiano que ella llevaba. Hizo girar la llave y lo abrió, para luego lanzarlo lejos.
Aphris no decía nada. Solamente se la veía temblar, y su cabeza se agitaba un poco. Se tocó el cuello, todavía incrédula.
—Eres libre —dijo el tuchuk.
Ella le miraba, y era evidente que no le creía.
—No temas. Te daré riquezas —dijo Kamchak sonriendo—. Volverás a ser la mujer más rica de todo Turia.
Aphris no podía responderle nada.
Ella, como los demás, estaba perpleja. Todos nosotros sabíamos que el tuchuk había asumido muchos riesgos para adquirirla. Todos sabíamos el alto precio que había pagado recientemente para que volviese a su carro, tras haber caído en las manos de otro guerrero.
No podíamos entender lo que había hecho.
Kamchak se volvió lentamente y dio la espalda a Aphris. Tomó las riendas de su kaiila, puso un pie en el estribo y montó con facilidad. Después, sin azuzar al animal, salió lentamente de la estancia. Los demás le seguimos, a excepción de Aphris, que permanecía atónita en pie ante el trono del Ubar, vestida de Kajira cubierta, pero ahora sin collar, libre. Se había llevado los dedos a los labios. Parecía aturdida, y sacudía su cabeza.
Caminé tras Kamchak, y Harold lo hacía a mi lado. Hereena y Elizabeth nos seguían, según los cánones, dos pasos atrás.
—¿Cómo es posible que haya perdonado a Turia? —le pregunté a Harold.
—Su madre era turiana —me respondió.
Me detuve.
—¿Acaso no lo sabías? —preguntó.
—No —dije sacudiendo la cabeza—, no lo sabía.
—Tras su muerte, Kutaituchik se aficionó a las cuerdas de kanda.
Kamchak estaba a bastante distancia de nosotros ahora. Harold me miró.
—Sí. Era una chica turiana a la que Kutaituchik había adoptado como esclava. Pero la apreciaba, y la liberó. Se quedó con él en los carros hasta que murió. Era la Ubara de los tuchuks.
Kamchak nos esperaba en el exterior de la puerta principal del palacio. Nuestras kaiilas estaban atadas allí y montamos. Hereena y Elizabeth correrían junto a los estribos.
Empezamos a cabalgar para descender por la avenida que nos llevaría a la puerta principal de la ciudad.
La cara de Kamchak seguía inescrutable.
—¡Esperad! —oímos.
Al girar nuestras monturas vimos a Aphris de Turia, descalza y vestida de Kajira cubierta, corriendo detrás de nosotros.
Se detuvo junto al estribo de Kamchak, y allí se quedó quieta, con la cabeza gacha.
—¿Qué significa esto? —preguntó Kamchak con severidad.
La muchacha no respondió, ni tampoco levantó la cabeza.
Kamchak hizo volver a su kaiila y continuó cabalgando hacia la puerta principal, con nosotros detrás. Aphris, como Hereena y Elizabeth, corría junto al estribo.
Kamchak tiró de las riendas, y todos nos detuvimos. Aphris estaba a su lado, con la cabeza gacha.
—Eres libre —le dijo Kamchak.
Ella, sin levantar la mirada, negó con la cabeza.
—No, no soy libre. Soy de Kamchak de los tuchuks.
Apoyó la cabeza tímidamente en la bota de piel de Kamchak.
—No te entiendo.
Aphris levantó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.
—Por favor, amo —imploró.
—Pero, ¿por qué?
—Porque el olor de los boskos ha acabado por gustarme —dijo sonriendo.
Kamchak también sonrió, y alargó su mano hacia ella.
—Cabalga conmigo, Aphris de Turia —dijo Kamchak de los tuchuks.
Ella tomó su mano, y él la levantó hasta la silla y la colocó frente a sí. Una vez sentada, se volvió y apoyó la cabeza en el hombro del guerrero, llorando dulcemente.
—Esta mujer —dijo Kamchak de los tuchuks con brusquedad, con voz severa, pero a la vez emocionada—, esta mujer se llama Aphris, ¡conocedla! ¡Es la Ubara de los tuchuks! ¡Es la Ubara Sana, la Ubara Sana de mi corazón!
Dejamos que Kamchak y Aphris se adelantaran, y los seguimos unos centenares de metros más atrás, siempre en dirección a la puerta principal de Turia. Abandonamos aquella ciudad, y su Piedra del Hogar, y a sus gentes. Volvíamos a los carros, a los espacios abiertos, a la llanura azotada por el viento que quedaba más allá de las puertas de las altas murallas turianas, de esa ciudad que sólo había sido conquistada una vez. Turia la de las nueve puertas. Turia, la ciudad de las llanuras meridionales de Gor.
A Tuka, la esclava, no le iba demasiado bien ahora que estaba en manos de Elizabeth.
En el campamento de los tuchuks, Elizabeth Cardwell me había pedido que esperase todavía otra hora más para liberarla.
—¿Por qué? —había preguntado yo.
—Porque lo mejor que pueden hacer los amos es no interferir entre las disputas de sus esclavas.
Me encogí de hombros. De todos modos no importaba, porque pasaría por lo menos otra hora antes de que estuviese listo para emprender el vuelo hacia las Sardar, con el huevo de los Reyes Sacerdotes a buen recaudo en la silla de mi tarn.
Bastante gente se había reunido por los alrededores, cerca del carro de Kamchak. Entre los que allí estaban figuraba el amo de Tuka, y también la chica. Recordaba cuán cruel había sido con Elizabeth en los largos meses que ésta había pasado con los tuchuks, y también cómo la había atormentado incluso cuando estaba desamparada en la jaula de un eslín, burlándose de ella y pinchándole con el bastón del bosko.
Era muy probable que Tuka hubiese adivinado lo que se preparaba en la mente de Elizabeth, porque salió corriendo tan pronto como vio que la americana se volvía hacia ella.
A una distancia no superior a los cincuenta metros, oímos un grito asustado, y vimos que Tuka caía al suelo después de que Elizabeth le hubiera hecho una presa que no desmerecía del mejor fútbol americano. Poco después se produjo un revoloteo vigoroso y polvoriento entre los carros. Se veía a dos figuras girando sin cesar, mordiéndose, abofeteándose, arañándose y de vez en cuando, a juzgar por el ruido caía algún puñetazo que otro, que normalmente iba a parar a las curvaturas protoplásmicas de la contrincante. Durante un rato siguieron las cosas en la misma tónica, hasta que por fin oímos los gritos pidiendo clemencia de Tuka. Cuando así ocurrió, si no recuerdo mal, Elizabeth estaba encima de la turiana y le agarraba por el pelo para golpearle una y otra vez la cabeza contra el suelo. El cuero que cubría el cuerpo de Elizabeth había sido arrancado en su mayor parte durante la pelea. En cambio Tuka, que solamente iba vestida de Kajira, ni siquiera había tenido esta suerte: cuando Elizabeth acabó con ella, a la turiana sólo le quedaba encima la Curla, la banda roja que mantiene el pelo atado a la parte posterior de la cabeza. Ahora cumplía un cometido diferente: atarle las muñecas por detrás. Acto seguido, Elizabeth ató una correa en la nariz de la esclava, y la condujo al riachuelo, en donde hallaría la fusta adecuada. Cuando encontró la que necesitaba, de suficiente flexibilidad y longitud, así como del espesor y la ligereza apropiados, ató a Tuka por la nariguera en las raíces de un arbusto pequeño pero robusto. Allí la azotó sonoramente. Después la desató del arbusto, y le permitió correr hacia el carro de su amo, todavía atada por la nariz y por las muñecas a la correa de Elizabeth, que la siguió en su carrera como si Tuka fuera un eslín cazador, administrándole los azotes necesarios para que corriese a mayor velocidad.