—¡Esclava!
Así lo ordenaban los Ritos Goreanos de Sumisión.
—¡No! —gritó ella mirándome con horror.
Se arrastró hacia atrás, por encima de la alfombra, fuera de sí, desamparada, violenta, mientras yo seguía con mi propósito. Intentaba combatirme, tal y como lo había previsto, y si hubiese estado a su alcance, en ese momento me habría matado. Le permití que se debatiera, que me arañara, que me mordiera y que gritara, y luego le di el beso del amo, y acepté la exquisita rendición que no tuvo más remedio que ofrecerme.
—¡Esclava! —susurraba Elizabeth—. ¡Esclava! ¡Esclava! ¡Soy una esclava!
Había pasado más de un ahn. Ella se encontraba entonces tendida entre mis brazos, sobre la alfombra, y me miraba con lágrimas en los ojos.
—Ahora ya sé lo que significa ser la esclava de un amo —dijo.
Yo callé.
—Aunque sea una esclava, por primera vez en mi vida soy libre.
—Por primera vez en tu vida, eres una mujer —remarqué.
—Me gusta ser una mujer. Estoy contenta de serlo, Tarl Cabot; estoy contenta.
—No olvides que eres sólo una esclava.
Sonrió y señalando a su collar dijo:
—Soy la muchacha de Tarl Cabot.
—Mi esclava.
—Sí, tu esclava.
Sonreí.
—No me pegarás demasiado a menudo, ¿verdad, amo?
—Eso ya lo veremos.
—Me esforzaré en complacerte, amo.
—Me alegra oírlo.
Tumbada de espaldas, con los ojos abiertos, miraba al techo del carro, a las colgaduras, a las sombras que la luz del fuego central proyectaban sobre las pieles enrojecidas.
—Soy libre.
La miré.
Se volvió y se apoyó en sus codos.
—Es extraño, soy una esclava..., pero soy libre. Soy libre.
—Ahora tengo que dormir —dije acomodándome sobre la alfombra de piel.
—Gracias —dijo besándome en el hombro—. Gracias por liberarme, Tarl Cabot.
Girando sobre mí mismo, la tomé por los hombros y la empujé contra la alfombra, mientras ella me miraba y reía.
—¡Ya basta de tantas tonterías sobre libertades! ¡Lo que has de recordar es que eres una esclava!
Acto seguido di un estirón de su nariguera.
—¡Ay! —exclamó.
Levante su cabeza de la alfombra sin soltar el anillo. Los ojos le lloraban a causa del dolor.
—Desde luego —dijo Elizabeth—, ésta no es la manera indicada de respetar a una señorita.
Le retorcí la nariguera y se le saltaron las lágrimas.
—Claro que yo sólo soy una esclava.
—Y eso no debes olvidarlo —le recomendé.
—No, no, amo —sonrió.
—No me pareces suficientemente sincera.
—¡Pero lo soy! —dijo riendo.
—Creo que lo mejor será que te echemos a las kaiilas.
—Pero entonces, ¿dónde podrás encontrar a otra esclava tan maravillosa como yo?
—¡Muchacha insolente!
—¡Ay! —gritó al sentir que daba otro estirón de su nariguera—. ¡Basta, por favor!
Con mi mano izquierda di un tirón al collar, que se apretó contra la parte posterior del cuello.
—No olvides que en tu cuello llevas un collar de acero.
—¡Tu collar! —dijo inmediatamente.
Le di una palmada en el muslo y añadí:
—Y en este muslo también creo recordar que llevas la marca de los cuatro cuernos de bosko.
—¡Soy tuya! ¡Como un bosko!
Contuvo un grito al ver que volvía a tenderla sobre la alfombra, y luego me miró con ojos traviesos.
—Soy libre.
—Por lo visto, no has aprendido el significado del collar.
Elizabeth se rió con ganas. Finalmente levantó los brazos y los puso delante de mí, tierna y delicadamente.
—Tranquilo —dijo—. Esta muchacha ha aprendido bien la lección del collar.
Me eché a reír.
Ella volvió a besarme.
—Vella de Gor —dijo—, quiere a su amo.
—¿Y qué ocurre con la señorita Elizabeth Cardwell?
—¿La preciosa secretaria? —dijo con sorna.
—Sí, la secretaria.
—No es secretaria. No es más que una esclava goreana.
—De acuerdo. ¿Qué ha pasado con ella?
—No sé si habrás oído —susurró— que a esa muchacha, a Elizabeth Cardwell, la horrible chiquilla, su amo la ha obligado a rendirse como esclava.
—Sí, eso he oído.
—Ese amo es una bestia cruel.
—Y ahora, ¿cómo está ella?
—Esa esclava está ahora enamorada locamente de esa bestia.
—¿Cuál es su nombre?
—Se llama igual que quien hizo rendirse a Vella de Gor.
—¿Cómo dices que se llama?
—Tarl Cabot.
—Ése sí que es un tipo afortunado. Tales mujeres no están al alcance de cualquiera.
—Están celosas una de otra —dijo Elizabeth como confidencialmente.
—¿Y eso?
—Cada una intenta complacer a su amo más que la otra, para así convertirse en la favorita.
La besé.
—Me pregunto cuál será la favorita —dijo.
—Deja que las dos le complazcan —sugerí—, deja que cada una intente hacerlo mejor que la otra.
Estuvimos besándonos y acariciándonos durante un largo rato. Y de vez en cuando, a lo largo de toda la noche, Vella de Gor y la pequeña salvaje, Elizabeth Cardwell, solicitaban servir al placer del amo, y éste les permitía hacerlo. Pero no podía decidirse entre una de las dos, pese a que ahora podía tomarse las cosas con más calma, sopesándolas.
Ya era de madrugada, y él se encontraba ya casi completamente dormido, cuando las sintió contra sí, con sus mejillas apoyadas en su muslo.
—Chicas —murmuró el guerrero—, no olvidéis que lleváis mi acero.
—No lo olvidaremos —respondieron.
Y él sintió sus besos.
—Te amamos, te amamos —oyó que decían.
Mientras caía dormido, decidió que las mantendría a ambas como esclavas durante unos cuantos días, aunque sólo fuese para darles una lección. Además, como bien recordaba, el que libera a una esclava no es más que un estúpido.
El sol todavía no había salido, y en la oscuridad, las fuerzas de Kamchak llenaban las calles de Turia, sobre todo alrededor del recinto de Saphrar. Allí esperaban en silencio sus soldados, que no parecían más que sombras sobre las piedras. A veces se podían distinguir los destellos que el armamento o el equipo de los hombres provocaban a la luz pálida de una de las lunas. Una tos o el frufrú del cuero. A un lado oí cómo alguien afilaba una quiva, mientras otro procedía a tensar la cuerda de su pequeño arco.
Kamchak, Harold y yo nos hallábamos con otros oficiales en la azotea de un edificio que quedaba junto al recinto de Saphrar.
Al otro lado de las murallas podíamos oír a los centinelas dando las novedades de su puesto.
Kamchak permanecía en la penumbra, con las manos apoyadas en el pequeño muro que rodeaba la azotea en la que nos encontrábamos.
Hacía ya más de una hora que había dejado mi carro de comandante. Uno de los guardias del exterior se había encargado de avisarme. Cuando me iba, Elizabeth Cardwell se despertó. No nos dijimos nada, pero la abracé para cubrirla de besos antes de abandonar el carro.
De camino hacia el recinto de Saphrar, me había encontrado con Harold. Juntos comimos algo de carne seca de bosko y bebimos un poco de agua en uno de los carros de provisiones destinado a uno de los millares de la ciudad. En nuestro grado de comandantes, podíamos comer donde quisiéramos.
Los tarns que Harold y yo habíamos robado del torreón de Saphrar estaban ahora en el interior de la ciudad, y a nuestra disposición, pues había pensado que podían sernos de utilidad, aunque sólo fuera para enviar informes de un punto a otro. Naturalmente, en la ciudad también abundaban las kaiilas. Las había a millares, aunque los cuerpos principales de estas monturas estaban fuera de la ciudad, desde donde podían maniobrar mucho más fácilmente.
Oí que alguien mascaba cerca de mí, y al volverme vi que Harold, que había tomado del carro de intendencia algunas tiras de carne de bosko metiéndolas en su cinturón, se dedicaba a ir cortando con su quiva los trozos de carne con los que luego se llenaba la boca.
—Ya es casi de día —masculló al ver que le observaba.
Asentí.
Kamchak se inclinó hacia delante y continuó observando el recinto. En aquella oscuridad parecía un jorobado a causa de la brevedad de su cuello y de la amplitud de sus hombros. No se había movido de ese lugar en el último cuarto de ahn. Esperaba a que amaneciera.
Al dejar el carro había notado que Elizabeth Cardwell, aunque no me decía nada, estaba asustada. Recordaba sus ojos, y sus labios, que temblaban en los míos. Luego había separado sus manos de mi cuello y dado la vuelta para salir del carro. Pensaba en si volvería a verla.
—Yo, lo que haría —decía Harold— es enviar a la caballería de tarns por encima de las murallas, para que lanzaran sobre ellas millares de flechas. Después en una segunda oleada, utilizaría a los tarns que llevaran docenas de cuerdas de guerreros a los tejados de los edificios principales; así podrían tomarlos y quemar el resto.
—Pero, ¡si no tenemos caballería de tarns!
—Ése es el punto débil de mi plan —dijo Harold sin dejar de masticar carne.
Cerré los ojos brevemente, y después volví a mirar al oscuro recinto que quedaba al otro lado de la calle.
—Ningún plan es perfecto —reconoció.
Me volví a uno de los comandantes de centenar, el que estaba a cargo de los hombres a los que había entrenado con la ballesta, y le pregunté:
—¿Ha entrado o salido algún tarn del recinto durante esta última noche?
—No —respondió el oficial.
—¿Estás seguro?
—Había luna llena, y no hemos visto nada. Eso sí, he contado tres o cuatro tarns que están ahí dentro desde antes.
—No permitáis que escapen.
—Intentaremos que no lo hagan.
Ahora, por el este, del mismo modo que en la Tierra, podíamos distinguir algo de luminosidad en el cielo. Me pareció notar que mi respiración se había hecho más profunda.
Kamchak seguía sin moverse.
Abajo se oía el murmullo que los hombres producían al comprobar sus armas.
—¡Ahí va un tarn! —gritó uno de los que estaba con nosotros en la azotea.
Allí arriba, muy alto, tanto que no parecía más que un punto en el cielo, vimos a un tarn volando hacia el recinto de Saphrar, procedente de la torre en la que creía que Ha-Keel se había hecho fuerte.
—¡Preparados para disparar! —ordené.
—No —dijo Kamchak—, dejadle entrar.
Los hombres no dispararon, y el tarn, una vez se encontró casi sobre el centro del recinto, siempre manteniéndose lo más lejos posible de nuestro fuego, descendió bruscamente, levantando las alas y abriéndolas solamente en el último momento para aterrizar en el techo del torreón, muy lejos del alcance de nuestras ballestas.
—Saphrar puede escapar —observé.
—No —dijo Kamchak—, para Saphrar no hay escapatoria posible.
No dije nada.
—Su sangre me pertenece —insistió Kamchak.
—¿Quién es el jinete? —pregunté.
—Ha-Keel, el mercenario. Viene a negociar con Saphrar, pero sería mejor que lo hiciera conmigo, sean cuales sean los términos de esa negociación, pues yo dispongo de todo el oro y de todas las mujeres de Turia, y cuando caiga la noche poseeré también las hordas privadas de ese mercader.
—Ten cuidado, Kamchak —le advertí—, porque los tarnsmanes de Ha-Keel pueden volverse contra ti en lo más fuerte de la batalla.
Kamchak no me respondió.
—Los mil tarnsmanes de Ha-Keel —dijo Harold— han abandonado su torre antes del amanecer y emprendido camino hacia Puerto Kar.
—Pero, ¿por qué? —pregunté.
—Han recibido una buena cantidad de oro turiano, un material del que disponemos en grandes cantidades.
—Entonces, Saphrar está solo.
—Más solo de lo que piensa.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Espera y verás —repuso Harold.
La luz del este se había hecho ya mucho más clara, y podía ver los rostros de los hombres que aguardaban ahí debajo. Algunos llevaban correas de cuero con ganchos de metal a un extremo, mientras que otros aguantaban escaleras.
Intuía que el ataque total al recinto se produciría en el plazo de un ahn.
La Casa de Saphrar estaba rodeada literalmente por millares de guerreros.
Sobrepasábamos en número a los desesperados defensores de sus murallas, quizás en una proporción de veinte a uno. La lucha iba a resultar encarnizada, pero no parecía que el resultado estuviera en duda, ni siquiera antes de empezarla. Y particularmente ahora que los tarnsmanes de Ha-Keel habían dejado la ciudad, con las albardas de sus monturas repletas de oro turiano.
Kamchak volvió a tomar la palabra:
—He esperado durante mucho tiempo la sangre de Saphrar de Turia.
Levantó la mano, e inmediatamente un hombre que estaba a su lado subió al muro de la azotea para emitir un largo toque con su cuerno de bosko.
Creí que ésa podía ser la señal para que empezara el ataque, pero ninguno de los hombres se movió.
Ocurrió lo contrario. Con asombro, vi que una de las puertas del recinto se abría, y algunos hombres de armas salían cautelosamente, con un saco en la mano y en la otra sus armas, preparadas. Avanzaron en fila por la calle situada debajo de nosotros, bajo la mirada desdeñosa de los guerreros de los Pueblos del Carro. Cada uno de esos hombres se dirigió a una larga mesa, sobre la que había varias balanzas de pesas, y cada uno de ellos recibió cuatro piedras goreanas de oro, alrededor de tres kilos terrestres, y las guardó en el saco a tal fin. Les escoltarían hasta las afueras de la ciudad, porque el peso de cuatro piedras en oro es una fortuna.
Yo estaba profundamente sorprendido. No comprendía lo que ocurría. Por delante nuestro ya debían haber pasado centenares de guerreros que hasta pocos instantes todavía militaban en las filas de Saphrar.
—No... No lo entiendo —le dije a Kamchak.
El no se volvió para mirarme, sino que continuó observando el recinto.
—Deja que Saphrar de Turia muera por el oro —dijo.
Solamente entonces tuve conciencia de lo que estaba ocurriendo, y comprendí también la profundidad del odio que Kamchak sentía por Saphrar.
Hombre a hombre, piedra de oro a piedra de oro, se estaba acercando la muerte de Saphrar. Sus murallas, sus defensas estaban siendo adquiridas, grano a grano, arrebatándosele de entre las manos. Su oro no podía comprar ya los corazones de los hombres. Kamchak, para no desmerecer de la crueldad propia de los tuchuks, se quedaría tranquilamente a un lado y moneda a moneda, poco a poco, compraría a Saphrar de Turia.