Los niños del Brasil (28 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
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Hizo una inspiración profunda y dejó escapar el aire.

—¿Diga?

—Sí —se enderezó—. ¿Está el señor Henry Wheelock?

—Sí, pero está en el fondo.

—¿Es usted la señora Wheelock?

—Sí, la misma.

—Mi apellido es Franklin, señora. Tienen ustedes un hijo de unos catorce años.

—Así es.

Gracias a Dios.

—Yo organizo viajes para chicos de esa edad. ¿No les interesaría a ustedes enviarlo a Europa el próximo verano?

Se oyó una risa.

—Oh, no, no lo creo.

—¿Puedo mandarle un folleto?

—Claro que puede, pero no le servirá de mucho.

—La dirección, ¿es Old Buck Road?

—Pero es que, realmente, no va a viajar.

—Buenas noches, entonces. Lamento haberla molestado.

Al salir de la cabina tomó un folleto del mostrador de alquiler de coches, sin personal en ese momento, y se sentó a leerlo, levantando la vista cada vez que veía moverse la puerta giratoria.

Mañana alquilaría un coche para ir a New Providence. Y una vez resuelto el asunto Wheelock iría a Nueva York, devolvería el coche, y vendería un diamante antes de volar a Chicago. Siempre que Robert K. Davis viviera todavía en Kankakee.

Pero ¿dónde infiernos estaba
Liebermann
?

A las nueve entró en la cafetería y ocupó un taburete ante el mostrador, desde donde podía ver la puerta giratoria a través de los cristales. Se tomó unas tostadas con huevos revueltos y bebió el peor café del mundo.

Al salir pidió cambio de un dólar y volvió a entrar en la cabina telefónica para llamar al hotel. Tal vez Liebermann hubiera entrado por la puerta lateral.

No, no había llegado. Seguían esperándole.

Llamó a los dos aeropuertos, en la esperanza —¿no era posible, acaso?— de que se hubiera estrellado el avión.

No tuvo tanta suerte. Todos los vuelos estaban llegando, además, dentro del horario.

El hijo de puta debía haberse quedado en Mannheim. Pero ¿por cuánto tiempo? Era demasiado tarde para llamar a Viena y pedirle información a esa Fräulein Zimmer. O demasiado temprano, más bien; allá no eran ni siquiera las cuatro de la mañana.

Empezó a preocuparle la idea de que a alguien pudiera llamar la atención el verle sentado toda la tarde en el vestíbulo, vigilando la puerta.

¿Dónde estás, maldito judío? ¡A ver si vienes de una vez para que pueda matarte!

*

El miércoles por la tarde, minutos después de las dos, Liebermann se bajó de un taxi atascado en medio del tráfico en mitad del centro de Manhattan y, pese a la lluvia helada, siguió a pie por la acera. Su paraguas, prestado por Marvin y Rita Farb, en cuya casa se había quedado a pasar la noche, tenía en cada uno de los sectores de tela un color más llamativo que el otro (es un paraguas, se recordó, y alégrate de tenerlo).

Chapoteando, recorrió con paso vivo la acera oeste de Broadway, esquivando otros paraguas (negros) y pasando junto a hombres que empujaban perchas de vestidos cubiertas de plástico. Al pasar, miró el número de los edificios de oficinas y apretó el paso.

Recorrió unas siete u ocho manzanas, atravesó una calle y miró el edificio que allí se alzaba, una construcción destinada a oficinas, con una tienda de artículos eléctricos en la planta baja y unas veinte plantas de mampostería hosca y ventanas estrechas; después se dirigió hacia el arco de la entrada y con la espalda empujó la pesada puerta de vaivén, mientras cerraba su paraguas multicolor.

Atravesó el vestíbulo revestido por una alfombra negra (más bien pequeño y ocupado en su mayor parte por un quiosco de revistas y golosinas) y se unió a la media docena de personas que esperaban los ascensores; se sacudió los zapatos empapados y con la punta del paraguas dio unos golpecitos sobre el mojado felpudo de goma, provocando una pequeña lluvia.

En el piso doce —oscuro y con la pintura descascarillada— fue leyendo los números pintados en las puertas:
1202, Aaron Goldman, Flores artificiales; 1203, C. M. Roth, Cristalería importada; 1204, B. Rosenzweig, Muñecas de porcelana
. En el panel de la habitación 1205 se leían las letras YJD, hechas con un adhesivo metálico, la D un poquito más alta que las otras dos letras. Liebermann golpeó con los nudillos en el cristal translúcido y detrás se vio aparecer algo borroso, de color carne y blanco.

—¿Sí? —preguntó la voz de una mujer joven.

—Soy Yakov Liebermann.

Se oyó un clic y la abertura del buzón colocado bajo el panel de cristal se iluminó.

—Páseme su documento de identidad, por favor.

Cuando Liebermann sacó el pasaporte para pasarlo por la ranura, sintió que se lo tomaban de los dedos.

Esperó. La puerta tenía dos cerraduras, una que parecía ser la original y, debajo, otra aparentemente nueva, de bronce pulido.

Se oyó el ruido de un cerrojo y la puerta se abrió. Liebermann entró.

—Shalom —le saludó, sonriente, una muchacha gordezuela de unos dieciséis años, con el pelo rojo peinado hacia atrás, que le ofrecía su pasaporte.

—Shalom —repitió él, tomándolo.

—Tenemos que andar con cuidado —se disculpó la chica. Cerró la puerta y volvió a echar el cerrojo. Llevaba un jersey blanco y tejanos azules, muy ajustados; el pelo le caía por la espalda y lo llevaba recogido en una brillante cola de caballo.

Estaban en una minúscula antesala atestada de objetos: un escritorio, una fotocopiadora sobre una mesa donde había también pilas de papel blanco y rosado; estantes de madera sin pintar, repletos de volantes y de reimpresiones de periódicos; en la pared opuesta había una puerta, casi cerrada, que tenía pegado un cartel de los
Young Jewish Defenders
, los Jóvenes Defensores Judíos: una mano que esgrimía una daga, frente a una estrella judía, azul.

La joven tendió la mano hacia el paraguas y Liebermann se lo dio; ella lo puso en una papelera metálica donde había ya otros dos, negros, mojados.

—¿Es usted la señorita que me atendió por teléfono? —preguntó Liebermann mientras se quitaba el abrigo.

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Pues preparó todo con mucha eficiencia. ¿Ya ha llegado el rabí?

—En este momento —la chica le recibió el sombrero y el abrigo.

—Gracias. ¿Cómo está su hijo?

—Todavía no se sabe. Su estado es estacionario.

—Mmmm —Liebermann sacudió la cabeza, comprensivo.

La muchacha encontró lugar para el abrigo y el sombrero en una percha atestada. Mientras se enderezaba la chaqueta y se pasaba una mano por el pelo, Liebermann echó un vistazo a las pilas de volantes amontonados en un estante, junto a
él: El nuevo judío; Nada de compromisos; KISSinger OF DEATH
… ingenioso: el
bessinger
de la muerte.

Disculpándose, la chica pasó por delante de Liebermann para llamar a la puerta entreabierta; la abrió un poco más y miró hacia dentro.

—¿Reb? Aquí está el señor Liebermann.

Empujó la puerta hasta abrirla del todo y se apartó, mirando con una sonrisa a Liebermann.

Mientras éste entraba en una oficina demasiado caldeada, llena de gente, de mesas y de bullicio, un hombre macizo y de barba rubia le miró con gesto hosco, en tanto que desde atrás del escritorio se le acercaba el rabí Moshe Gorin. Apuesto y sonriente de pelo oscuro y mandíbula azulada, vestía una chaqueta de tweed y una camisa amarilla de cuello abierto. Tomó enérgicamente en las suyas la mano de Liebermann y se quedó mirándole con sus magnéticos ojos castaños realzados por las ojeras.

—Desde que era niño deseaba conocerle —expresó con voz suave, pero intensa—. Es usted uno de los pocos hombres de este mundo a quienes realmente admiro, y no solamente por lo que hizo, sino por haberlo hecho sin ninguna ayuda del
establishment
. Y me refiero al
establishment
judío.

—Gracias —respondió Liebermann, complacido en medio de su confusión—. También yo quería conocerle, rabí. Y le agradezco que haya accedido a venir.

Gorin le presentó a los demás. El de barba rubia y nariz de halcón, con un apretón de manos que recordaba a una apisonadora, era su segundo, Phil Greenspan. El hombre alto, medio calvo, con gafas, era Elliott Bachrach. Otro, corpulento y de barba negra, Paul Stern. El más joven, de unos veinticinco años, con espeso bigote negro, ojos verdes y otro apretón de manos que se las traía, Jay Rabinowitz. Todos estaban en mangas de camisa y, lo mismo que Gorin, llevaban solideo.

Acercaron unas sillas desde las otras mesas y las dispusieron de manera que pudieran sentarse alrededor de un ángulo de la de Gorin. Bachrach, el alto de las gafas, se sentó detrás de Gorin en el alféizar de una ventana, con los brazos cruzados y la cortina totalmente corrida a sus espaldas. Liebermann, sentado frente a Gorin, recorrió con la vista a los hombres de aspecto sobrio y fuerte y el despacho descuidado y atestado, con sus mapas de la ciudad y del mundo clavados en las paredes, un encerado sostenido por un caballete, pilas de libros y periódicos.

—Mejor será que no mire este lugar —Gorin le restó importancia con un gesto de la mano.

—No es tan diferente de
mi
oficina —le informó Liebermann, sonriente—. Un poquito más grande, tal vez.

—Pues lo siento por usted.

—¿Cómo sigue su hijo? —preguntó Liebermann.

—Espero que mejore —respondió Gorin—. En este momento, estacionario.

—Le agradezco que haya venido.

Gorin se encogió de hombros.

—Su madre está con él, y yo ya he dicho mis plegarias —sonrió.

Liebermann trató de ponerse cómodo en la silla.

—Cada vez que hablo… en público, por supuesto —aclaró—, me preguntan qué pienso de usted, y siempre contesto que, como nunca nos hemos encontrado personalmente, no he podido formar opinión —sonrió a Gorin—. Ahora tendré que dar una nueva respuesta.

—Favorable, espero —sonó el teléfono que había en la mesa—. ¡Aquí no hay nadie, Sandy, a menos que sea mi mujer! —gritó Gorin hacia la puerta. Después se dirigió a Liebermann—: ¿No espera usted ninguna llamada, verdad?

El interrogado sacudió la cabeza.

—Nadie sabe que estoy aquí. Se supone que estoy en Washington —carraspeó para aclararse la garganta y se apoyó las manos en las rodillas—. Ayer tarde iba camino para allá, con intención de dirigirme al FBI para que me ayude en algunos asesinatos que estoy investigando, aquí y en Europa. Obra de hombres que pertenecieron a las SS.

—¿Son cosa reciente? —Gorin parecía preocupado.

—Es algo que está sucediendo ahora —le informó Liebermann—, combinado desde Sudamérica por la
Kameradenwerk
y el doctor Mengele.


Ese
hijo de puta… —definió Gorin. Los otros hombres se movieron en sus asientos y Greenspan, el de la barba rubia, se dirigió a Liebermann:

—Tenemos un grupo nuevo en Río de Janeiro. Tan pronto como contemos con la gente suficiente, organizaremos un comando para que se ocupe de él.

—Ojalá tengan suerte —le deseó Liebermann—. Sigue vivito y coleando, y es él quien maneja todo este asunto. En septiembre mató a un joven judío, un muchacho de Evanston, Illinois, allá en Brasil. El chico estaba hablando por teléfono conmigo, poniéndome al tanto de esto. Ahora, mi problema es el tiempo que va a ser necesario para convencer al FBI de que hablo con conocimiento de causa.

—¿Por qué esperó tanto? Si en septiembre ya sabía…

—Es que no sabía —explicó Liebermann—. Todo era puro «si» y «quizá», pura incertidumbre. Solamente ahora he conseguido ver con coherencia todo el asunto —suspirando, sacudió la cabeza—. De modo que en el avión se me ocurrió de pronto que tal vez ustedes —dejó de dirigirse a Gorin para mirarlos a todos—, los Jóvenes Defensores Judíos, pudieran darme una mano en esto mientras yo voy a Washington.

—Cualquier cosa que podamos hacer, no tiene más que pedírnosla —le aseguró Gorin, y los demás asintieron.

—Gracias, era lo que esperaba. Se trata —siguió explicando Liebermann— de vigilar a alguien, en Pennsylvania. El pueblo es New Providence, un puntito en el mapa, cerca de la ciudad de Lancaster.

—Pennsylvania… tierra de holandeses —observó el hombre de barba negra—. La conozco.

—Ese hombre es el próximo que matarán aquí. El 22 de este mes, pero
es probable
que antes. Tal vez falten sólo unos pocos días, de manera que hay que tenerlo vigilado. Pero tampoco hay que asustar a quien proyecte matarle, no sea que huya, ni menos darle muerte; lo que hay que hacer es capturarle, para interrogarle —miró a Gorin—. ¿Tienen ustedes gente que pueda hacer un trabajo así? ¿Vigilar a alguien y capturar a un hombre?

Gorin hizo un gesto afirmativo.

—Está usted ante ellos —dijo Greenspan y después se dirigió a Gorin—: Que Jay se haga cargo de la demostración, que yo me ocuparé de esto.

Gorin sonrió, inclinó la cabeza hacia Greenspan y explicó a Liebermann:

—Lo que más lamenta nuestro amigo es haberse perdido la Segunda Guerra Mundial. Es el que dirige nuestras clases de combate.

—Espero que no sea durante más de una o dos semanas —aclaró Liebermann—, nada más que hasta que se haga cargo el FBI.

—Pero
a ellos
, ¿para qué los quiere? —preguntó el joven de bigote.


Nosotros
—completó Greenspan, dirigiéndose a Liebermann—, se lo capturaremos y conseguiremos obtener de él más información que ellos, y más rápido. Se lo garantizo.

Sonó el teléfono. Liebermann sacudió la cabeza.

—Tengo que recurrir a ellos, porque el asunto tiene que pasar a la Interpol. Hay otros países implicados y cinco hombres más, aparte del que capturemos.

Gorin, que miraba hacia la puerta, se volvió hacia Liebermann.

—¿Cuántos muertos ha habido ya? —preguntó.

—Ocho, que yo sepa.

Gorin hizo un gesto de dolor. Alguien silbó.


Siete
, que yo sepa —se corrigió Liebermann—. Y uno muy probable, pero tal vez más.

—¿Judíos? —preguntó Gorin. Liebermann negó con un gesto.

—¿Por qué? —intervino Bachrach, desde la ventana—. ¿Para qué es todo esto?

—Sí —lo apoyó Gorin—. ¿Quiénes eran, y quién es el de Pennsylvania?

Liebermann inhalo profundamente y volvió a soltar el aire, inclinándose hacia delante.

—Si les digo que es muy, muy importante —expresó—, más importante, a la larga, que el antisemitismo ruso y las presiones sobre Israel… ¿se conformarían con eso? Les aseguro que no estoy exagerando.

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