Los niños del Brasil (26 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
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Klaus estaba sentado, con su plato, a la derecha de Liebermann, que también tenía frente a sí un plato de pastel de carne de aspecto reseco y una ración de zanahorias que olían a salsa de menta.

—Y aun así —continuó Nürnberger— mi joven doble podría terminar siendo muy diferente de
este
Eduard Nürnberger. Tal vez su profesor de Biología no se aficionara tanto a él como sucedió con el mío. Es posible que alguna chica accediera a acostarse con él a edad más temprana de lo que me sucedió a mí. Y leería diferentes libros, o vería la televisión a las horas en que yo escuchaba la radio, estaría sujeto a miles de encuentros aleatorios que podrían hacer de él un individuo más o menos agresivo de lo que lo soy yo, más o menos afectuoso, con mayor o menor sentido del humor, etcétera.

Lena se sentó a la izquierda de Liebermann, mirando a Klaus por encima de la mesa.

Nürnberger siguió hablando, mientras partía con el tenedor el pastel de carne:

—Mengele tenía conciencia de hasta qué punto era azarosa toda la operación, de modo que produjo
muchos
niños y les buscó los hogares adecuados. Se sentirá feliz, me imagino, si algunos de ellos, uno por lo menos, le resulta exactamente igual.

—¿Ve usted ahora —preguntó Klaus a Liebermann— por qué matan a los padres adoptivos?

Liebermann hizo que sí con la cabeza.

—Para…, no sé qué palabra usar…, para dar
forma
a los niños.

—Exactamente —aprobó Nürnberger—. Para darles forma, para tratar de que sean Mengele en lo
psicológico
, no solamente en lo genético.

—Él perdió a su padre cuando tenía una edad determinada —agregó Klaus—, de modo que a los niños debe pasarles lo mismo; perder al hombre que
consideran
como a su padre.

—Fue, sin duda, un hecho de importancia primordial para su evolución psíquica —dijo Nürnberger.

—Es como abrir una caja de seguridad —comentó Lena—. Si uno puede mover el disco marcando todos los números correctos, en el orden establecido, la puerta se abre.

—A menos que, entre ellos, se girara el disco hacia un número equivocado —señaló Klaus—. Las zanahorias están estupendas.

—Gracias.

—Sí, todo está realmente delicioso —coincidió Nürnberger.

—Mengele tiene los ojos castaños.

Nürnberger volvió a mirar a Liebermann.

—¿Está seguro?

—Yo he tenido en la mano su documento de identidad argentino. «Ojos castaños». Y el padre era un industrial adinerado, no un funcionario. Fabricante de maquinaria agrícola.

—Ah, ¿son
esos
Mengele? —interrogó Klaus.

Liebermann hizo un gesto de asentimiento.

—No es extraño que pudiera pagarse el equipo —apuntó Nürnberger, mientras se servía ensalada—. Claro que, si los ojos no concuerdan, el dador no puede haber sido él.

—¿Sabe usted quién preside la Organización de los Camaradas? —preguntó Lena a Liebermann.

—Un coronel de apellido Rudel; Hans Ulrich Rudel.

—¿De ojos azules? —indagó Klaus.

—No lo sé. Tendría que verificarlo, lo mismo que su historia familiar.

Liebermann miró el tenedor que tenía en la mano, pinchó una rebanada de zanahoria, la levantó, después de observada se la llevó a la boca.

—En todo caso —insistió Nürnberger—, ya sabe usted a qué vienen esas muertes. ¿Qué es lo que proyecta hacer ahora?

Liebermann se quedó sentado en silencio durante un momento, bajó el tenedor, se sacó la servilleta de encima de las rodillas y la dejó sobre la mesa.

—Discúlpenme —dijo, y poniéndose de pie, salió de la cocina.

Lena le siguió con la mirada; después volvió la vista al plato de Liebermann y finalmente a Klaus.

—Eso no es —le aseguró él.

—Espero que no —suspiró Lena, mientras con el tenedor partía un trozo de su pastel de carne.

Klaus miraba por encima de ella a Liebermann, que se dirigió hacia los estantes de libros en la otra habitación.

—No es que esta carne no sea excelente —Nürnberger dejó hecha la salvedad—, pero algún día, gracias a la reproducción mononuclear, todos comeremos mucha mejor carne, y más barata. Será algo revolucionario para la ganadería. Y también preservarán las especies que hoy corren peligro, como ese hermoso leopardo que hay allí.

—¿La defiende usted? —se asombró Klaus.

—No es cosa que necesite defensa —respondió Nürnberger—. Es una técnica, y como a cualquier otra técnica que se les ocurra a ustedes pensar, se le puede dar buen o mal uso.

—A mí no se me ocurren más que dos usos buenos —insistió Klaus— y son los que acaba usted de mencionar. Déme papel y lápiz, y en cinco minutos le anotaré cincuenta malos.

—¿Por qué tienes que ponerte siempre en la oposición? —cuestionó Lena—. Si el profesor hubiera dicho que es algo terrible, ahora estarías tú hablando de la ganadería.

—Eso no es verdad —se defendió Klaus.

—Sí que lo es. Es capaz de discutir sus propias proposiciones.

Klaus miró más allá de Lena, hacia donde estaba Liebermann, de pie, de perfil, inclinada la cabeza sobre un libro abierto, meciéndose ligeramente: un judío en oración. Pero no era la Biblia, ya que ellos no la tenían entre sus libros. ¿Sería el propio libro de Liebermann? Lo había tomado más o menos de ese lugar. ¿Estaría verificando lo de los ojos del coronel?

—¿Klaus? —Lena le ofrecía la ensaladera. Klaus la tomó.

—Se me va a hacer muy difícil no decir palabra de todo esto —comentó Nürnberger.

—Es lo que debe hacer, sin embargo —le dijo Klaus.

—Sí, ya lo sé, pero no será fácil. Dos de los ayudantes de mi departamento han estado intentándolo con óvulos de coneja.

Liebermann estaba en la puerta de la cocina, con aspecto derrotado, el rostro color ceniza y las gafas colgándole de la mano que pendía junto a su cuerpo.

—¿Qué pasa? —Klaus volvió a dejar la ensaladera.

Nürnberger levantó los ojos; Lena se volvió en su silla.

—Por favor, quisiera hacerle una pregunta tonta —Liebermann se dirigía a Nürnberger.

El interrogado hizo un gesto afirmativo.

El sujeto que da el núcleo —murmuró Liebermann—, el dador… ¿tiene que estar vivo, no?

—No, no necesariamente —contestó Nürnberger—. Individualmente, las células no están vivas ni muertas; solamente intactas o no. Con un mechón de cabellos de Mozart…, qué digo un mechón, con un solo pelo de la cabeza de Mozart, alguien con la habilidad y el equipo necesarios… y las mujeres —sonrió dirigiéndose a Klaus, y después volvió a mirar a Liebermann— podría obtener unos
cuantos centenares
de Mozart niños. Con encontrarles los hogares adecuados, terminaríamos por tener cinco o diez Mozart adultos, y una buena cantidad adicional de buena música en este mundo.

Liebermann parpadeó, avanzó un paso, vacilante, negó con la cabeza.

—Música no —balbuceó—. Mozart, no.

Sacó la mano que tenía detrás de la espalda y les mostró un título:
Hitler
. En la tapa del volumen de bolsillo se destacaban tres pinceladas negras; el bigote, la nariz afilada, el mechón sobre la frente.

—Su padre era funcionario —explicó—, de aduanas. Tenía cincuenta y dos años cuando… nació el niño. La madre, veintinueve. —Miró a su alrededor en busca de un lugar donde dejar caer el libro, no lo encontró y lo puso sobre uno de los quemadores de la cocina. Volvió a mirarles, mientras se frotaba la mano contra el costado—. El padre murió a los 65 años —concluyó—. Cuando el muchacho tenía 13 años, casi 14.

*

Dejaron todo sobre la mesa para ir a sentarse en la otra habitación: Liebermann y Klaus de nuevo sobre el diván, Nürnberger en el taburete, Lena en el suelo.

Se quedaron mirando los vasos vacíos sobre el baúl que hacía las veces de mesa, los tazones con zanahorias y almendras. Se miraban unos a otros.

Klaus levantó unas cuantas almendras y empezó a sacudirlas en la palma de la mano.

—Noventa y cuatro Hitler —repetía Liebermann, sacudiendo la cabeza—. No. No es posible.

—Claro que no es posible —confirmó Nürnberger—. Hay noventa y cuatro niños con la
misma dotación genética de Hitler
, pero que pueden ser muy diferentes, como sucederá probablemente con la mayoría.

—Con la mayoría —le hizo eco Liebermann, haciendo gestos con la cabeza a Klaus y a Lena—. Con la
mayoría
. —Volvió a mirar a Nürnberger—. Es decir, que quedan
algunos
—resumió.

—¿Cuántos? —quiso saber Klaus.

—No lo

—admitió Nürnberger.

—Usted habló de cinco a diez Mozart en unos cuantos centenares. ¿Cuántos Hitler en noventa y cuatro? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres?

—No lo

—insistió Nürnberger—. Era una manera de decir. En realidad, nadie lo sabe. —Sonrió agriamente—. A las ranas no se les hicieron tests de personalidad.

—Haga una estimación —pidió Liebermann.

—Si a los padres se les eligió teniendo en cuenta solamente la edad, raza y ocupación del padre, yo diría que las perspectivas son bastante pobres… desde el punto de vista de Mengele, quiero decir; bastante buenas desde el nuestro.

—Pero no perfectas —lo apremió Liebermann.

—No, claro que no.

—Aunque no hubiera más que uno —señaló Lena—, estaría siempre la probabilidad de que recibiera las influencias adecuadas. Las inadecuadas.

¿Recuerda usted lo que dijo en la conferencia? —preguntó Klaus a Liebermann—. Alguien le preguntó si los grupos neonazis eran peligrosos, y usted dijo que en este momento no, que solamente lo serían si las condiciones sociales empeoraban (que es lo que sucede día a día, bien lo sabe Dios) y aparecía otro líder al estilo de Hitler.

Liebermann movía afirmativamente la cabeza.

—Que podrá hablar simultáneamente al mundo entero —se anticipó—, por televisión, vía satélite. Dios del cielo.

Cerró los ojos, se cubrió la cara con las manos y se frotó los dedos sobre los párpados, oprimiéndoselos.

—¿A cuántos padres han matado ya? —preguntó Nürnberger.

—¡Es
verdad
! —exclamó Klaus—. ¡Nada más que a seis! No es tan grave como parece.

—A ocho —corrigió Liebermann, retirando las manos de sus ojos enrojecidos, parpadeantes—. Se olvida usted de Guthrie, en Tucson, y del que hay entre él y Curry. Y también hay otros, de los que no estamos al tanto, en los otros países. Más al comienzo que después; en los Estados Unidos, por lo menos, fue así.

—La tanda inicial debió producirle una proporción mayor de éxitos de lo que esperaba —conjeturó Nürnberger.

—No puedo menos que tener la sensación de que está usted bastante satisfecho —observó Klaus.

—Bueno, pues hay que admitir que, desde un punto de vista estrictamente científico, es un paso adelante.

—¡Pero, Dios mío! ¿Quiere usted decir que es capaz de quedarse ahí sentado y…?

—Klaus —interrumpió Lena.

—Oh…, mierda —masculló Klaus, aplastando las almendras contra el baúl.

—Mañana me voy a Washington. —Liebermann se dirigió a Nürnberger—, para hablar con la Oficina Federal de Investigaciones…, el FBI. Sé quién es el próximo padre en la lista, y ellos podrían tenderle una trampa al asesino;
tienen
que tendérsela. ¿Quiere usted venir conmigo para ayudarme a convencerlos?

—¿Mañana? —se espantó Nürnberger—. No me es
posible
.

—¿Ni para evitar un nuevo Hitler?

—¡Dios mío! —Nürnberger se frotó el entrecejo—. Sí, está bien —asintió—, si es que realmente me necesita. Pero mire, en Harvard, en Cornell, en la Universidad tecnológica de California hay hombres cuyos antecedentes son muy superiores a los míos y que, en todo caso, por el solo hecho de ser norteamericanos pesarán mucho más para las autoridades del país. Si usted quiere, puedo darle sus nombres y los de las instituciones…

—Claro que sí.

—…y si por cualquier razón sigue necesitando de mí, entonces iré.

—Está bien —asintió Liebermann—. Gracias.

Del interior de su chaqueta, Nürnberger sacó una estilográfica y una libreta de piel negra.

—Es probable que el propio Shettles le ayude —sugirió.

—Anóteme el nombre, y dónde puedo encontrarlo —pidió Liebermann—. Y anóteme todo lo que se le ocurra. Tiene razón, un norteamericano será mejor —comentó, dirigiéndose a Klaus—. Si vamos dos extranjeros, nos echarán de una patada en el culo.

—¿No tiene usted ningún contacto allí? —preguntó Klaus.

—Mis contactos se acabaron —explicó Liebermann—. Con el Departamento de Justicia ya no tengo más contactos, pero me las arreglaré. Echaré abajo las puertas. ¡Dios del cielo! ¡Imagínenselo! ¡Noventa y cuatro jóvenes Hitler!

—Noventa y cuatro niños —volvió a rectificar Nürnberger, sin dejar de escribir— con la misma
dotación genética
que Hitler.

*

Como hotel, como lugar donde estar, el «Benjamin Franklin» se merecía más o menos la décima parte de una estrella en opinión de Mengele, y eso únicamente porque el lavabo del cuarto de baño tenía cierto encanto antiguo. Como lugar para deshacerse de un enemigo empeñado en destruirle a uno la obra de su vida y en anular la última esperanza (no, certidumbre), de supremacía de la raza aria, sin embargo, se merecía tres estrellas y media, y probablemente cuatro.

Por un lado, la clientela que se veía en el recibidor era en parte negra, lo que, naturalmente, significaba que los crímenes no eran nada inaudito en el lugar. Como prueba de ello —si es que hicieran falta pruebas— en la puerta de su habitación, la 404, quedaban ostensibles huellas de que había sido forzada y en el lado interior había pegada una advertencia que anunciaba:
Para su protección, se le ruega que mantenga la puerta con cerrojo
. Mengele la acató.

En segundo término, el lugar estaba mal atendido; a las 11.40 de la mañana, las bandejas del desayuno seguían ante la puerta de algunas habitaciones. Tan pronto como se hubo quitado el maldito aparato ortopédico (que sólo había usado para cruzar la frontera, y
tal vez
se volvería a poner en Alemania) se asomó para coger una bandeja, una panera y uno de los letreros de
No molestar
. Ocultó la bandeja entre el colchón y el somier de muelles de la cama y la panera en una bolsa de papel, destinada a la ropa para el lavadero, que encontró en un estante del armario; guardó el letrero de
No molestar
en el cajón de la mesa junto con otro que ya había allí. Estudió el plano de la planta, fijado sobre la puerta; había tres escaleras, una a la derecha, tan pronto como se doblaba el ángulo al salir de la 404, señalada con una flecha. Volvió a salir, la encontró, abrió la puerta, entró en el descansillo y recorrió con la vista los escalones pintados de gris.

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