Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
Levantando la espada Pedro gritó a sus gentes:
—¡Por Occitania! ¡Por Cataluña y Aragón!
Un gran clamor se elevó del ejército; caballeros y escuderos se apresuraron a las monturas, mientras capitanes y sargentos de tropa gritaban órdenes. Pedro montó en su corcel, y sus caballeros lo rodearon.
—Adelante —dijo conduciendo su caballo hacia el campo de batalla.
No es un suicidio. Es el juicio de Dios, se repetía a sí mismo.
—Señor buen Dios, me someto ahora a vuestro juicio. Tened piedad —murmuró.
Y el rey don Pedro II de Aragón marchó al frente de los suyos para encontrarse con su destino.
Las imágenes del ejército en marcha, los gritos, el rumor de cascos de caballos y el estruendo de hierros se fundieron con el sordo zumbido de motores y la visión confortable del interior de la sección
business.
La batalla era inminente. Pero ¿en qué se relacionaba ese aviso con su vida actual? Quizá se trataba de la misma situación repetida; quizá también habría que luchar a muerte. Jaime estaba dispuesto a hacerlo. Después de todo, ¿qué sentido tendría para él continuar con su vida si Karen era asesinada? Ninguno.
Entendía a aquel loco legendario, que aun siendo uno de los reyes más poderosos de su tiempo, con miles de caballeros a sus órdenes, quería ser el primero en la batalla.
Lo que hasta el momento parecía absurdo era ahora obvio; Pedro debía vencer o morir al frente de sus tropas. Prefería la muerte a no conseguir lo que él amaba. Pedro amaba a Corba y debía tomar el partido de los cátaros y demostrar que Dios estaba con ellos o perderla para siempre. Su amor, bajo el signo de la Inquisición, era imposible.
Jaime volvió su pensamiento al presente. Karen estaba jugando con él el mismo juego que Corba con Pedro, y él sentía la misma pasión que Pedro sentía ocho siglos antes. Las similitudes eran increíbles. ¿Qué pasaba? ¿Estaban condenados a repetir la misma escena con vestuarios distintos? Sacudió la cabeza para expulsar aquellos pensamientos. Eran de demente.
¿Sería víctima de una manipulación psicológica en la que Dubois y los suyos le inducían recuerdos falsos? Pero ¿y si todo fuera real? No; no iba a darle más vueltas; aunque tuviera pruebas de que todo era un engaño, no tenía otra alternativa. Engañado o no, lucharía por Karen y por su amor. Como Pedro en el siglo XIII, J, me, no tenía otra posibilidad.
En Los Angeles le esperaba su propia batalla de Muret.
Llegaron con retraso. Jaime, que no había facturado para evitar perder tiempo, cargó con el equipaje y anduvo rápido en dirección a la salida. Tomaría el autobús hasta el gigantesco párking al aire libre de estancias largas; en el coche guardaba su teléfono móvil y el revólver que le dio Ricardo. Tenía prisa. Mucha prisa. Quería ver a Karen, saber que se encontraba bien. Abrazarla.
Un grupo de gente esperaba a los que llegaban. Caras anónimas, sonrientes, expectantes, anticipando el placer de ver a su amigo, familiar o amante. Jaime sintió envidia de los que se encontrarían dé inmediato con la persona querida.
De pronto reconoció una cara; con ancha y cálida sonrisa bajo su espeso bigote negro, Ricardo le observaba con una chispa de ironía en los ojos. Le saludó con la mano y Jaime sintió alivio; cualquiera que fuera la situación a afrontar, mejoraría con él a su lado. Ricardo se puso a andar esquivando a los que esperaban, y ambos se encontraron donde la multitud era menos densa. Se dieron un abrazo y Ricardo le palmeó ruidosamente la espalda.
—Bienvenido, hermano. ¿Cómo te fue?
—Bien. ¡Cuánto me alegra verte! Gracias por venir.
—Para eso estamos los amigos —contestó Ricardo cogiendo el portatrajes y cargándolo él, mientras andaban hacia la salida—. Alguien dejó un mensaje curioso en mi contestador; Julieta se ha metido en líos, ¿verdad? Y aquí viene Romeo para salvar a su dama en apuros. ¿Va por ahí el asunto?
—Es una larga historia, Ricardo. Pero sí, es cierto. Karen está amenazada por un serio peligro. Una amiga suya murió torturada nace poco, y yo no dejaré que le ocurra a ella.
—No tienes que contarme mucho más por el momento; sólo dime antes de la pelea a quién le pego yo.
—Será peligroso.
—Mejor.
—Karen pertenece a un grupo religioso que, entre otras cosas, detesta la violencia. Sus sacerdotes no pueden ni tocar un arma. Y están enfrentados a una secta que considera la violencia un buen método para obtener sus fines; usan armas y explosivos como profesionales. Quiero que sepas que no es una pelea de taberna. Es algo serio. Y si aparecen pistolas, si hay tiros, estaremos tú y yo solos.
Cruzaron las dos secciones de la calle que separaba las terminales del párking. Era un verdadero río de vehículos y luces a distintas velocidades. Multitud de taxis, coches privados e hileras de pequeños autobuses; un aparente caos donde al final, sorprendentemente, todo el mundo encontraba su destino.
—Avisa a la policía —sugirió Ricardo.
—No podemos aún. Karen y otros están recogiendo pruebas para denunciarlos. Necesito encontrarla con urgencia, saber que está bien, protegerla y decidir luego qué hacemos. Conoce información y tiene documentos que los de la secta quieren destruir peligra.
Llegaron al coche de Ricardo. Un lujoso Corvette de color rojo y tapicería de cuero negro.
—Bueno, pues si no puedes llamar a la policía has hecho bien en llamarme a mí. Si necesitamos refuerzos, tengo un par de amigos que se unirán a la fiesta. Y si queremos más, sé dónde contratarlos —dijo cuando ya salían del aparcamiento. Y haciendo sonar el motor Ricardo se dirigió hacia Century Boulevard.
—¿Me prestas tu móvil?
Ricardo pulsó los códigos de acceso a su teléfono y se lo pasó. Jaime sólo quería oír su voz, saber que estaba bien y que supiera que él había llegado. Marcó el número del teléfono móvil de Karen. Oyó el mensaje de la operadora indicando que el teléfono estaba desconectado.
Volvió a marcar, esta vez al teléfono de casa. La voz de Karen sonó automática desde su contestador. Colgó. Era lógico que, aun estando en casa, no contestara. Volvió a llamar. De nuevo el contestador.
Bien, pensó, haré otro intento. Si Karen está allí, será difícil que se resista a la tercera. Pulsó el remarcador automático y oyó la señal de llamada.
—Dígame. —Una voz masculina sonaba al otro extremo de la línea. Jaime quedó unos segundos mudo de sorpresa.
—Hola. Quisiera hablar con Karen Jansen. —Un presentimiento le hizo responder a pesar de su propósito de no hablar.
—¿De parte de quién? —preguntó el hombre, con marca acento neoyorquino.
—¿Con quién hablo? ¿Quién es usted? —Justo entonces Jaime oyó de fondo el reloj de péndulo de Karen, que empezaba a campanear las ocho de la tarde.
—No le interesa. Se ha equivocado de número.
Sintió un escalofrío.
—Me ha preguntado usted quién era yo. ¿Cómo alega ahora que me he equivocado?
—Número incorrecto. Aquí no vive ninguna Karen.
—Pero…
El otro colgó. Jaime se quedó mirando el teléfono, con mil pensamientos cruzando su mente. Alguien hostil estaba en casa de Karen. Con toda seguridad no se había equivocado de número; había pulsado la remarcación como hizo en la segunda llamada. En las dos anteriores oyó la voz de Karen desde el contestador y luego el reloj de péndulo del apartamento. ¿Qué ocurría?
Si Karen estaba en casa, se encontraba en apuros muy serios; quizá la torturaban como hicieron con Linda. ¡Dios, no lo permitas, por favor!
—¿Problemas? —preguntó Ricardo.
—Sí. Hay alguien en casa de Karen, y no es amigo.
—Pues vamos allá.
—¿Vas armado? Tengo tu pistola en mi coche.
—No importa, llevo la mía y otra de repuesto.
Ricardo lanzó su automóvil a una carrera desesperada por el denso tráfico de Los Ángeles. Las luces de la noche cruzaban velozmente, y Jaime sentía su ansiedad crecer.
El presagio que intuyó en su ensoñación era ahora evidente. Llegaba el momento de enfrentarse a unos enemigos de los que tan sólo semanas antes desconocía incluso su existencia. Sólo esperaba no llegar demasiado tarde. Se imaginó entrando en el apartamento para encontrar el cuerpo desnudo de Karen, ensangrentado y sin vida. Apretó los puños con fuerza. No, no podía ocurrirle aquello. Amaba con desesperación a aquella mujer, que en poquísimo tiempo se había convertido en centro y razón de su vida.
Llegaron a la garita de la entrada sin que la policía los detuviera por exceso de velocidad o conducción temeraria. Was estaba de guardia y sonrió al ver a Jaime.
—Viene a ver a la señorita Jansen, ¿verdad? —dijo tomando el teléfono para llamarla.
—Sí, Was, pero no hace falta que llame. Nadie contestará. ¿Ha visto salir o entrar a Karen?
—No. No la he visto hoy. Y no sé si está. Lo compruebo en un segundo. —Cogió de nuevo el teléfono.
—¡No llame! Si Karen está en su apartamento, se encuentra en grave peligro. Alguien lo está asaltando en estos momentos. Denos su copia de llaves, abra la barrera y llame a la policía. Las llaves. ¡Ahora mismo!
El guarda se quedó mirándolos atónito.
—¡Las llaves de una maldita vez! ¿Quiere que la maten? —le gritó Ricardo.
Was reaccionó como un
marine
a la orden del sargento, pasándole, tras una breve búsqueda, unas llaves a Ricardo mientras empezaba a abrir la barrera. Éste las lanzó a Jaime, que pudo ver en la etiqueta que, efectivamente, eran las de la puerta del edificio y del apartamento de Karen.
El coche pegó un salto hacia adelante tan pronto como pudo pasar, y al llegar a la zona de párking ambos salieron sin preocuparse de cerrar las puertas.
—Ricardo, tú subes en el ascensor y yo por la escalera.
—Bien —dijo Ricardo sacando su revólver de la chaqueta. Jaime ya llevaba otro en la mano.
Llegó al tercer piso sin aliento justo cuando Ricardo salía del ascensor. No había signos de violencia en la puerta y estaba cerrada; si habían abierto sin llaves, se trataba de profesionales expertos. Puso la llave en la cerradura intentando no hacer ruido y la puerta se abrió en silencio. Jaime pasó delante, cerrando Ricardo la puerta con cuidado para cubrir la espalda. Estaban en un pequeño recibidor que conducía a través de un corto pasillo al salón del reloj de péndulo. A ambos lados, puertas: una del baño y la otra conducía a una cocina que comunicaba con el salón. La casa estaba silenciosa y desde su posición no veían a nadie en la sala.
—Tú cubre el pasillo —le dijo Ricardo en un susurro al oído disponiéndose a abrir la puerta de la cocina.
Jaime hizo un gesto negativo, señalando el aseo. Mientras Ricardo revisaba el baño, Jaime cubría el pasillo y la parte visible del salón. La puerta hizo un pequeño ruido que en el silencio sonó como un disparo. Ricardo salió en unos segundos negando con la cabeza.
—La puerta da a la cocina y una barra la separa del salón —susurró Jaime—. Los dos a la vez.
Levantó un dedo, dos y tres. Jaime entró en el salón pistola en ristre, mientras Ricardo entraba por la cocina. Ambos quedaron apuntando al extremo opuesto. No había nadie. La puerta que daba a la habitación de Karen estaba cerrada mientras que el salón era un caos: cuadros movidos, los sofás blancos destripados, muebles abiertos y cajones fuera de lugar. La cocina conseguía empeorar el estado del salón. Hasta la basura había sido desparramada por el suelo. Alguien había registrado a conciencia.
Quedaba el dormitorio donde Karen tenía su pequeño despacho y baño. Ricardo se colocó en silencio frente a la puerta y Jaime detrás. Ricardo abrió la puerta de golpe y saltó a un lado, mientras Jaime daba un paso dentro de la habitación al lado contrario de donde estaba Ricardo, para dificultar el blanco a un posible tirador. Tampoco había nadie. La puerta del baño estaba abierta y en tres zancadas Ricardo entró.
—No hay nadie. Los pájaros han volado —constató.
Tampoco había nadie en los armarios y era obvio que la terraza estaba vacía. El aspecto del dormitorio era lamentable; el colchón estaba rajado y en el área de despacho había papeles por doquier. El ordenador de Karen tenía la pantalla conectada al e-mail. Alguien lo había manipulado. ¿Cómo habrían entrado en el ordenador? O eran asombrosos expertos en informática o Karen les dio las claves de acceso, y seguro que no de buen grado.
¿Podían haber sacado a Karen del edificio sin que se enterara el guarda? Si aquellos individuos encontraron una buena excusa para entrar, salir era más fácil. Claro que pudieron entrar por otro lugar. Si lo había. Jaime se puso a buscar entre las sábanas, en la habitación, en los sofás blancos y el suelo del salón.
—¿Qué buscas? —preguntó Ricardo.
—Rastros de sangre. Y no veo ninguno, gracias a Dios.
—¿Crees que se la han llevado?
—Tengo que creerlo hasta que no la encuentre. Pero sé dónde puede estar.
—Pues vayamos de inmediato. Si llega la policía antes de que salgamos, pasaremos horas dando explicaciones que tú no quieres dar.
Jaime reaccionó. Era cierto. Si los pillaban allí querrían hacer un atestado y llevarlos a comisaría, y él no podría buscar a Karen. Sería insoportable.
—Vayámonos.
—En efecto, el apartamento ha sido asaltado. Han estado buscando algo y lo han dejado hecho un desastre. La señorita Jansen no está. Nos vamos —informó Jaime.
—Aquí van las llaves. —Y Ricardo se las lanzó a Was.
—Un momento. —El hombre les detuvo—. No les puedo dejar ir; la policía me ha dicho que les retenga aquí.
—Was, tenemos mucha prisa. La vida de Karen está en peligro. Abra la barrera.
—Lo siento pero no.
—Was ¿tienes hijos? —preguntó Ricardo.
—Sí, pero…
—Pues tu mujer va a tener huérfanos como no abras de inmediato —amenazó sacando su revólver por la ventanilla y poniéndoselo a la altura de la cara—. ¡Abre la puta barrera!
Was se le quedó mirando con ojos desorbitados.
—Haga lo que dice, Was —le aconsejó Jaime—. No está bromeando.
La barrera empezó a abrirse lentamente mientras Ricardo continuaba apuntando a Was entre las cejas. Sólo cuando la barrera estuvo bien abierta y el coche salió, guardó el arma.
—Hubiera podido llevarme la puta barrera con el coche, pero hace poco que lo pinté de este hermoso rojo. No iba a rayarlo por culpa de ese idiota.