Los muros de Jericó (32 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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Francisco logró con su hijo lo que las bandas no habían logrado: intimidarlo. Y Jaime y Ricardo decidieron que había sido divertido mientras duró, pero que era el momento de cambiar de actividad. Guardaron la navaja y tomaron la guitarra para alivio inicial de sus padres. La guitarra duró mucho tiempo, pero el alivio de los padres duró poco. Música
folk
, Bob Dylan y Leonard Cohen, combinada con
country
. Y, desde luego, para una mejor mezcla no faltaban las rancheras y algún bolero o un poquito de salsa. Tocaban y componían bastante bien. A los veinte años decidieron hacerse profesionales para desesperación de sus familias, que consiguieron pactar con ellos que actuaran en verano a condición de volver a la universidad en otoño. Trabajaron en un buen número de tugurios de música
Uve
en la costa, desde San Diego a San Francisco.

Jaime disfrutaba de la libertad de correr de lugar en lugar con su guitarra, con poco más que lo puesto. Sí, era libre, pero a veces no tenían ni un dólar para cervezas ni lugar donde dormir, y concluyó que no se era muy libre con los bolsillos vacíos.

Ricardo y Jaime eran
hippies
en la época de decadencia de los chicos de las flores. Claro que eran unos
hippies
un poco particulares, en especial Ricardo. Estaba bien lo de la paz y el amor, sobre todo con las chicas; pero si se trataba de defender su territorio o lo que él creía sus derechos personales, no dudaba en recurrir la violencia.

—Quien da primero da dos veces —decía y practicaba.

En muchas ocasiones sus conciertos terminaban a bofetones si la audiencia no se mostraba lo suficientemente amable, y actuaban casi siempre en lugares donde la concurrencia no era amable. Mucha cerveza y licor. Y mucho pendenciero.

—¡Hey! ¡Cantáis que dais pena! —gritaba alguien al que el alcohol le había hecho perder su apreciación por la buena música.

Jaime y Ricardo continuaban con lo suyo, ya que el encargado del orden era el dueño del local. Pero a veces el orden no llegaba.

—¡
Hippies d
e mierda! Estáis pasados. —Unos cuantos reían—. ¡Lo de la paz y las flores ya no se lleva!

—¿Que la paz está pasada, cabrón? —Y así empezaba la acción, cuando Ricardo consideraba que su límite había llegado.

—¡Todo eso de los
hippies
y del amor es para maricas! —contestaba el provocador para entusiasmo de la audiencia y resignación de Jaime, que dejaba de tocar y se preparaba para lo que vendría después.

—Mira, ¿ves ese vaso? —acostumbraba decir Ricardo, para luego apurar su contenido disfrutando de la pausa y del casi silencio que se hacía en el local—. ¡Pues te lo voy a meter por el culo, para que aprendas a respetar el amor!

Y sin más lanzaba el vaso a la cabeza del valentón. Y con rapidez se dirigía hacia el individuo, que de no reaccionar aprisa recibía un par de puñetazos bien dirigidos, que lo dejaban fuera de combate, terminando así la discusión.

—Para que aprendas a meterte con los que defendemos la paz —sentenciaba Ricardo.

Jaime seguía de cerca a su amigo agarrando su botellín de cerveza. Intentaba separarlo de sus víctimas, pero a veces ellos se convertían en víctimas y recibían más de lo que daban. En esos casos el botellín era una buena arma. Muchas veces terminaron con la cara ensangrentada, llenos de moretones, detenidos por la policía y deseando que Frank Ramos no se enterara del asunto. Pero el Padre de Ricardo siempre se enteraba.

El verano terminó y Jaime vio en los estudios un mejor porvenir que en el
show business
, mientras que Ricardo decidió exactamente lo contrario. Pero la excesiva competencia y su temperamento no le ayudaron a hacer carrera en la música.

El local actual, Ricardo's, era el segundo club que había abierto, y su vocación final.

Abrió el primero en una zona conflictiva de la ciudad y, cuando el representante de la
gang
local le visitó para ofrecerle la «protección» necesaria para trabajar, el tipo se encontró con el cañón de un revólver dentro de la boca antes de que pudiera terminar de hablar. Ricardo lo echó del establecimiento sin contemplaciones.

Frank Ramos llevaba, de pequeños, a su hijo y a su amigo Jaime a practicar tiro, así que Ricardo era un buen tirador y, si la ocasión lo requería, no dudaba en sacar el revólver.

En la segunda visita del «representante», Ricardo y sus empleados (y amigos) lo echaron a patadas, y al poco el local se convirtió en un lugar de follones y problemas. Ricardo daba más que recibía y, siendo hijo de un alto oficial de policía, salía con bien de sus visitas a comisaría. Pero los otros eran profesionales, y el negocio, a pesar del don que Ricardo tenía para tratar con la gente, naufragaba.

Cuando Ricardo decidió que «zapatero a tus zapatos» y que su trabajo era «hacer que la gente se divierta y servir copas cobrando, no repartir hostias gratis», ya era demasiado tarde. Su local no atraía el tipo de gente adecuada y en la cantidad necesaria. Pero a Ricardo las mujeres le sonreían. Y la Fortuna debe de ser mujer, así que consiguió vender el local y empezar de nuevo con Ricardo's en una ubicación más conveniente.

Ahora Ricardo pagaba protección. Pero debido a su historial, y a que los otros eran «hombres de negocios» a los que tampoco les interesaba un conflicto gratuito con alguien como Ricardo, éste llegó a un acuerdo muy beneficioso. El lugar se convirtió en un remanso de paz, donde los clientes se sentían seguros. Nadie que perteneciera a la pequeña hampa local se hubiera atrevido a molestar a alguien que saliera de Ricardo's.

A los amigos y clientes de Ricardo (que eran lo mismo) se les respetaba. Si alguien se hubiera atrevido a romper la norma, la
gang
que protegía a Ricardo, o el propio Ricardo, se lo hubiera hecho pagar caro.

—Dime, Jaime, ¿en qué lío te has metido? —le interrogó después de servirle una copa.

Le contó con detalle la conspiración de los Guardianes y lo ocurrido a Linda, omitiendo las sesiones de recuerdos de vidas pasadas y de espiritualidad cátara, que pensó provocarían el escepticismo de su amigo y que éste se preocupara más por su salud mental que por su seguridad física.

—¿Por qué no van a la policía? —preguntó.

A Jaime le pareció irónico que Ricardo, tan aficionado a resolver sus asuntos por sí mismo, propusiera esa opción.

—No tenemos pruebas de que ellos hayan cometido los asesinatos. Y además bien pudiera considerar la policía a nuestro grupo sospechoso de lo mismo.

—Pero ha habido dos asesinatos. Y los asesinos parecen profesionales —dijo pensativo Ricardo.

—Sí, y lo que a mí me preocupa es que esa gente, los cátaros, sean eliminados antes de que puedan aportar las pruebas definitivas sobre el fraude. Son un grupo de beatos inofensivos jugando con tipos muy peligrosos.

—¿En qué te puedo ayudar?

—Puedo necesitaros a ti y a alguno de tus amigos si veo que las cosas se complican.

—Seguro que estaré allí donde me necesites —repuso Ricardo sin vacilar. Los ojos le brillaban con entusiasmo al anticipar un buen lío—. Además, desde que llegué a un acuerdo con los mafiosillos locales nuestras relaciones han mejorado mucho. Somos amigos. Y me deben algunos favores. Si es necesario te puedo conseguir un pequeño ejército.

—Gracias, Ricardo, sabía que estarías conmigo.

—¿Tienes pistola?

—Desde la última vez que salimos una noche a divertirnos tú y yo, no he vuelto a sentir ninguna necesidad de tener una.

—¡Qué chingado! —le increpó Ricardo con una sonrisa—. Bueno, te puedo prestar una. ¿La quieres sin marcas?

—La prefiero legal.

VIERNES
60

Aquél fue un día interminable. Jaime esperaba que White llamara o apareciera en cualquier momento para reprocharle no haber tomado aún el avión. La discusión mantenida el día anterior fue muy desagradable: White le acusaba de desobediencia y Jaime argumentaba que su partida inmediata no tenía sentido y perjudicaba la marcha del trabajo; que obedecería, pero dentro de la lógica y protegiendo los intereses de la Corporación. Cuanto más miraba Jaime aquellos ojos hundidos, su certeza de que eran de un criminal crecía.

Jamás se había enfrentado antes a su jefe en términos tan violentos y sabía que su relación quedaría dañada para siempre, pero estaba seguro de que tan pronto como presentara las pruebas a Davis, White sería despedido. Pero aún debía guardar las apariencias en lo posible y no tenía otra opción que hacer aquel viaje.

White no apareció ni dio señal de vida; debía de entender que hoy era ya inútil insistir, puesto que en ningún caso llegaría a la oficina de Londres hasta el lunes por la mañana. Jaime tampoco tenía el más mínimo deseo de hablar con él.

Empleó el día en resolver un par de temas urgentes, preparar lo necesario para el viaje y conseguir documentos e información adicional sobre el dossier que preparaban en Montsegur.

Había llegado el momento de utilizar la rapidez y olvidar la cautela.

61

—Sabes que mañana viajo a Londres —le dijo Jaime a media voz—, y desde el fin de semana pasado no hemos tenido intimidad. Te invito a pasar la noche juntos.

Cuando se acercó sigiloso a Karen, ésta se encontraba trabajando sola en su mesa. Ella se lo quedó mirando con una leve sonrisa en sus labios, sin contestar; sus ojos brillaban azules con picardía y Jaime pensó que estaba guapísima. Y que él la deseaba con locura.

—Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca —contestó después de disfrutar unos momentos de la expectación de él—. Acepto, pero ¿dónde? Luego de tu pelea con White, tanto mi casa como la tuya pueden estar vigiladas y si nos ven juntos adivinarán el juego.

—¿Y aquí?

—Vamos, Jim, aquí, en Montsegur, la gente trabajará hasta tarde, y alguno igual se queda a dormir. Bueno, no sé qué intenciones tienes. —Karen amplió su sonrisa pícara—. Igual pretendes hacerlo de pie detrás de la puerta de la cocina o en el baño.

Jaime rió con ganas.

—Es una buena idea, Karen, encantado. Pero una de las posiciones que quisiera practicar esta noche contigo es la horizontal. Te propongo uno de los hoteles del aeropuerto.

—De acuerdo.

Para dar tiempo a Jaime a recoger su equipaje, Karen salió una hora más tarde de Montsegur y condujo hasta el párking de estancias cortas del aeropuerto. Estacionando el coche, esperó unos minutos con los seguros puestos. Al final sonó su teléfono móvil.

—Quinientos dieciséis.

—Quinientos dieciséis —repitió Karen.

—Exacto —confirmó Jaime, y colgó.

Karen salió del coche y cruzó el primer tramo de la ancha calle en dirección a la terminal de llegadas del aeropuerto. Se quedó en el tramo central donde paran los
courtesy vans
de las compañías de alquiler de coches y hoteles.

Luego de unos largos minutos apareció la furgoneta del hotel acordado con Jaime.

Jaime estaba impaciente. A través de la puerta de su habitación podía oír el sonido de la discreta campanilla del ascensor.

Karen descendió de éste y avanzó por el pasillo enmoquetado. No pudo evitar sentir un escalofrío al recordar por un momento a Linda.

No le dio tiempo de golpear la puerta de la habitación, Jaime la abrió tirando de ella hacia dentro y ambos se fundieron en un abrazo y un largo beso.

—Siento que te vayas —le dijo ella cuando apartó los labios de los de él.

—Te extrañaré, cariño.

—No más llamadas telefónicas por el momento, y menos a la oficina; estamos entrando en una fase más peligrosa. Nos comunicaremos por Internet. Usaremos mi dirección secreta y nombres clave que sólo tú y yo conozcamos. El mío será Corba.

—El mío Pedro.

Jaime ayudó a Karen a quitarse la gabardina y luego ella le quitó la corbata. Los zapatos cayeron y les siguieron las ropas. Se desnudaron el uno al otro y cada uno a sí mismo, con prisa, con ansiedad.

Luego, desnudos en medio de la habitación y con sus ropas esparcidas en desorden, se unieron en un nuevo abrazo. Desesperado. Un abrazo donde los miedos de ambos se fundieron para darse seguridad mutua.

Un abrazo repetido cientos de veces antes. Pero siempre nuevo, intenso y necesario.

—Aún no te has ido y siento tu ausencia, Jim. Ya quiero volver a verte —murmuró ella.

—Cuídate. No te arriesgues, por favor —le dijo él, bajito, al oído. Y quiso confirmar lo que ya sabía—. Tú eres Corba, ¿verdad?

—Sí. Lo fui. Y tú fuiste Pedro.

Pedro y Corba volvieron a amarse después de los siglos. A través de la noche. Lanzados a velocidad de vértigo, cortando el tiempo desde aquel pasado oscuro hacia un futuro que flotaba frente a ellos como una masa viscosa, amorfa y amenazante, que se formaba allí fuera, entre las tinieblas de la noche. Pero en aquel instante ellos vivían un momento de eternidad, protegidos entre las cuatro paredes de una anónima habitación de hotel.

Sus cuerpos se fundieron. Y él la penetró deseando poder entrar todo él. Era la materia luchando, retorciéndose, vibrando y explotando con la pasión. Sus miembros de carne, hueso, nervio y sangre actuaban como furiosos autómatas, por sí mismos y guiados por un impulso interno tan irresistible que parecía que sus corazones fueran a estallar.

Era el diablo, sin duda, el que movía los hilos haciendo danzar a sus cuerpos como marionetas en un baile sensual y lujurioso.

Pero había mucho más. También estaba lo verdadero, lo eterno Lo que el Dios bueno creó. Eran sus almas atrayéndose, persiguiéndose la una a la otra en una carrera loca a través del espacio y del tiempo. Eran sus espíritus, que el mundo y el diablo no podían corromper; los eternos Corba y Pedro. Y Jaime supo entonces que Karen era la mujer que él siempre había esperado.

En esta vida. Y mucho antes.

SÁBADO
62

El tapiz cobraba vida, Jaime sentía el calor de las manos de Dubois en su cabeza y, respirando hondo, se dispuso a zambullirse en aquel tiempo lejano.

Volvió a la tienda de campaña del rey Pedro en la misma noche cálida de julio de casi ochocientos años atrás. El instante encajaba perfectamente con su último recuerdo, donde respondía al mensaje de la dama Corba, comprometiendo su palabra con la mujer que amaba y su destino con la historia.

Tan pronto como Huggonet hubo salido, Jaime se sumió en sus tormentosos pensamientos. Dios, ¿habría tomado la decisión correcta?

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