Los muros de Jericó (33 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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Fátima, que continuaba sentada a su lado, se separó ligeramente de él, y mirándole con ojos brillantes, le besó en el cuello. Luego le mordisqueó los labios con ternura, mientras le acariciaba la barba. Pero la excitación que sentía antes del mensaje de Tolosa había desaparecido y se resistía a volver.

¿Por qué Corba se aferraba a Tolosa? ¿Por qué se obstinaba en compartir el destino del desdichado condado? Era evidente que Corba era cátara, quizá ocupaba una posición destacada como creyente, o quizá incluso tenía un rango en la Iglesia. ¿Sería una Buena Mujer?

Fátima volvió a mirarle, desde sus largas pestañas, y le susurró tímidamente en lengua sarracena con gracioso acento levantino:

—Os amo, mi señor.

Pero Jaime apenas la escuchó, su pensamiento obsesivo volvía a Corba. No creo que Corba sea una Buena Mujer, mis espías me habrían informado. Además, los Perfectos tienen prohibido tocar las armas y disfrutar del sexo y de las riquezas. Quizá Corba no use armas, pero disfruta del sexo, ama las joyas y tiene poco de humilde. Quizá actúe como algunas de las grandes damas occitanas que esperan a su vejez para hacer sus votos de buena cristiana. Y lo hacen después de haber disfrutado de la música, el baile, los trovadores, los caballeros enamorados y el amor. Y luego de ser madres y abuelas. Sensualidad en la juventud y espiritualidad a la vejez. Debe de ser más fácil la abstinencia luego del empacho.

La muchacha le besó en la boca y, despojándose de la parte superior del vestido de dos piezas, descubrió, con un voluptuoso balanceo, sus redondos y bien formados senos.

—¡Qué hermosa! —se dijo a media voz.

Fátima se fue juguetona a los pies de él y empezó a tirar poco a poco de la túnica de Jaime hacia arriba hasta que se la quitó por la cabeza. Él quedó desnudo. Ella se reía y volvió a besarle en la boca, mientras él le acariciaba los pechos.

Después la muchacha empezó a bajar, besándole la barba y luego el cuello. Jaime le había soltado los senos y los pezones le rozaban el cuerpo produciéndole un sensual cosquilleo.

Pero otra vez sus pensamientos le hicieron volar lejos de allí. Había conocido a Corba en Barcelona unos años antes. Su padre era el noble cónsul del conde de Tolosa, su embajador. La belleza casi adolescente de Corba brillaba tanto como su aplomo y gracia al hablar. Era capaz de competir sin dificultades con los trovadores componiendo canciones y romanzas, y con los juglares al interpretarlas. Era belleza, era talento, era gracia.

La muchacha más pretendida de Barcelona también impresionó al rey, y el cónsul de Tolosa y su familia eran invitados habituales de palacio. El rey Pedro devolvía las visitas, y en una de las ocasiones en que Corba y Pedro se quedaron solos él le declaro su amor.

—¿Deseáis descansar, mi señor? ¿Os dejo solo? —Fátima había comprobado que el entusiasmo de Jaime no era el habitual.

—No. Quédate conmigo —respondió también en sarraceno. No quería, no podía quedarse solo con sus pensamientos aquella noche—. Continúa, hermosa Fátima.

Ella se levantó y dio unos graciosos pasos de danza mientras se despojaba de la parte inferior de su vestido hasta quedarse desnuda. Luego hizo bailar expresiva y elegantemente sus manos por encima de la cabeza.

Empujó a Jaime, que se había incorporado para verla, colocándose encima de él en posición invertida mientras le besaba y acariciaba el pene.

La luz de los candelabros proporcionaba a Pedro una vista directa de las hermosas nalgas y las bien torneadas piernas de la bailarina. El parpadeo de la luz hacía más insinuante el sexo femenino, tan cercano ahora a su cara. El olor a jazmín e incienso de Fátima era más embriagador que nunca, y Jaime sintió cómo su excitación regresaba.

Pero la mente seguía un camino distinto del cuerpo. El rey Pedro propuso a Corba que vivieran juntos, a pesar de estar él casado con María de Montpellier. María no era más que un compromiso político, un mal negocio. María le había hecho cesión de Montpellier un año después de su boda, según lo acordado, pero la ciudad y sus dominios territoriales no le habían traído al conde de Barcelona más que problemas.

Había querido divorciarse de ella pocos años después y devolverle Montpellier, pero ni ella quiso ni el Papa consintió el divorcio. Pedro intentó entonces casarse con María de Montferrat, que ostentaba el vacío título de reina de Jerusalén. Y como estipulación de matrimonio, él, Pedro II de Aragón, conde de Barcelona, organizaría una Cruzada para liberar Jerusalén. Pero ni siquiera este argumento convenció al Papa para que le concediera el divorcio.

Fue más tarde cuando se enamoró de Corba. Le había prometido hacerla condesa, darle extensos dominios territoriales y hacer de su primer hijo el segundo heredero de la corona.

María de Montpellier había logrado, gracias a un engaño, que Pedro le engendrara un hijo a pesar de que él no se acostaba con ella. En una de sus estancias en Montpellier Pedro se sintió seducido por una dama y logró que ésta aceptara pasar la noche con él. Pero era una trampa preparada por María, y en la oscuridad fue ella la que ocupó el lugar de la otra mujer. Fuera de la habitación esperaban los grandes clérigos y nobles de la ciudad para atestiguar la noche matrimonial. Pedro tiró de su espada, a punto estuvo de matar a varios de aquellos miserables cuando entraron por la mañana en la cámara suplicando su perdón y comprensión. Querían un heredero.

No sentía mucho cariño por Jaime I, el hijo fruto de aquel engaño, y cuando nació tardó más de un año en ir a conocerlo. Si el hijo de María llegaba a adulto y heredaba la corona de Aragón y el título de conde de Barcelona, él daría al hijo de Corba el condado de Provenza o los nuevos reinos que conquistaría a los sarracenos. Pero si el hijo de María no sobrevivía, el hijo de Corba sería el futuro rey.

Pedro le propuso hacer su relación pública y legal a través de un pacto escriturado poniendo por prenda su palabra de caballero y de rey. Por testigos estarían los más grandes nobles del reino, incluidos el obispo de Tarragona y el abad de Ripoll.

Pero Corba se negó. Podría tenerla a ella a cambio de nada material. Ella sólo quería su amor. Y él se lo dio. Y ella le dio a Pedro el suyo.

Fátima se incorporó y, sin girarse y apoyándose en sus rodillas, introdujo en su sexo el pene, y Pedro se estremeció con el contacto húmedo, suave y caliente del interior de la muchacha. Ella empezó a moverse rítmicamente, y Jaime podía ver su espalda cubierta con una larga cabellera y la parte inferior de su cuerpo como una gran y perfecta pera.

Intentó imaginarse que Fátima era Corba. No; no podía. Volvió a intentarlo. Pero sus pensamientos vencieron de nuevo a la voluntad y abandonaron su cuerpo, que se estremecía con el de Fátima, y volaron a Tolosa con Corba.

Desde su regreso a Tolosa, ella no había querido abandonar las tierras de Occitania. Y ahora Corba le pedía que fuera con ella.

Pero en el poema de Huggonet no le pedía sólo que acudiera a su lado; le pedía que tomara parte en la guerra a favor del conde de Tolosa. A favor de los suyos, a favor de los cátaros. En contra del Papa y de la Iglesia de Roma. En contra de su Dios católico.

Ella había renunciado a los condados, a los honores, al poder y a la posible maternidad de un rey. Y sólo por amor. Y él lo creyó.

Pero ahora se lo pedía todo; todo lo que él tenía. Que arriesgara sus reinos, que arriesgara su alma.

Porque el Papa lo excomulgaría, y la excomunión era la condena de su alma al infierno por la eternidad. Y él le había dado su palabra a Corba de que iría a Tolosa y salvaría a los suyos de los cruzados del Papa.

—¿Os gusta? ¿Estáis bien, mi señor? —dijo la chica girando torso para verle la cara; intuía algo extraño.

—Sí, Fátima, ¡sigue! —¿Qué no daría porque fuera Corba la que estuviera aquí, ahora, haciendo el amor con él?

Ella se volvió dedicándole a Pedro una gran sonrisa y le dio un beso en los labios. Se colocó de nuevo encima de él mirándole a los ojos y empezó a moverse rítmicamente. Pedro admiraba de nuevo los bellos senos que se movían al ritmo. Imposible en esta posición imaginar que Fátima era Corba.

Su alma. Perdería su alma si era excomulgado por ayudar a los herejes. Pero ¿y si los herejes cátaros estuvieran en lo cierto y no el Papa? ¿Y si Dios estaba con los cátaros?

Acarició los pechos de la chica, que se puso tensa y echó su cabeza, y con ella su abundante cabellera, hacia atrás. Jadeaba y a duras penas contenía sus gritos. ¡Cómo le gustaría tener a Corba así, ahora, aquí!

Si Dios estuviera con los cátaros, sólo tendría que preocuparse de los aspectos políticos de la excomunión y, aunque éstos eran complicados, podría manejarlos. Pero su alma y su vida eterna estarían a salvo.

¿Cómo saber si Dios estaba con el juramento que él hizo a Corba a través de Huggonet o estaba con el Papa? La duda lo mataba.

¡El juicio de Dios! ¡Ésa era la solución! Se sometería al juicio de Dios. Si había tomado el camino correcto, Dios le daría su bendición haciendo que ganara. Si no, moriría y con ello pagaría su error. Prefería mil veces morir en el juicio a perder su alma por contrariar a Dios.

¡Por fin iba a librarse de la duda horrible que le destrozaba!

Quería llegar al orgasmo como había hecho Fátima y relajarse un poco, pero no podía. ¿De verdad Corba era bruja y lo había embrujado a través de su poema? ¿Era por eso que no podía? Quiso concentrarse.

El juicio de Dios. En la próxima batalla, la primera contra los cruzados del Papa, él lucharía al frente de sus caballeros. El primero en derribar al primer enemigo, y así hasta el final de la contienda. Si Dios lo salvaba, señal de que la justicia estaba con él y con su causa, y si moría, lo haría antes de desagradar a Dios nuestro Señor.

Fátima empezaba a cansarse y su ritmo bajaba. ¡Corba, mi amor! ¿Por qué no estás aquí? ¡El juicio de Dios!

Pedro cerró los ojos e hizo un nuevo esfuerzo para imaginarse a Corba mientras la invocaba: «Tus miembros son un poco más largos, tus senos un poco menores, tu pelo más oscuro. Pero es contigo, Corba, con quien hago el amor ahora. Contigo, mi dama de ojos verdes y cabello de ala de cuervo.» Y sintió que su éxtasis se acercaba al fin.

—¿Queréis otra postura? ¿Os place ésta?

¡En qué mal momento preguntó Fátima! El encanto se rompió desapareciendo la visión de Corba.

—No. ¡Vete! —contestó Pedro con brusquedad.

La chica le miraba con asombro.

—¡Vete! ¡Déjame! —repitió Pedro empujándola con fuerza y quitándosela de encima de un manotazo. La chica perdió el equilibrio cayendo a un lado sobre los almohadones.

Fátima lo miró con lágrimas en los ojos y soltando un sollozo corrió a recoger sus ropas.

Se había roto la ilusión. Ella se vestía en un silencio que su llanto rompía por momentos.

—Quédate a pasar la noche conmigo, Fátima. Eres una mujer encantadora —dijo finalmente Pedro cuando ella se dirigía ya a la entrada de la tienda—. Ven aquí conmigo y apaga los candelabros.

Ella se giró sin mirarle, buscó un pequeño apagador de candelas y las fue extinguiendo una por una. Luego, acercándose al lecho y sin desvestirse, se acurrucó junto a él en posición fetal. Continuaba sollozando quedamente.

—Perdóname, pequeña, no es tu culpa. —Y luego añadió en voz baja, mientras le acariciaba el pelo—: Qué daría yo por poder llorar como tú.

—El juicio de Dios —murmuró al cabo de unos momentos hablando para sí mismo—. Acudiré ante Él. Por ti, Corba, Dios me salvará o me matará.

63

Roncaban los motores, la estructura vibró, y al levantarse las ruedas del suelo la enorme masa hubo de depender de las alas y del aire para su sustentación. Como un gran pájaro nocturno, el aparato emprendía su vuelo hacia la oscuridad elevándose por encima de un negro océano.

Había sido un día muy intenso; la despedida de Karen en el hotel la visita a Montsegur, la vivencia frente al tapiz y luego otro adiós a Karen, esta vez más formal. Ahora Jaime se relajaba pensativo, con una copa de champaña en su mano, contemplando la nada de la noche opaca, que le devolvía en la ventanilla el reflejo de alguno de sus rasgos. Cabello oscuro, aún abundante, nariz fuerte, cejas rectas y espesas.

Unas luces, abajo, indicaban la presencia de un buque o de una plataforma petrolífera cuando una sonriente azafata, luciendo sobre su uniforme un pulcro delantal azul marino, se acercó manejando los paños calientes con unas pinzas. Empezaba la secuencia del servicio de cena. Jaime limpió el sudor de su cara con el paño, mientras disfrutaba de la relajante sensación de calor en la piel.

Volvió su atención hacia la oscuridad detrás de la ventanilla. Aguardaba el momento en que, luego de describir un amplio arco sobre el océano Pacífico, volverían a volar sobre el cielo del continente. Cruzarían la línea de la costa por el sur de Newport Beach, donde él tenía atracado su velero, y por encima de las poblaciones de Laguna Beach y de San Juan Capistrano.

A través de la noche aún sin luna las luces de la costa se acercaban, y pronto competirían con las de las estrellas. Su juego habitual era buscar la casa de sus padres, en Laguna, desde el avión. Allí vivían sus viejos los últimos años de sus vidas; en la casita de cuidado jardín que él sentía como su verdadero hogar.

El avión alcanzaba en aquel punto una altura de cinco a seis mil metros, y la identificación, que no era fácil de día, de noche era imposible.

A pesar de la dificultad Jaime jugaba su juego. Era su pequeño ritual. Grupos de luces. Líneas luminosas que se curvaban indicando los caminos de alguna urbanización. Zonas oscuras.

Aunque sin las referencias de relieves de terreno o carreteras sólo podía adivinar, envió su adiós a sus padres y a su hogar.

En unos instantes cruzaron lo que sería la San Diego Freeway para entrar en la oscuridad del Cleveland National Forest, en las montañas de Santa Ana, y luego hundirse en el desierto de Mojave hacia Las Vegas y así hasta cruzar el continente. Seco en el sur y nevado en el norte.

Se sirvió un poco más de vino tinto mientras terminaba su filete Mignón y sus pensamientos volvían. Lejos de Karen se sentía desterrado; merecía la pena amarla y sentir que ella lo amaba, aun con la sospecha de un amor interesado.

La duda se clavaba en su pecho como un estilete. ¿Le estarían engañando? ¿Serían aquellas vivencias el resultado del hipnotismo o de una sugestión provocada en él por los cátaros? De ser así todo cambiaría. Menos su amor por Karen. Mejor no pensarlo.

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