Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Tras la conversación, madame Montoni se sumió en un sopor, y continuó somnolienta hasta la tarde, cuando pareció encontrarse mejor de lo que había estado desde que fue trasladada del torreón. Emily no la abandonó en ningún momento hasta bien pasada la medianoche, e incluso no habría dejado entonces su habitación, de no haber insistido su tía en que debía retirarse a descansar. Obedeció más gustosa porque su paciente parecía vencida por el sueño. Tras dar a Annette las mismas instrucciones de la noche anterior, se retiró a su cuarto. Pero su ánimo estaba despierto y agitado, y comprendiendo que le era imposible dormir, decidió esperar una vez más a la misteriosa aparición que tanto le había interesado y alarmado.
Era el momento del segundo tumo de guardia de la noche y poco más o menos la hora en que la figura había aparecido antes. Emily oyó los pasos de los centinelas en la muralla en el cambio de guardia; y, cuando todo estuvo de nuevo silencioso, se situó en la ventana, dejando la lámpara en la parte más alejada de la habitación para que no pudiera ser vista desde fuera. La luna daba una luz desmayada e incierta, porque estaba rodeada de pesados vapores que al pasar por delante de su disco dejaban el paisaje en total oscuridad. Fue en uno de esos momentos de oscuridad cuando advirtió una llama pequeña y vacilante que avanzaba a cierta distancia por la terraza. Mientras' la observaba, desapareció, y la luna volvió a surgir entre las pesadas nubes de tormenta, lo que llamó su atención hacia el cielo, en el que vívidos relámpagos saltaban de nube en nube e iluminaban silenciosamente los bosques. Le encantaba contemplar, en un brillo momentáneo, la tristeza del paisaje. A veces una nube abría su luz sobre las montañas distantes, y, mientras el esplendor inesperado iluminaba todos los rincones de rocas y árboles, el resto de la escena permanecía en sombras oscuras; en ocasiones, aspectos parciales del castillo aparecían bajo la luz inesperada: el viejo arco que conducía a la muralla del lado este, el torreón que asomaba por encima, o las fortificaciones que había más allá; y, después, quizá, todo el edificio con sus torres, la oscura masa de sus muros y los ventanales, aparecían para difuminarse en un instante.
Emily volvió a mirar hacia la muralla, percibiendo la llama que había visto antes; avanzaba y, poco después, le pareció oír pasos. La luz aparecía y desaparecía con frecuencia, mientras, según la observaba, brilló bajo sus ventanas, y en el mismo instante, tuvo la certeza de que habían cruzado unos pasos, pero la oscuridad no le permitió distinguir objeto alguno, excepto la llama. Se alejaba, y, en ese momento, por la iluminación de un relámpago, vio a una persona en la terraza. Volvieron todas las ansiedades de la noche anterior. La persona avanzaba y la llama juguetona alternativamente aparecía y se esfumaba. Emily quería hablar para acabar con sus dudas y saber si la figura era humana o sobrenatural, pero su corazón falló tantas veces como hizo un esfuerzo para decir algo, hasta que la luz se movió de nuevo bajo la ventana y con voz desmayada pudo preguntar quién pasaba.
—Un amigo —replicó una voz.
—¿Qué amigo? —dijo Emily algo animada—, ¿quién sois y qué es esa luz que lleváis?
—Soy Anthonio, uno de los soldados del signor —replicó la voz.
—¿Y cuál es esa extraña luz que lleváis? —dijo Emily—, ¡que se enciende y luego desaparece!
—Esta luz, señora —dijo el soldado—, ha aparecido esta noche como la veis, en la punta de mi lanza, desde que empecé la guardia; pero no puedo deciros lo que significa.
—¡Es muy extraño! —dijo Emily.
—Mi compañero de guardia —continuó el hombre— tiene la misma llama en su lanza; dice que lo ha visto antes alguna vez. Yo no lo había visto nunca; pero he llegado hace poco al castillo, porque no hace mucho que soy soldado.
—¿Qué es lo que dice de ella vuestro compañero? —dijo Emily.
—Dice que es un augurio, señora, y que no presagia nada bueno.
—¿Qué daño puede presagiar? —continuó Emily.
—No llega a tanto en sus conocimientos, señora.
Se asustara o no Emily por aquel augurio, lo cierto es que se tranquilizó de su terror al descubrir que aquel hombre era únicamente uno de los soldados de la guardia, y se le ocurrió de inmediato que podría haber sido el causante de tanta alarma la noche anterior. Sin embargo, había algunas circunstancias que seguían requiriendo una explicación. Por lo que podía juzgar, teniendo en cuenta la débil luz de la luna que le había ayudado en su observación, la figura que vio no se parecía a este hombre ni en su aspecto ni en su tamaño; además, estaba segura de que no llevaba armas. El silencio de sus pasos, si es que los daba, los sonidos quejumbrosos, también, que había emitido y su extraña desaparición, eran circunstancias de carácter misterioso que no eran aplicables, con probabilidad, a un soldado en medio de sus deberes de la guardia.
Preguntó entonces al centinela si había visto a alguien que no fuera su compañero de vigilancia paseando por la terraza alrededor de medianoche, y después le relató brevemente lo que había observado.
—Yo no estaba de guardia esa noche, señora —replicó el hombre—, pero me enteré de lo que había sucedido. Entre nosotros hay algunos que creen en cosas extrañas. También se han contado historias raras de este castillo, pero no es asunto mío el comentarlas; y, por mi parte, no tengo razones para quejarme, nuestro jefe nos trata muy bien.
—Alabo vuestra prudencia —dijo Emily—, buenas noches y aceptad esto —añadió lanzándole una moneda; después, cerrando la ventana, puso fin a la conversación.
Cuando el soldado se había marchado, la abrió de nuevo, escuchando con cierto placer la tormenta distante, que comenzó a extenderse por las montañas, y a contemplar las flechas de los relámpagos que aparecían al fondo. Los truenos empezaron a extenderse y a reverberar en las montañas, cuando otros truenos parecían contestarles desde el lado opuesto del horizonte. Las nubes acumuladas ocultaron totalmente la luna y asumieron un tinte rojizo sulfuroso que anunciaba una violenta tormenta.
Emily permaneció en la ventana hasta que el continuo relampagueo que descubría a cada momento el ancho horizonte y el paisaje inferior, no hizo aconsejable que permaneciera, y se acostó; pero, incapaz de ordenar su mente para poder dormir, se quedó escuchando en silencio los tremendos sonidos que parecían sacudir al castillo en sus cimientos.
Llevaba así bastante tiempo cuando, en medio del rugir de la tormenta, creyó oír una voz, y al levantarse para escuchar, vio abierta la puerta de su cámara y a Annette con el rostro lleno de preocupación.
—¡Se está muriendo, mademoiselle, mi señora se muere! —dijo
Emily se puso en pie y corrió a la habitación de madame Montoni. Cuando entró, su tía parecía haberse desvanecido, porque estaba inmóvil e insensible. Emily, con una fuerza de voluntad que rehusaba ceder al dolor cuando cualquier deber requería su actividad, le aplicó todo lo que consideró que podía reanimarla. Pero la última batalla había pasado, madame Montoni se había ido para siempre.
Cuando Emily comprendió que todos sus esfuerzos eran inútiles, interrogó a la aterrorizada Annette, y se enteró de que madame Montoni había caído en un sopor poco después de la marcha de Emily, en el que había permanecido hasta pocos minutos antes de su muerte.
—Me sorprendió, mademoiselle —dijo Annette—, porque mi señora no parecía asustada por la tormenta, cuando yo estaba tan aterrorizada, y me acerqué varias veces a la cama para hablar con ella, pero parecía dormida; hasta que en un momento oí un ruido extraño, y, al aproximarme, vi que estaba muriendo.
Emily escuchó su narración entre lágrimas. No tenía dudas de que el cambio violento que se había producido en el aire a causa de la tempestad había afectado al cuerpo exhausto de madame Montoni.
Tras algunas deliberaciones, decidió que Montoni no debería ser informado de lo sucedido hasta el día siguiente, porque consideró que podría, quizá, hacer algunas manifestaciones inhumanas, que en el presente estado de ánimo no sería capaz de soportar. En consecuencia, sola con Annette, a la que animó con su propio ejemplo, realizó algunos de los últimos oficios solemnes para con los muertos, y se obligó a pasar toda la noche junto al cuerpo de su difunta tía. Durante aquel período solemne, que se hizo más conmovedor por la tremenda tormenta que sacudió los aires, se dirigió con frecuencia al Cielo para pedir apoyo y protección, y sus piadosas oraciones, podemos creer que fueron aceptadas por Dios, dándole su consuelo.
El reloj de medianoche ha dado la hora; y escuchad, ¡la campana de la Muerte suena despacio! ¿Oís las notas profundas? Ahora se detiene; y ahora con creciente toque de difuntos, esparce por el ventarrón del valle su tétrico sonido. MASON |
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uando Montoni fue informado de la muerte de su esposa, y consideró que había muerto sin acceder a firmar lo que era tan necesario para el logro de sus deseos, ningún sentimiento de decencia contuvo la expresión de su resentimiento. Emily evitó ansiosamente su presencia, y veló, durante dos días y dos noches, con cortos intermedios, el cuerpo de su difunta tía. Su mente, profundamente impresionada por el desgraciado destino que había sufrido, olvidó todas sus faltas, las injusticias y su imperiosa conducta para con ella, y recordó únicamente sus sufrimientos con la más tierna compasión. Sin embargo, en algunos momentos no pudo evitar la idea de su extraña vanidad, que había sido tan fatal para su tía y que la había envuelto a ella misma en un laberinto de desgracias, del que no veía medio alguno de escapar, como había sido su matrimonio con Montoni. Pero, cuando consideraba esta circunstancia, se veía envuelta «más en pesar que en ira», más con el propósito de ceder a la lamentación que al reproche.
En sus cuidados piadosos no fue molestada por Montoni, quien no solo evitó la habitación en la que yacían los restos de su esposa, sino toda la zona del castillo alrededor de la misma, como si temiera el contagio de la muerte. Parecía que no había dado órdenes respecto al funeral y Emily empezó a temer que tuviera la intención de ofrecer un nuevo insulto a la memoria de madame Montoni; pero de estos temores se vio liberada cuando, en la tarde del segundo día, Annette le informó de que el entierro se celebraría aquella noche. Sabía que Montoni no asistiría, y resultaba tan desolador para ella pensar que los restos de su desgraciada tía pasarían a la tumba sin que algún pariente o algún amigo le ofreciera los últimos ritos, que decidió que no sería apartada por consideración alguna de cumplir este deber. De otro modo se habría sentido hundida ante la situación de seguirlos hasta la fría tumba, a la que serían llevados por hombres cuyo aire y cuyos rostros parecían los de unos asesinos, a la medianoche en silencio y en privado, hora que había elegido Montoni para ello, tal vez para olvidar las reliquias de una mujer cuya dura conducta había contribuido al menos a destruirla.
Emily, temblorosa por el temor y el dolor, ayudada por Annette, preparó el cuerpo para el entierro y, tras envolverlo en la mortaja de cera y cubrirlo con una sábana, se quedaron velándolo hasta pasada la medianoche, cuando oyeron los pasos de los hombres que habrían de llevarla a su cama en la tierra. Con grandes dificultades Emily se sobrepuso a su emoción, cuando, al abrirse la puerta de la habitación, sus rostros sombríos quedaron iluminados por las antorchas que llevaban, y dos de ellos, sin hablar, apoyaron el cuerpo en sus hombros, mientras el tercero los precedía con la luz y descendieron hacia la tumba, que estaba en el sótano más bajo de la capilla entre los muros del castillo.
Tuvieron que cruzar dos patios, hacia el ala este del castillo, anejos a la capilla, que estaba como ésta en ruinas. El silencio y lo sombrío de los patios no tenían poder para impresionar a Emily, preocupada con ideas mucho más tristes; y casi no oyó los bajos y desmayados sonidos de los pájaros nocturnos que anidaban entre las fortificaciones en ruinas, no percibió el aleteo de los murciélagos que se cruzaron varias veces en su camino. Pero, después de entrar en la capilla y pasar entre las columnas; los hombres se detuvieron ante unos escalones que conducían a una puerta baja y su compañero descendió para descorrer los cerrojos, vio desdibujado el terrible abismo que había más allá, el cuerpo de su tía llevado por aquellos escalones y la figura con aspecto rufianesco que estaba en pie al final de los mismos para recibirlo, y toda su fortaleza se perdió en la emoción de un terror y una desesperación inexpresable. Se volvió para apoyarse en Annette, que estaba llena de frío y temblando, y se quedó tanto tiempo en lo alto de la escalera que los rayos de la antorcha empezaron a desdibujarse entre las columnas de la capilla y los hombres más allá de su vista. En ese momento, las sombras que las rodearon despertaron otros miedos, y el sentido de lo que consideraba su deber le permitió superar las dudas, descendió hasta el sótano, siguiendo el eco de las pisadas y la débil luz que rompía la oscuridad, hasta el chirrido lejano de una puerta distante que se abría para recibir el cuerpo, que de nuevo la conmovió.
Tras una nueva pausa, siguió su camino y, según entraba en el sótano, vio entre los arcos, a cierta distancia, a los hombres que depositaban el cuerpo en el suelo al lado de una fosa abierta, donde había otros hombres de Montoni y un sacerdote, al que no advirtió, hasta que comenzó el servicio fúnebre; entonces, al levantar la vista del suelo, vio la venerable figura del fraile, y le oyó en voz baja, tan solemne como afectada, realizar el servicio de difuntos. En el momento en que introdujeron en la tierra el cuerpo, la escena adquirió tintes tan sombríos que quizá sólo los lápices de Domenichino
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podrían haberle hecho justicia. El aspecto fiero y la ropa rústica de los
condottieri,
inclinados con sus antorchas sobre la fosa, dentro de la cual iba descendiendo el cuerpo, formaban un tremendo contraste con la venerable figura del monje, envuelto en su larga vestidura negra, con el capuchón echado hacia atrás dejando al descubierto su pálido rostro, en el cual relucía la luz de una aflicción soportada por la piedad, y las pocas guedejas grises que el tiempo había marcado en sus sienes; a su lado estaba la débil figura de Emily, que se apoyaba en Annette, con el rostro medio cubierto por un velo fino que caía sobre su cuerpo, y su rostro dulce y hermoso con un gesto tan solemne que soportaba todo sin lágrimas, mientras veía entrar por última vez en la tierra a su única pariente y amiga. Los reflejos, que asomaban entre los arcos del sótano eran, aquí y allá, la iluminación de los lugares en los que otros cuerpos habían sido enterrados recientemente, y la oscuridad general que había más allá habría bastado a la imaginación de cualquier espectador para crear escenas más horribles incluso que la del cuadro de la fosa en la que desaparecía la desacertada y desafortunada madame Montoni.