Los huesos de Dios (2 page)

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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los huesos de Dios
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Ser Durante era un hombre de treinta años, alto, rubio y de aspecto muy agradable. Había estudiado Letras y Medicina en Bolonia y en Nápoles, y en los círculos más influyentes de Europa se decía que sus ambiciones políticas apuntaban a los altos cargos de la República, incluso quizás al título de gonfalonero. Llevaban ya casi diez horas de viaje, y la hermosísima Ginebra, cuya negra melena contrastaba con la tez blanca y los ojos azul celeste, pidió si podían hacer un alto en el camino. Las carrozas detuvieron su marcha cerca de un pequeño torrente encajado entre dos hileras de cipreses. Una joven doncella salió del segundo vehículo con un gran paño de color verde doblado, corrió hacia su señora y la ayudó a descender de la carroza; seguidamente, las dos bajaron hasta el arenal del riachuelo y dirigieron sus pasos a un rincón apartado. Desde el camino sólo podía verse uno de los bordes del paño, que la doncella había tensado bien entre árbol y árbol, a modo de eficaz escudo.

Los hombres decidieron aprovechar aquella pausa para caminar un poco y desentumecer los miembros, a excepción del Primer Secretario, que prefirió quedarse en el carruaje escribiendo en un pequeño breviario encuadernado en cuero de color rojo. Tenía que encargarse de urgentísimos asuntos de Estado, y en aquel cuaderno escarlata, pequeño e implacable, anotaba los nombres de los Palleschi, apelativo con el que el pueblo había bautizado a los facciosos de los Médicis que bregaban por la restauración de la tiranía. Su lápiz, sin embargo, también se detenía sobre ciertos nombres de los cabecillas de los Piagnoni, secuaces del difunto Savonarola: hombres de ideales opuestos, y no por ello menos peligrosos, dado que su fe en Dios superaba con creces los límites del fanatismo. En los tiempos en que el padre dominicano dictaba leyes, habían llegado a quemar imágenes profanas y libros mundanales en las plazas, y al Secretario no se le escapaba que de haber podido también le habrían quemado a él, condenándolo a la misma pena con la que habían condenado a su superior.

No tardaron en reanudar el viaje, y ya era mediodía cuando llegaron cerca de la excavación. Puesto que no estaban lejos de la frontera con Pisa, los soldados prepararon los serpentines y se calaron los arcabuces al hombro: las incursiones de los enemigos eran frecuentes, pues eran los más interesados en entorpecer los titánicos trabajos en curso.

En realidad, la obra no revelaba en absoluto su naturaleza colosal a quien llegaba a pie o a caballo. Visto de cerca, hasta habría podido parecer un mero trabajo de labranza, desproporcionado tal vez, como si se hubiera artigado la tierra para plantar en ella un gigantesco viñedo. Desde agosto del año anterior, cincuenta cuadrillas de veinte hombres cada una se afanaban en los trabajos de excavación, en turnos de cuatro horas, con el fin de no interrumpir la obra en ningún momento. Así, continuaban excavando también de noche, a la luz de grandes antorchas, y dos líneas de arqueros e infantes, armados con serpentines y alabardas, vigilaban apostados a ambos lados de la enorme trinchera. En el centro de la excavación, bajo el mando de un capataz, hombres escogidos maniobraban con una inmensa máquina construida en madera y hierro. Sus piezas metálicas centelleaban al sol, como si fueran de plata. Parecía una simple grúa, aunque sus dimensiones eran desproporcionadas, y se alzaba sobre ruedas y podía moverse sobre su eje. Una pala dentada levantaba la tierra y la grava con una potencia y una rapidez jamás vistas hasta el momento, y transportaba la carga en alto hasta volcarla en otra parte, con un estruendo descomunal. Un grupo de hombres armados rodeaban el aparato como si lo defendieran no sólo de los enemigos sino también de las miradas demasiado curiosas de los propios hombres que trabajaban en la excavación.

La carroza prosiguió su marcha entre curvas y revueltas, subió una suave colina y se detuvo en un recodo desde el que se dominaba una gran extensión de la llanura del Arno. El primero en bajar fue el joven Durante, quien ayudó a su vez a Ginebra; pero al tenderle el brazo al Primer Secretario éste lo rehusó con una sonrisa de cortesía. En realidad los rasgos de su rostro no denotaban la altivez de un noble florentino; más bien parecía, cuando menos a primera vista, un hombre astuto del pueblo o uno más entre los sagaces campesinos que habitaban las colinas de los alrededores de la Gran Villa d'Arno. Tenía el pelo negro y corto, un rostro enjuto de pómulos prominentes y los ojos pequeños y vivaces. Su mirada, incluso en los momentos más serios o solemnes, conservaba cierto aire mordaz, aunque sin ninguna sombra de altanería u hostilidad.

Nicolás di Bernardo Maquiavelo, Primer Secretario de la República de Florencia, dio un salto para bajar del carruaje y cayó seguro de sí mismo sobre sus ágiles piernas. Fue él quien se encargó de explicar el progreso de la inmensa obra a sus huéspedes. Se acercó a la escarpadura y señaló la excavación, que arrancaba de un meandro del Arno y se extendía en línea recta hacia el mar. Sólo desde esa perspectiva podía apreciarse que la excavación era en realidad un canal artificial.

—Desviará el curso del Arno de la ciudad de Pisa, aunque ésa no será su única finalidad.

Durante permanecía atónito y maravillado.

—Quieren vencerlos por la sed —dijo, señalando a Ginebra el delgado dique de tierra que separaba el canal en construcción del caudal del río.

El Secretario volvió a sonreír y asintió.

—Una ciudad sin abastecimiento de agua es una ciudad muerta, y la orgullosa Pisa lo acusará especialmente, hasta tal punto que tendrá que deponer las armas y dar fin a esta absurda guerra.

—Pero
vosotros dos
habéis planeado algo muy distinto, ¿no es cierto, ser Nicolás?

Durante se refería a aquel hombre extraordinario que había proyectado al detalle esa obra ambiciosa y en cierto modo extravagante, con la revolucionaria máquina excavadora móvil incluida. El Primer Secretario sonrió a su manera, tensando los finísimos labios sobre su delgado y huesudo rostro.

—La guerra es por naturaleza un acontecimiento transitorio, Durante. La paz, o mejor dicho la ausencia de combate, tiene una vida más larga. El canal que dejará a la ciudad de Pisa sin agua será una vía navegable: a lo largo de su curso veremos crecer molinos, aldeas y quién sabe si nuevas ciudades.
Él
dio forma a la idea mientras era huésped del dux Contarini: construyó para él canales practicables que ahora unen su villa de Piazzola con Venecia. Algún día la Toscana será un único principado, sustentado por leyes y no por despotismos, y el mero recuerdo de un tiempo en el que ciudades tan próximas tomaban las armas unas contra otras parecerá ridículo.

—El principado que imagináis —observó el joven rubio— es como el de una fábula, o a lo sumo el de un deseo...

—Hubo un tiempo en el que un único imperio dominaba el mundo entero, Durante. Y también existió quien intentó resucitarlo.

Se quedaron un rato admirando tan sugestivo panorama: el eco lejano de las voces de los excavadores se mezclaba con el atormentado chirrido que hacía la gigantesca máquina al levantar la tierra y descargarla lejos del lecho del canal, tirada por cuatro yuntas de bueyes. A continuación, subieron de nuevo a la carroza y regresaron al llano, para dirigirse finalmente a los recintos donde se alojaba el personal.

—Los encontraron hace dos días, a primera hora, justo después del último cambio de turno de la noche. —El capataz de la excavación del Arno, Michele Almieri, un hombre robusto de unos treinta años y de cabellos cortos ya encanecidos, estaba sentado frente a Nicolás Maquiavelo, Durante Rucellai y Ginebra. Había mandado traer agua y vino, disculpándose al tiempo por las toscas jarras y los vasos de terracota sin pulir—. Los cuerpos yacían al fondo de una trinchera que había excavado la máquina. Por otra parte, ya sabéis de qué raza son los cadáveres, messer Nicolás...

El Secretario afirmó con la cabeza. Había emprendido ese largo e incómodo viaje precisamente por esa noticia extraordinaria: prefería no delegar la investigación, al menos por el momento, al Capitán de Justicia. Mastro Michele Almieri se levantó para buscar algo en un baúl.

—Éste es el pasquín que clavaron delante de los Cuerpos. Agentes pisanos, sin duda, acostumbrados a infiltrarse. De noche se aventuran hasta nuestras líneas para degollar a los centinelas. —Y enseñó al secretario, a la vez que intentaba ocultarla a la mujer, una tabla de madera blanqueada con cal y con unas letras torpemente dibujadas en pintura negra:

Que las armas secretas del diablo vayan a dar en el culo de Maquiavelo.

El Primer Secretario sonrió, y esa reacción dejó algo desconcertado a mastro Michele.

—Me gusta, va directo al grano. Algún día quisiera escribir algo con este mismo tipo de lenguaje, sin artificios, retóricas ni demás remilgos vergonzosos. ¿No os parece magnífico, Durante?

El joven patricio había aprendido a conocer a Nicolás a lo largo del dilatado viaje, y aquella extravagante salida no le sorprendió lo más mínimo. Decidió seguirle el juego y le devolvió la sonrisa, abrazando por la cintura a la hermosísima Ginebra, que entretanto se había puesto en pie y se había acercado a él haciendo crujir la seda de su precioso vestido contra la ropa de terciopelo del joven. También ella lanzó una carcajada, franca y sonora:

—¡Sin duda es original! Y puede que tengáis razón, ser Nicolás: en cierto modo hasta resulta hermoso. Pero ¿a qué armas secretas se refieren los pisanos? ¿Y qué han encontrado en esta excavación, si se me permite preguntar?

Maquiavelo cruzó su mirada con la de Almieri, alarmado, y movió la cabeza en señal de afirmación, tranquilizándolo. El capataz volvió a dejar el pasquín en su lugar, vaciló por un momento, y después se dirigió a Ginebra con una leve reverencia:

—Nadie sabe a qué se refieren los pisanos, eso dando por sentado que realmente hayan sido ellos quienes han puesto el pasquín junto a los cuerpos. No existen armas secretas florentinas, hasta donde sabemos el Secretario y yo...

—Entonces habría que averiguar hasta qué punto son secretas: ¿quizá alguien más importante que vosotros esté al corriente?

Mastro Michele no estaba acostumbrado a que una mujer lo azuzara de ese modo, por muy instruida y bienhablada que fuera, como podía deducir de sus vestidos ricos y llamativos. Se sintió incómodo y algo confuso.

—No hay armas secretas, madonna, y nadie hay más importante que el Primer Secretario.

La mujer no cejó.

—A lo mejor Pier Solderini, el gonfalonero de la República.

Durante estrechó afectuosamente la mano de Ginebra, que se estaba acalorando demasiado, algo que sucedía a menudo cuando entablaba discusiones con ciertos hombres poderosos.

—Ser Piero confía plenamente en sus colaboradores, querida, y entre ellos ser Nicolás es el primero.

Maquiavelo asintió, con su acostumbrada sonrisa. Michele Almieri, que se había sonrojado, retomó la explicación:

—El hallazgo junto al pasquín, por otra parte, no parece guardar relación alguna con ningún tipo de arma conocida: son cinco cadáveres, verdaderamente extraños...

—Quisiera verlos lo antes posible, si no os importa. —Nicolás ya se había levantado y se había puesto el jubón.

El frío punzante se colaba por entre las rendijas de la caseta en gélidas rachas. A lo lejos se oía el peculiar chirrido de la gran máquina excavadora. El capataz se cubrió con una capa negra de pieles y se dirigió hacia la puerta.

—Madonna Ginebra nos disculpará, espero, si en el recinto no disponemos de mujeres que la puedan acompañar. Su doncella podrá acomodarla en mi alojamiento, si quiere descansar, mientras preparan sus habitaciones...

Ginebra estaba ya ante la puerta de la caseta, con la estola de piel sobre los hombros, su melena negra, larga y ondulada cayéndole por el cuello y los ojos azules risueños y chispeantes. Su boca, sin embargo, conservaba serio el semblante:

—No os toméis la molestia: he venido con messer Durante y veré lo mismo que él.

—No es un espectáculo digno de una...

—Cuidado, maestro: si intentáis tratarme como a una dama que ocupa sus días hilando ante la ventana, pronto sufriréis las consecuencias. No me conocéis, pero Durante y ser Nicolás podrán deciros cuáles son mis costumbres y cómo suelo comportarme. Dispensadme el mismo trato que a un hombre o acabaremos mal.

A Michele Almieri la rareza de esa gente le estaba agotando la paciencia: conocía de sobras a Nicolás Maquiavelo, digno de su fama de hombre excéntrico y cínico, y otras veces cruel; pero aquella bellísima mujer, espinosa como un erizo, y aquel joven alto, demasiado apuesto y también en cierto modo misterioso, le causaban aún mayor desconcierto.

—Como queráis. Venid conmigo, y cuidad dónde ponéis los pies.

En uno de los lados de la inmensa excavación habían allanado un camino transitable, por el que circulaban los carros que cargaban tierra y rocas desmenuzadas. La pista de tierra de color amarillo y blanco, completamente despejada, y el horizonte cerrado por la escarpadura de la excavación no hacían pensar en la floreciente llanura toscana, sino más bien en un desfiladero alpino o en el lecho de un antiguo glaciar deshelado, como los que había más allá de los valles de Trento. El frío arreciaba, y la tierra, aunque batida, era dura como una piedra. Con todo, la ausencia de viento en aquella depresión artificial imprimía en el aire una pesantez extrema, por lo que Nicolás, Durante y Ginebra avanzaban con gran resuello y cierta fatiga. El Primer Secretario miraba atentamente la pared empinada que bordeaban, la piedra viva de la excavación abierta por los picos y la milagrosa máquina: se fijaba con curiosidad en la sucesión de estratos de distintos colores, ondulados y semejantes a las vetas de las rocas de montaña, como si una fuerza sobrehumana los hubiera doblegado para amontonarlos sobre el terreno. Ser Durante, que caminaba a su lado, se dio cuenta de su interés.

—Son los signos del paso del tiempo: ciclos larguísimos, que comenzaron con la Creación.

—Aunque apenas han pasado cinco mil años...

—Eso dicen las Escrituras.

—¿Y os parece que esas venas tienen algún significado?

—Podéis considerarlas como páginas de un libro: aluviones, terremotos, erupciones de volcanes antiquísimos que han sedimentado un estrato sobre otro, y que ahora esta inaudita excavación saca a la luz, como un cuchillo que cortara el tronco de un árbol, desde la corteza hasta la profunda savia, para revelar así los anillos de su crecimiento.

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