Cuando lo comprendió, dio un salto hacia atrás. El joven médico había sido diseccionado, con cortes finísimos pero profundos, practicados con un pequeño cuchillo afilado que él conocía de sobra; sus vísceras habían sido exploradas, su fina piel recosida cuidadosamente. Los puntos del cosido habían sido realizados con extrema maestría, como si en lugar de la piel de un cadáver se tratara de una preciosa seda o de un bordado de San Galo. Era más que evidente de quién eran las manos que habían tocado por última vez el cuerpo de Durante. Manos admirables por su delicadeza y a la vez diabólicas, manos de alguien que volvía a aparecer en el centro de una terrible intriga: Leonardo. Así pues, Durante lo había encontrado, había muerto, y el maestro en persona era quien lo había diseccionado. ¿Se hallaba acaso en Florencia? Imposible, alguien había tenido que transportar el cuerpo por largos caminos... Recogió con el dedo un poco de la esencia aceitosa que lo recubría y se la acercó a la nariz: desprendía un olor penetrante. En aquel momento le vinieron en mente las vasijas de cristal que había visto en Livorno, en la casa de ser Filippo Del Sarto, con miembros anatómicos perfectamente conservados...
Maquiavelo pensó entonces que él había sido el primero en reparar en aquel minucioso trabajo de disección. Pero ahora Violante, el verdugo y el carcelero lo estaban mirando mientras estudiaba aquellas suturas, y muy bien podía surgir en ellos la misma sospecha. Así que ordenó que vistieran de inmediato el cuerpo con los suntuosos ropajes, lo metieran de nuevo en la caja y la cerraran. Mientras el carcelero obedecía sus órdenes, algo en el cuerpo del difunto llamó su atención: un signo alrededor de la muñeca derecha, como si le hubieran arrancado con violencia una cadena de oro. No recordaba que Durante llevara pulseras, y tampoco le pareció lógico que le hubieran robado sólo esa joya y no todos los demás objetos de valor y las preciosas prendas de su atuendo. Se agachó para examinarlo bien y, con gran sorpresa por su parte, se dio cuenta de que no era una marca cualquiera, era una frase escrita en tinta negra bajo la piel, a modo de tatuaje. Consistía en dos palabras sin sentido:
Pensó en el griego, el latín, el provenzal, el castellano y en otras lenguas que conocía rudimentariamente, pero no acertó a dar con un significado plausible. Mandó traer papel y lápiz, e intentó una y otra vez reproducir con su escritura esas dos palabras. En ese momento preciso, como por una iluminación repentina, vio ante sí a Leonardo mientras compilaba sus códices con la mano izquierda. Probó entonces con la zurda, y la mano le condujo de forma natural por la grafía contraria, hasta revelar en su último trazo el significado de las palabras como leídas ante un espejo:
Busca Encuentra
Entonces, ¿Leonardo era el responsable de todo? Y, si esas palabras las había escrito él sobre el cuerpo de Durante, ¿a quién iban dirigidas? ¿Buscar qué? ¿Encontrar a quién?
Salió del palacio en compañía de Violante, cuando la luna todavía estaba alta en el cielo. Se despidieron bajo la consigna del silencio, y el Secretario regresó al palacio donde dormía Ginebra. El portero acudió a abrir la puerta, con el pavor reflejado en los ojos y sin mediar palabra. Nicolás subió a grandes zancadas la escalinata, con la esperanza de que la mujer estuviera todavía durmiendo. No sabía cómo tenía que darle la noticia de la muerte de Durante: a estas alturas había entendido ya la afección que les unía, pero ignoraba por completo cuál era la profundidad real de ese sentimiento. ¿Cómo iba a reaccionar Ginebra ante la noticia de que el joven médico rubio, hombre delicado que dormía entre sábanas de seda y a la vez valeroso como un león, yacía ahora en el interior de un frío ataúd?
La encontró levantada, delante de la puerta, envuelta en su peculiar salto de cama blanco, bajo los rayos de la luna que jugueteaban sobre su cuerpo y su rostro. Había estado llorando, largamente, ¿Quién la había informado? ¿Cómo? Habían pasado pocas horas desde que la había dejado exhausta, sobre el lecho, apenas cubierta con la sábana.
No tuvo tiempo de pronunciar palabra. Ginebra no pudo contenerse y se agarró con sus pequeñas manos a las ropas de Nicolás: le imploró, le amenazó, le golpeó, hasta que todos los siervos acudieron alarmados a la puerta de la habitación y Maquiavelo tuvo que tranquilizarlos y mandar con voz imperiosa que se retiraran. Ginebra imploraba el nombre del asesino, desvariaba hablando de traiciones y de trampas mortales, maldecía a toda la humanidad y sus labios rozaban la blasfemia, mordiéndose la lengua pero sin derramar ahora una lágrima. Sus palabras no conseguían calmarla y Nicolás tuvo que zarandearla con violencia calibrando en todo momento sus fuerzas: la mujer abrió los ojos y puso la mano bajo el vestido, tal vez en busca de un arma, pero cayó de espaldas sobre la cama. Él aprovechó para registrarla y halló un pequeño puñal de hoja oriental, parecido a los que los Cruzados solían traer de vuelta de Tierra Santa. Se lo guardó en el bolsillo y luego la abrazó con fuerza, intentando calmar las convulsiones nerviosas que sacudían su delicado cuerpo.
Estuvieron así unos minutos, después intentó hablarle con dulzura, susurrándole frases afectuosas al oído. Ginebra se tranquilizó un poco, de modo que Nicolás aprovechó el momento para hallar respuesta a sus inquietudes:
—¿Dónde está la ropa de Durante? —le preguntó sin más preámbulos.
Esa pregunta desconcertó a Ginebra.
—No sé muy bien... Mi doncella la habrá dejado ahí...
Maquiavelo se dirigió al nicho de la pared donde estaban los baúles. Identificó el de Durante y vació su contenido: vestidos y ropas suntuosas, pero nada parecido a los ropajes que llevaba el cadáver.
—¿Es posible que la guardara también en otro lugar?
—No, que yo sepa.
—Es muy importante, intenta recordar.
Ginebra miró a su alrededor y después negó con la cabeza, convencida. Nicolás comenzó a meter de cualquier manera la ropa en el baúl, pero Ginebra le apartó:
—Espera, lo haré yo.
Mientras se apresuraba a doblar las ropas de Durante, de un bolsillo cayó un pequeño cuaderno rojo. Ginebra se agachó resuelta a cogerlo, pero Nicolás se dio cuenta y se le adelantó en el gesto.
—¿Qué es?
—Es el Libro de Horas de Durante, un pequeño y antiguo breviario que siempre llevaba consigo.
A Maquiavelo le llamó la atención la cubierta de color cereza intenso, apenas gastada por el uso. Era un libro escrito en francés, enriquecido con numerosas y valiosas miniaturas, y el lomo parecía mucho más alto que las hojas que contenía. En el borde inferior de la última página, vio una frase que la mano de Durante había escrito recientemente:
Para Leonardo: la filosofía puede tener en verdad
la potencia de las armas si, en nombre de lo positivo,
se opone a lo Verdadero.
Sigue La transformación de la simiente.
¿Qué significaba aquel escrito de Durante? Parecía el título de una disertación filosófica o religiosa. Miró a los ojos celestes de Ginebra.
—¿Sabes a qué se refiere?
La mujer negó con la cabeza, determinada, a la vez que tendía la mano para alcanzar el volumen:
—Durante quería que este libro de rezos se usara para la ceremonia religiosa de sus funerales: una tradición familiar.
—Y así se hará: yo mismo se lo entregaré al sacerdote. Hasta entonces lo guardaré conmigo.
—No tienes ningún derecho, Nicolás.
—Pues me lo tomo libremente y asumo la responsabilidad.
A continuación, sin descalzarse siquiera, se echó también él en la cama y por fin cerró los ojos, mientras el alba bañaba con su claridad rosada los últimos pisos del palacio.
Nicolás cabalgaba al lado de un joven moreno, delgado y alto, cuya barba recortada encuadraba con elegancia su afilado rostro. Prados y campos relucían verdísimos, como en las telas del joven Botticelli, y muchachas lozanas vestidas con velos danzaban en círculo semejantes a hadas. El joven príncipe lo conducía al castillo para admirar su obra de arte, y mientras los caballos avanzaban raudos, apenas rozando el suelo, los colores de los campos mudaban, se tornaban más densos y oscuros hasta cambiar por completo: los verdes se convertían en tonos marrones, el color del cielo palidecía de azul a blanco, y de los prados brotaban bosques artificiales; profundas quebradas y angostos desfiladeros cerraban el horizonte, y las campesinas tenían ahora los rostros más delicados y hermosos que imaginarse pueda, a pesar de que una inquietud profunda y amenazadora turbaba sus miradas. Cuando llegaron a las puertas del castillo, que era como el de Arturo en las iluminaciones de los libros nórdicos, mientras bajaban el puente levadizo, Nicolás comprendió que ese paisaje había sido dibujado por la mano de Leonardo y que la naturaleza entera clamaba un terrible secreto. A su lado, el joven príncipe sonreía, y una vez en el patio, desmontaban de los corceles y le acompañaba a admirar la obra de arte que había realizado y que unos días antes le había descrito no sin suscitar su admiración. El apuesto joven abría la boca y hablaba, pero no se oía ningún sonido. De sus labios, el Secretario leía o creía leer una especie de sentencia:
No hay belleza mayor que aquella que mata
. No entendía el significado de esas palabras, pero luego el príncipe abría una puerta inmensa y mostraba henchido de orgullo su gran obra: diez cuerpos envueltos en opulentos ropajes, tendidos en el suelo y descompuestos, con rostros azulados y cada cual con su lazada alrededor de la garganta. Las jóvenes campesinas, que habían entrado en el castillo, formaban ahora un círculo en torno al príncipe y Nicolás: ahora las veía horrendas, sucias, con la piel llena de costras. En las escarpas del castillo, los soldados comenzaban a redoblar sus tambores, cada vez con mayor estruendo, hasta que Nicolás tenía que protegerse los oídos con las manos.
El sueño de Maquiavelo se interrumpió bruscamente: algo estaba sacudiendo la ciudad de Florencia, como un terremoto. Tenía las manos sudadas, tocó con los dedos el borde de la sábana de lino y la notó empapada. El fragor insistente sonaba como un tambor de guerra y la estancia temblaba como si un ariete la estuviera golpeando. Por fin abrió los ojos, vio que el sol estaba ya alto y comprendió que alguien llamaba a la puerta con violencia. ¿Dónde estaba su siervo? ¿Quién osaba, a esas horas, despertar al Primer Secretario de la República? ¡Y en una casa ajena, por lo demás! Miró a Ginebra y vio que ella también se había desvelado y que se había tapado con la sábana hasta el mentón, a fin de esconder su desnudez. Nicolás salió de la cama, buscó el puñal que había escondido en un pliegue de la ropa, se ciñó su jubón de piel y fue a abrir.
Al otro lado de la puerta había un enviado comunal, flanqueado por dos soldados, y a sus espaldas todos los siervos de la casa, asustados e intrigados.
—¿Qué queréis? ¿Cómo osáis entrar en casa de una dama hasta las puertas de su propio aposento?
El enviado del Palazzo dei Priori asomó la cabeza por la puerta y miró hacia el lecho donde estaba Ginebra, asustada. Por su expresión satisfecha, Maquiavelo comprendió que el espía había hallado la confirmación a sus sospechas. Habían urdido aquella escena únicamente para sorprenderlo en compañía de la dama.
—¿La madonna es Ginebra dei Rucellai?
—¿Cómo os atrevéis a formularme esta pregunta?
—Responded, Secretario. El motivo que me empuja a causaros la molestia es muy serio.
Nicolás entendió que no tenía ningún sentido decir una mentira en aquel trance. Tenía que averiguar quién le estaba declarando la guerra y con qué pretexto, y cavilar una línea de defensa rápida y eficaz. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El enviado comunal recitó entonces una retahíla de palabras visiblemente aprendidas de memoria:
—Madonna Ginebra ferraresa es la esposa legítima de Durante de ser Sandro Rucellai, hallado muerto por causas que se desconocen fuera de la Puerta de San Pier Gattolini, en la vía romana.
Así que la noticia había corrido como un reguero de pólvora. Maquiavelo pensó en cuando, pocas horas antes, en plena noche, había examinado el cadáver de su pobre amigo y protegido: aparte de Violante, hombre de absoluta confianza, lo habían presenciado el carcelero y el verdugo. Quién sabe con cuánta gente habrían hablado ese par de esbirros, haciendo caso omiso de sus órdenes y difundiendo la noticia por toda Florencia como una onda en expansión, mientras él dormía y el sol se levantaba en el cielo. Había sido ingenuo e incauto: un pecado mortal.
—Sois culpable de adulterio, messere.
—Madonna Ginebra ya no es la esposa de ser Durante: su marido está muerto.
—En cualquier caso, habéis sido sorprendido en concubinato, messere.
—No es concubinato, no según la ley civil, y por otra parte este asunto escapa a vuestras competencias.
—Vos estáis casado, luego sois adúltero. Vestíos, Secretario: os esperan.
—¿A estas horas? ¿Puedo preguntar quién?
—En el Palazzo dei Priori, el gonfalonero ser Pier Soderini.
Aquel nombre fue para Maquiavelo como un azote, más doloroso que si le hubieran mencionado a uno de sus enemigos jurados.
Estaba convencido de que en realidad no iban a llevarle al Palazzo dei Priori: se imaginaba un trayecto bastante menos agradable, hacia las Mazmorras delle Stinche o al Bargello. Pero en efecto subió la escalinata del palacio, flanqueado por un soldado a cada lado, quienes llamaron a una de las primeras puertas de aquel corredor que tantas veces había recorrido Maquiavelo. Un siervo se apresuró a abrir y los guardias lo dejaron solo. Se quedó en la entrada. En la penumbra de la habitación vio a un hombre de pie, al lado de un lecho con dosel. También atisbó una silla de respaldo alto, un atril con un grueso volumen abierto y un arquibanco pegado a la pared, con dibujos de vivos colores que representaban una escena de matrimonio.