—La última frase, la que Durante había escrito en su libro de rezos, me lleva a pensar en otra de las crípticas indicaciones de Valentino. El Duca me ha dicho que le habían prometido unos libros a Leonardo y después se los habían negado. «Libros de Herófilo», se le ha escapado. ¿Qué libros son ésos? ¿Y quién se los ha prometido para luego negárselos? Estoy convencido de que el libro que seguía al
íncipit
caligrafiado por Durante en su mutilado breviario no es otro que uno de estos libros misteriosos. Y tendré que empezar por Durante para resolver el enigma.
—Pero ésa es precisamente la pieza del rompecabezas que no encaja: el fascículo que estaba religado junto al breviario ha desaparecido, sólo tienes el título...
—Hay otra cosa que quiero investigar.
—¿Exactamente cuál?
—Al propio Durante.
Un manto de color azul profundo punteado de estrellas había cubierto el cielo de Roma, como las bóvedas de ciertas criptas bizantinas. El frío era glacial, pero el joven cardenal había decidido esperar en su balcón la hora de la audiencia secreta, de pie, exponiéndose al viento helado. Contemplaba la silueta ocre de los tejados y los campaniles de la Urbe más allá del manso Tíber, que se extendía a sus pies como una alfombra de Oriente. Todavía no había cumplido treinta años, era fuerte, un joven rebosante de esperanza y de sed de justicia vengativa. Un frío mes de noviembre de hacía ya diez años, su familia había sido expulsada de Florencia con crudeza, y un joven de honor no podía sino sentir en sus adentros el clamor de la espada: cuando habían proclamado la República, él se hallaba en su palacio y ya en aquellos días habría querido levantarse con los soldados, de torre en torre, para combatir hasta la muerte. Vero sus padres no se lo habían permitido y había tenido que resignarse a huir en plena noche, escondido en un carro y rodeado de mujeres. Durante largos años había errado por el mundo, viviendo aventuras que luego no podría explicar a los suyos y mucho menos a sus cofrades. Vero ahora no quería pensar en la venganza, porque era un hombre de Iglesia: contaba con otro tipo de armas y precisamente por ellas le habían convocado a esas altas horas de la madrugada en audiencia privada.
Un lacayo apartó el espeso cortinaje e hizo una inclinación, mostrándole con el gesto el camino que conducía a las estancias secretas. Las recorrió con la mirada puesta en paredes y techos: las obras de sus amigos, especialmente las del amable y gran Rafael, reclamaban su atención, hasta tal punto que las lágrimas asomaron a sus ojos cuando pasó ante los cuadros más hermosos del pintor. Todos los frescos y las estatuas de su palacio romano no podían igualar una sola de aquellas divinas obras de arte.
El lacayo se retiró y el cardenal permaneció a solas en el centro de la inmensa sala, rodeado de mármoles, marcos y estucos que se entrelazaban en elaboradas geometrías. Tenía la impresión de ser el único visitante en vida de una ciudad muerta pero intacta, o tal vez alguien a quien, por arte de algún hechizo, le hubieran concedido contemplar desde el interior la perspectiva de algún cuadro: pensó en losEsponsales de la Virgen
y en su templo metafísico, pero sobre todo en aquellaEscuela de Atenas
que el joven Rafael estaba preparando y que le ocupaba la mayor parte de su tiempo.
El anciano, alto y de presencia imponente, de improviso se le apareció como salido de un pasaje secreto: o quizás había estado ahí desde el comienzo y él lo bahía confundido con las figuras pintadas. Hizo una reverencia, con la mirada fija en el suelo.
—Incorpórate, Giovanni. Te hemos mandado llamar para encomendarte una misión muy delicada, de parte de la Santa Madre Iglesia.
—Es un honor obedecer vuestras órdenes.
—Estoy convencido de ello. ¿El orgullo todavía inflama tu corazón, Giovanni?
El cardenal alzó finalmente los ojos, con un estupor doliente inscrito en la mirada.
—¿Orgullo, yo? Nada hago, permanezco día y noche en mi palacio, me ocupo de los artistas y de las bellas artes...
—De lo contrario no serías digno hijo de tu padre Lorenzo, apodado el Magnífico por los florentinos. Pero ¿y los rezos, Giovanni, y las obras?
—Sigo de cerca mi taller, con disciplina...
—¿Y la espada, Giovanni? La espada pronto nos será muy útil. Y un príncipe de la Iglesia deberá ser diestro en manejarla. Yo soy viejo, ya, pero todavía puedo blandiría.
El cardenal esbozó una sonrisa, casi sin darse cuenta.
—He dicho que para mí la obediencia es un honor. También con las armas, cuando llegue el momento.
—Bien, pero todavía es pronto. Ahora te necesitamos de otro modo. Me han dicho que en tu palacio de San Eustachio todavía se celebran ciertas fiestas licenciosas...
—Falsedades y envidias, sólo eso. Y en cualquier caso yo no asisto a fiestas ni banquetes.
—Pero sí amas las imágenes de los paganos, los mármoles antiguos, las viejas piedras sin alma y sus libros engañosos y falaces. Por otra parte eres un Médicis, nacido sobre el hermoso Arno y crecido entre preceptores más paganos que los antiguos, que os han inculcado el amor por la suntuosidad y las artes...
—Siempre para mayor gloria de Dios. Soy amante del arte y las ciencias de los antiguos, que no confundo con la auténtica Sabiduría.
El viejo no pudo evitar sonreír.
—Tu respuesta me basta para confirmarme, Giovanni, en lo tocante a la misión que te será encomendada. Tu lengua es rápida y acerada, por eso estás aquí. Esta vez debemos combatir precisamente a los antiguos.
El joven cardenal adoptó una expresión de sincera extrañeza.
—¿Los antiguos, decís? ¿Y me habéis escogido a mí?
—Nadie mejor que tú para lo que tengo en mente. Te será entregado un libro antiguo, cuando salgas de esta sala. No podrás sacarlo de aquí, deberás leerlo y te llevará tiempo, puesto que se trata de un extenso códice de frágiles páginas. Tendrás dos siervos a tu disposición, pero deberás comer a solas y, sobre todo, querido Giovanni, deberás dormir a solas...
El cardenal enderezó la cabeza.
—Los rumores sobre mi relación con las mujeres son una pura falsedad, yo...
—Mientras no te falle el vigor, Giovanni, mejor es que vayas con mujeres que con otras compañías. Pero no aquí y no esta noche, ni tampoco mañana ni el tiempo que te lleve esta empresa. Que no será mucho, te aviso: a más tardar después del día de domingo deberás devolver el libro y regresar a tu palacio. Otro hermano está esperando para poder leerlo.
—¿Puedo preguntar de qué libro se trata, por qué tanto secreto y quién es el segundo lector?
—No, tú prepárate para el combate, Giovanni.
—Hágase la voluntad de Dios.
—Me han dicho que César Borgia fue tu compañero.
El cardenal inclinó respetuosamente la cabeza. —En Pisa, durante tres años, cuando estudiaba Derecho Canónico.
Su interlocutor se echó a reír con una voz cavernosa.
—Puedo imaginar qué habrá estudiado ese diablo. Es una hermosa coincidencia. También tú eres hombre de mundo.
—Soy siervo de Cristo.
—Es importante que también seas hombre del siglo, porque no deberás permitir que te distraigan ni entorpezcan tu trabajo.
—No os entiendo.
—No tardarás en comprenderlo. Ahora, ve, toma el libro que te darán y dirígete al aposento que te han preparado.
El cardenal Giovanni hizo una reverencia, luego retrocedió y salió de la sala. Apenas había franqueado el umbral cuando se cruzó con un hombre que también vestía hábito cardenalicio. Tendría unos sesenta años, era robusto como un toro, sus ojos llameaban con viveza y sus labios dibujaban una sonrisa sincera y al mismo tiempo abiertamente astuta. Al verlo el viejo mudó el semblante y lo miró con gravedad.
—No creo que el joven Giovanni tuviera que conocer más detalles, visto el papel que le hemos asignado.
—Tampoco mi encargo es nada banal...
—Lucharéis con las mismas armas.
—Me admira vuestro sarcasmo al solicitar los servicios de un Médicis, ¡el más pagano de cuantos hayáis conocido!
—No se trata de ningún juego, Francesco. Lo que está por suceder es muy grave, que el Espíritu Santo os asista.
—A juzgar por el lugar del juicio, no existe sede más adecuada para que así se cumpla.
—Ahora ve también tú, y te lo advierto: no me defraudes.
El cardenal hizo una profunda reverencia, ya en el umbral, pero al incorporarse los ojos le brillaron amenazadores.
—Vencerá el mejor, no lo dudéis.
—Mi voluntad es que ganela verdad
, amigo Francesco.
—¿Quid est veritas?
—murmuró el cardenal, mientras el siervo cerraba la puerta a sus espaldas.
Nicolás y Ginebra llegaron a Florencia por la mañana temprano. Cruzaron la gran Puerta de San Frediano justo cuando las campanas de la iglesia del Carmine doblaban con estruendo. Maquiavelo no juzgó oportuno comunicar de inmediato su llegada a quien le habría atosigado con preguntas que todavía no podía satisfacer, así que evitó tanto el Palazzo dei Priori como su propia casa. Por un instante sus pensamientos volaron hacia su esposa Marietta y los niños, y sintió una punzada en el corazón. Pero en esos momentos eran otros los fantasmas que le apremiaban y no podía demorarse bajo ningún concepto. También la residencia de Ginebra se había convertido en un lugar inseguro que probablemente estaría vigilado: sin embargo, carecía de una alternativa mejor y tuvo que ordenar al carro que se dirigiese a esa dirección. Al pasar por las calles todavía desiertas el vehículo avanzaba con lentitud, para evitar el traqueteo que les había dejado exhaustos en el viaje de vuelta. Luego, una vez en el centro más antiguo de la ciudad, las calles comenzaron a llenarse de carritos, puestos de frutas y carnes, mendigos arrinconados en los portales y gentes llanas que paseaban. Casi todos los postigos estaban abiertos, y mujeres y niños se asomaban a la calle. Entonces se cubrieron de nuevo la cabeza y se tocaron con sus sombreros, y el carro cruzó las calles a toda velocidad, para evitar que alguien pudiera reconocerles.
Los sirvientes se sorprendieron al verlos llegar tan temprano y en aquel estado maltrecho por el polvo, el sudor y los imprevistos del camino. Estaban irreconocibles, más bien parecían peregrinos procedentes de las más remotas regiones de Europa en lugar de los nobles que eran. Durmieron hasta el mediodía. La doncella de Ginebra se apresuró, junto al mozo de caballerías y otros siervos, a traer toda el agua caliente que la señora pudiera precisar para darse un baño. También Nicolás pasó mucho tiempo en remojo a fin de sacarse de encima la inmunda suciedad y el hedor nauseabundo de los cadáveres. Entregó los vestidos desgarrados al fámulo y le mandó quemarlos de inmediato en la estufa.
A primera hora de la tarde, un joven siervo salió en busca de Violante, que estaba en su casa descansando. El jefe de la guardia secreta al servicio del Primer Secretario se personó al cabo de unos minutos, corcovado y vestido de oscuro, sin que nadie pudiera reconocerle. Ser Nicolás lo recibió en su aposento, tumbado en la cama y todavía reponiéndose del viaje y los terribles peligros a los que se habían expuesto.
—¿Qué noticias traéis, Violante?
—Todo prosigue según lo previsto. No ha trascendido ninguna información sobre la intención de los sicarios, y ellos por su parte tampoco sospechan nuestra voluntad de hacer fracasar su conjura contra Pier Soderini...
—¿Habéis descubierto ya cómo piensan llevar a cabo sus planes?
—Los Piagnoni aprovecharán la ocasión que les brinda el Consejo de los Diez en el Palazzo dei Priori. Tras la reunión, el Gonfalonero se dirigirá a pie hasta el Duomo, para asistir a la Santa Misa...
—¡No pensarán hacerlo como con Lorenzo!
—Según parece andan cortos de imaginación, messere. Seguirán de cerca el pequeño cortejo entre las gentes de la ciudad: el lugar escogido para perpetrar su acción es el punto exacto en el que se levantó la pira donde ardieron el fraile y sus secuaces...
—Hasta en este particular se muestran estúpidos. No deja de sorprenderme que los agentes de los Palleschi los dejen actuar de una manera tan predecible.
—Seguramente están convencidos de que no existen alternativas. Los Piagnoni permanecerán en silencio durante el tramo que va de Orsanmichele al Bigallo, así como una vez en la plaza. Actuarán durante el oficio, en el Duomo, e intentarán escapar entre el gentío.
—¿Y cómo piensan hacerlo, exactamente?
—Al tercer grito de «¡Libertad!» se lanzarán contra el Gonfalonero empuñando espadas cortas, y también contra vos, Secretario, y contra los altos magistrados. Para que no puedan descubrirnos reaccionaremos en el último momento: los conjurados no gozarán de la ventaja de la sorpresa y podremos detenerlos, por así decir, al vuelo.
—Es muy arriesgado, Violante: puede que sean más rápidos que vosotros y consigan herir o matar a alguien.
El jefe de la policía secreta sonrió abiertamente, con una mueca inaudita en él, que a Nicolás se le antojó una contracción involuntaria del rostro, como los espasmos de ciertos enfermos.
—Cuatro agentes nuestros defenderán a ser Piero, camuflados entre la muchedumbre, dos delante y otros dos cubriéndole las espaldas. Aun así, si alguien resultara herido, messere, entonces, como sabéis muy bien y vos mismo me habéis enseñado...
Nicolás no pudo evitar sentir escalofríos: su propia persona y la de los demás notables harían las veces de escudo humano, y tal vez alguno de ellos tendría que sacrificarse, si la situación lo exigía. Pero no tenía nada que objetar, puesto que así precisamente se lo había aconsejado él mismo a Violante. La acción debía resolverse en aras del mayor bien para la República: ¡Soderini salvado casi por milagro y los Palleschi abatidos con sus propias armas!
—Veo que habéis aprendido bien mis enseñanzas, y eso me reconforta. Es justo que así sea: un herido o un muerto de importancia secundaria puede reforzar el valor de la fallida conjura y fortalecer la salud de la República. Con tal de que yo no me cuente entre las víctimas...
Salió de la cama y se dirigió al escritorio junto a la ventana. Violante, interpretando que aquel movimiento le daba permiso para retirarse, hizo una leve inclinación y dio media vuelta para salir de la estancia.
—¡Esperad! Todavía no he terminado. Quiero saber si el mensajero de Padua ha regresado, el soldado que puse a disposición del filósofo Bardini para que nos proporcionara información sobre Filippo Del Sarto.