Los huesos de Dios (31 page)

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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los huesos de Dios
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—¿Se trata entonces de algo que afecta a la religión?

—A su manera, también tiene que ver con la teología —respondió Leonardo, moviendo la cabeza con semblante serio—. Y por lo tanto no hay motivos reales para preocuparse: las armas dañinas son las que se cargan con pólvora negra, ¿no os parece? Estoy satisfecho de haber respondido de modo tan franco y concluyente a vuestras dudas, Gonfalonero.

—¿Estáis seguro, maestro?

—Lo estoy. Podéis estar tranquilo, el arma no os hará daño.

—Pero esa mujer negra y aquel carro, Leonardo... Quisiera saber más sobre ellos.

—Nada, una simple carroza nueva, Gonfalonero, que he construido para recibir a la princesa de África que ha llegado a Florencia... Fue una lástima que la catástrofe del canal la destruyera.

—¡La Signoria habría tenido el deber y el placer de hacer los honores a la embajada de un país tan lejano!

—No se trata de ninguna embajada, messer Piero, sino de un viaje personal de instrucción. Y la princesa vendrá mañana a honraros.

Pier Soderini se sentía como un niño en una conversación de adultos que hablan de enigmas y oscuras alusiones. Maquiavelo acababa de llegar, y el Gonfalonero le dirigió la palabra.

—¿De verdad es inocua el arma, ser Nicolás?

—Hasta me atrevería a decir que no existe, messere. Fantasías de los pisanos...

El Gonfalonero, que ya no podía más, alargó de nuevo los brazos, golpeándose repetidamente los costados, como un gansarón.

—Sea así, pues: si toda la algazara en torno a este tema termina aquí, Florencia no sacará sino ventajas.

—¡Eso es razonar como un príncipe, messer Piero! Lo que hemos hecho al descubrir la terrible conjura de los Piagnoni que querían mataros, es sumamente importante. El pueblo se ha alborozado, la República está a salvo y ha salido fortalecida, y nuevas medidas para el orden público han sido probadas sin que apenas nadie lo haya notado...

—Violante dice que me arrojasteis esa capa encima, en los escalones, porque creíais que mi vida corría peligro.

Nicolás no respondió enseguida, y Violante se le adelantó:

—El Secretario advirtió ciertos movimientos extraños y creyó que los conjurados querían atentar contra vuestra vida aquí abajo, en la plaza: a pesar de no estar en lo cierto, actuó en consecuencia, y con fuerza y reflejos admirables. Os habréis percatado, espero, de que cuatro de mis guardias os rodearon de inmediato para protegeros.

—Todavía me duele el hueso sacro, por el golpe que me di al caer. Pero los conjurados, los Piagnoni, no estaban allí... Los habéis apresado después, en el Duomo.

—Así es, los hemos arrestado y condenado a muerte acto seguido: por otra parte habían empuñado sus puñales con sólo vernos llegar. Ni siquiera sospechaban que estaban siendo títeres de los Palleschi.

—¡Que ahora pagarán con su vida!

—Juzgamos oportuno no remover más las aguas de este asunto, Gonfalonero. Si vos, como buenamente creo, estáis de acuerdo, permanecerán en sus casas temblando de rabia y de miedo. Los espías y los sicarios venidos de fuera pagarán en cambio el precio más alto. ¿Me he expresado bien, Secretario?

Nicolás sonrió e hizo una leve inclinación.

—Mucho mejor de lo que lo habría hecho yo, Violante.

Nicolás, Leonardo, Violante y las dos mujeres abandonaron el Palazzo dei Priori tras ser interrogados durante una tarde entera por ser Piero y otros supremos magistrados de la República de Florencia. Salaì también había regresado sano y salvo, como una rata de cloaca para la que una crecida repentina y un mar de barro son tan sólo una manera más rápida de deslizarse y, una vez restablecida la quietud, reflotar de nuevo a la superficie. Todo parecía cuadrar a ojos de la Signoria, y el Secretario se maravilló de cómo la paz que en ella reinaba contrastaba estridentemente con el misterio todavía velado que guardaba en su seno. Porque Leonardo seguía sin revelar la verdadera naturaleza de su devastador secreto y las eventuales consecuencias de esa gran intriga que había tenido como escenario la Toscana. Nada llevaba a pensar, en efecto, que todos los sicarios del Sultán hubieran sido asesinados en la llanura de Empoli, junto a Almieri: era más que probable que hubiera otros muchos rondando por ahí. Puede que hubiera un buen número de ellos en Florencia, esperando que se les presentara la ocasión de sorprender a Leonardo. El Secretario discutió con Violante la posibilidad de esconderlo, y el jefe de la guardia secreta le explicó que ya había preparado unas habitaciones secretas y bien protegidas, en el gran palacio que había pertenecido a los Médicis: alojarían también a Ginebra y a la mujer negra, a la espera de disponer, en el máximo secreto, las medidas necesarias para garantizar su seguridad.

Leonardo no quiso saber nada de todo eso, cuando cinco soldados a las órdenes de Violante llegaron para custodiarle. Acababa de salir del Palazzo dei Priori en compañía de las dos mujeres y opuso resistencia, incluso con violencia, a la invitación de subir a un carruaje cubierto que les esperaba cerca de la Logia de'Lanzi. Ginebra decidió interceder, y la mujer negra mostró su aprobación silenciosa pero convincente, con lo que el insigne maestro tuvo que avenirse a aquella orden perentoria.

Nicolás y Violante observaron la escena desde lejos, de pie en los escalones del Palazzo dei Priori.

—Regresaré a mi casa, Violante.

—Madonna Marietta se sentirá feliz de volver a veros, después de tanto tiempo.

—Todavía no he pasado una hora entera con mi hijo recién nacido...

—Aprovechad la ocasión, entonces, porque nos esperan días ajetreados...

—¿Podéis acompañarme a casa?

—Me complacerá hacerlo, messer Nicolás.

Dejaron atrás la plaza y se encaminaron a pie hacia Santa María del Fiore. Estuvieron un rato en silencio, mientras pasaban por entre los puestos que atestaban la calle. Estaban repletos de mercancías de poco valor, como frutos secos y verduras, que contrastaban con las sedas preciosas y las especias orientales de las tiendas más vistosas. Violante no era un hombre muy propenso a hablar, si no era de cosas importantes, y siempre rehuía las conversaciones personales, por lo que Nicolás se quedó asombrado cuando éste le sonrió —algo igualmente inaudito en él— y le dirigió la palabra:

—¿De verdad que habéis dudado de mi persona como siervo de la República y de mi fidelidad para con vos, messer Nicolás?

El Secretario no se vio con ánimos de negar la evidencia y bajó la cabeza, con expresión triste.

—Los sicarios me han engañado, Violante: por dos veces he caído en su trampa y las dos he conseguido escapar.

—¿Habéis temido por vuestra vida?

—¿Cómo no iba a hacerlo? La primera vez podían ser los Palleschi, y nunca sabré si querían matarme de verdad, puesto que fui más rápido que ellos. La segunda vez, en cambio, al parecer querían ahogarme para simular un accidente, y pensé que me había salvado sólo gracias a mi capacidad de aguantar la respiración. Pero ahora estoy convencido de que me querían vivo... ¿Quién les enviaba? Contemplé todas las posibilidades, Violante. Y sólo había una persona que conocía todos mis movimientos.

—¿Quién, Secretario?

—Vos, naturalmente. Pero no podía ser que lo hubierais planeado para luego salvar a ser Piero, que por otro lado no corría peligro. Me preguntaba qué sentido tenía todo eso. Tenía que haber otro motivo...

—¿A qué os referís?

—No era yo vuestro objetivo, sino messer Leonardo, al que había que hacer salir de su escondrijo.

—Entonces, ¿pensáis que se os ha utilizado como un anzuelo para atraer al pez?

—Ésa es una buena imagen. Quien organizó la segunda conjura conocía bien los planes de los conjurados y sabía que si yo lograba escapar correría a salvar a ser Piero. —Mientras lo decía miró fijamente a Violante, tal vez buscando la más leve sombra de duda en sus ojos.

Pero Violante seguía imperturbable.

—¿Acaso queréis decir que el engaño, si era tal, fue urdido por alguien que tenía gran familiaridad con vos?

—Justamente, Violante. Y añadiré que quien me ha inducido a dudar de vos, y del plan que habíamos urdido, es hombre digno de mi persona, como maestro inigualable de un engaño sin par. Porque resulta en verdad admirable que ese hombre predijera que, cuando los cuatro guardias se dirigieran hacia Soderini para protegerlo, yo los tomaría por sicarios. Y en efecto así fue: lancé mi capa encima del Gonfalonero, ante los ojos aterrorizados de quien me creyó el asesino. En toda esta función, el único objetivo era que Leonardo quedara al descubierto, antes o después, al sacarme de aquel apuro: yo era tan necesario para él como él lo era para mí.

—¿Y cómo pudo prever, una mente tan retorcida y genial, que el carro de Leonardo y la gigantesca mujer negra pasarían por delante de la escalinata del palacio justo en aquel momento?

—Alguien que conociera todos los detalles de la intriga seguramente iría a buscar a Leonardo, en las proximidades de su escondite, que yo había localizado. Tras encontrarlo a él o a algún emisario, lo guiaría hasta el lugar en el que yo debía ser...
salvado
.

—Naturalmente pensaréis en madonna Ginebra...

—Ella iba en el carro de Leonardo, vestida de hombre y bien armada. No cabe duda de que no bajó a la calle a buscar espliego o plumas de pavo...

—Y quienes buscaban a Leonardo, messer Nicolás, ¿a quién obedecían, según vuestro sutil razonamiento?

Nicolás pensó por un momento en las palabras de Almieri, en especial las últimas, que precisamente Violante había ahogado en su garganta con la punta de la espada.

—Por razones que se me escapan, Constantinopla cambió su consigna: el arma de Leonardo, que sin duda habían querido usar contra el Papa, de repente tenía que ser destruida, junto a su artífice. ¡La potencia del Sultán se oponía al arma secreta que él mismo estaba financiando! Pero Roma sin duda no podía permanecer de brazos cruzados. También el Papa cuenta con sus agentes, y la destrucción del arma misteriosa era su primer objetivo.

—¿Pensáis que mastro Michele era en realidad un agente del Papa?

Maquiavelo sacudió enérgicamente la cabeza.

—¡Nada de eso! A él lo había reclutado el Sultán. Pero antes de librar el alma estuvo a punto de desvelarnos una verdad que todavía permanece cuidadosamente velada. Quizás, sabiendo que se hallaba a las puertas de la muerte, tuviera miedo del Infierno. O tal vez sólo fuera el remordimiento y el afecto que sin duda todavía sentía por Leonardo. Pero vos enseguida le habéis cortado el cuello...

—¿Y qué iba a decir, a vuestro parecer?

—Sólo he podido oír que había una
extraña alianza
, y con eso me basta.

—Yo no he oído nada de eso.

—Pues yo diría que lo habéis comprendido enseguida, Violante. Todavía ignoro cuál es el terrible secreto de Leonardo. Pero ciertamente la Santa Sede quería detener su mano. Él mismo ha dicho que el arma es una idea que haría estremecer a la Cristiandad entera. La perspectiva de conquistar a un Occidente revuelto ha llevado a Constantinopla a financiarla. Pero luego ha sucedido algo imprevisible.

—¿Qué, si puede saberse, ser Nicolás?

—Alguien debió de sugerirle al Sultán que el arma se le giraría en su contra.

—¿Y yo habría impedido a Almieri decir eso?

—No sólo eso. Mastro Michele quería revelarle a Leonardo que estaba bajo la amenaza del Sultán y del Papa, y que, sí lograba escapar a una muerte, fatalmente correría hacia otra.

Habían llegado a la casa de Maquiavelo, que a lo largo del trayecto había estado empuñando el arma corta, en la indecisión de si debía usarla. Violante le señaló la puerta de entrada.

—Id a abrazar a vuestra esposa: tal vez no sepa que habéis yacido con madonna Ginebra. E incluso si lo sabe estoy seguro de que os perdonará. Y tomad en brazos a vuestro hijo.

Nicolás estaba asustado. Pensó en su dulce Marietta, a la que había engañado tantas veces, y al hijo que a duras penas conocía. ¿Habría sido justo volver a verlos entonces? Movió la cabeza de lado a lado.

—No, no subiré. Debemos aclarar todo este asunto entre los dos, Violante, antes de que se haga público.

—Estoy de acuerdo. Leonardo y las dos mujeres ya están en un carro, camino de Roma, con todo tipo de salvoconductos falsos. Ahora les seguiremos, Secretario.

—Si así lo ordeno yo.

Violante desenfundó la espada y apuntó el cuello de Maquiavelo, mientras los cinco hombres que se habían llevado a Leonardo salían de sus escondites y se acercaban con sus puñales.

—Vendréis conmigo, Secretario, por las buenas o por las malas. Porque sois demasiado listo y lo habéis entendido casi todo.

El consejo secreto

Nicolás Maquiavelo ni siquiera intentó oponer resistencia. Hasta les dejó que le ataran las manos a la espalda y lo introdujeran en un carro cubierto, que partió de inmediato en dirección a Oltrarno y a la Puerta de San Pier Gattolini. Los cinco soldados, evidentemente pagados por el propio Violante, le acompañaron durante el trayecto. El jefe de la policía secreta, en cambio, no iba con ellos: Nicolás apartó un poco el cortinaje y pudo ver cómo cabalgaba al lado del vehículo. Un soldado, al darse cuenta del gesto, le prohibió mirar por la ventanilla, no sólo mientras cruzaban las calles de la ciudad, sino también cuando pasaron por las pequeñas aldeas del condado.

Viajaban de día y de noche, y sólo detenían la marcha para cambiar los caballos y comer un poco. Únicamente la primera noche durmieron en una posada, la peor que Nicolás había visto en su vida: los soldados lo cubrieron con una capa y le taparon bien la cara, por miedo a que alguien le reconociera. Durmieron todos juntos en una habitación que apestaba a orines y en la que sólo había un ventanuco enrejado. Maquiavelo pasó la noche en vela, rechazó la pútrida sopa que le ofrecían y prefirió no usar la mugrienta manta de su jergón. Al alba, se levantó más cansado que antes. A lo largo de la siguiente jornada, mientras recorrían la Via Cassia, les detuvieron sólo un par de veces. La primera en territorio de Siena: mientras examinaban sus salvoconductos, un soldado lo amenazaba con el puñal bajo la capa, para evitar que intentara pedir auxilio. El Secretario no podía dejar de pensar en lo cómico de la situación: de haber descubierto los sieneses su identidad, no habrían dudado en arrestarlo, someterlo a tormento y asesinarlo de buena gana. El segundo control duró muy poco, y Maquiavelo, esta vez, consiguió echar un vistazo fuera: calculó que debían de hallarse en las proximidades de Orvieto.

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