Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (50 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
4.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No me diga que usted ha caído en desgracia con alguien, no puedo creérmelo.

—Casi. Se me necesita, pero no se me valora. Figúrese que ando pensando en volver a España.

—Lo dudo.

—Señor mío, ¿duda de mi amor por mi patria? —fingió enfado.

—Dudo de que se rinda sin pelear.

Aunque la «morriña» por la tierra impulsara a Ribadavia a monopolizar a su compatriota, los anfitriones disputaban con insistencia por la atención del ingeniero. En cuanto a estos, Abbercromby se mostró desagradable, por desgracia seguía siendo esta su costumbre. Había desaparecido por completo el caballero serio y educado que recibiera una semana atrás a Torres y en su lugar había vuelto el individuo grosero que fuera diez años antes. La pareja de recién casados fue el contrapunto a esta descortesía, abrumaron a Torres con un sinfín de muestras de afecto que llevaron a mi amigo al borde del sonrojo. John De Blaise, que había abandonado la carrera militar, era ahora un caballero de muy buena planta. Esos diez años de edad habían dado dignidad a su persona, y habían adornado su mejilla izquierda con una larga cicatriz, que en lugar de afearle le hacía más interesante. Tal vez la ausencia de Hamilton-Smythe potenciaba su apariencia antes eclipsada por la apostura y el carisma del difunto teniente.

Cynthia estaba espléndida. La joven coqueta, llena de alegría y vida, que había mostrado tan buen corazón para conmigo, ganando el reino de mis sueños por siempre, se había convertido a los treinta y cuatro años que ahora tenía en una mujer fascinante. Conservaba aún su frescura y la edad la había vuelto aún más bella, añadiendo a sus anteriores virtudes cierta cualidad lánguida que la hacía muy atractiva. Tal vez el único defecto que podía ponérsele era una delgadez un tanto excesiva, pero la alegría con la que recibió a Torres disipó cualquier temor respecto a su estado de salud.

Lord Dembow sí parecía enfermo y nada ocultaba ese estado. Cercano ya a los setenta, consumido por sus achaques, se servía ahora de una aparatosa silla de ruedas, que con delicadeza manipulaba el quemado Tomkins... cuando no obraba por su cuenta. Era un artefacto portentoso, que reclamó la atención de Torres. Era capaz de moverse sin que nadie la empujara, traqueteando por la sala, obedeciendo instrucciones que el lord transmitía a través de cables y palancas unidos a los brazos de la silla.

—Un mecanismo muy ingenioso —respondía el anciano a las preguntas corteses del español, que no dejaba de maravillarse. Tenía cierta hermosura aquel sitial, con sus piezas broncíneas moviéndose arriba y abajo en elegante danza, aquellos pequeños vaivenes que acababan generando la fuerza suficiente para hacer que giraran las grandes ruedas radiadas—. Preciosa maquinaria de relojería al servicio de este pobre enfermo...

El almuerzo transcurrió con cordialidad, o así lo imagino, salvo por los modales tabernarios de Percy. Se habló mucho de los temas más en boga en el mundo social, temas que Torres ni conocía ni le interesaban. Pese al número de políticos y autoridades presentes, los asuntos «de estado» apenas se tocaron, todo fueron deportes, frivolidad y alegría. Ni se mencionaron los asesinatos, y eso que el entierro de Annie Chapman había sido el día anterior. Era lógico esa reserva en una mesa tan alegre a la que nadie se atrevía a enturbiar. Por cierto, ni una autoridad policial estaba invitada.

En cuanto a su trato con los Abbercromby, fue como cabía esperar. Intercambiaron preguntas con interés sincero sobre lo ocurrido a cada cual durante aquellos diez años, a las que se unieron los presentes que acababan de conocer al español, interesándose con cortesía por su país. A sus amigos, así les gustaba considerarlos, les habló de su esposa y de su residencia en el norte de España y aprovechó para felicitar a los recién casados.

—Les imaginaba de viaje de bodas.

—Hemos tenido que posponerlo —respondió la señora De Blaise con un gracioso mohín—.John quiere hacerse cargo cuanto antes de sus nuevas obligaciones.

—Olvidaos de eso —intervino sir Francis con su dinamismo agotador—, debéis disfrutar y... ¡por todos los reyes y santos de la antigüedad!, dejad tanta tristeza cuanto antes. Las obligaciones llegarán cuando tengáis mi edad.

—Pensamos ir al continente en cuanto podamos, y no olvidaremos su hermoso país.

—No duden entonces de pasar por mi casa —dijo Torres—, serán siempre bienvenidos. Sé que no soy imparcial, pero no hay nada más hermoso que el norte de España.

Supongo que esas nuevas obligaciones de las que hablaba Cynthia consistían en atender los negocios de lord Dembow, asunto que no debió agradar en absoluto a Percy. Es posible que el enfermizo lord necesitara ayuda, y no pudiera contar con su arisco hijo. Torres, por supuesto, se interesó por la salud de su anfitrión, y este dijo algo semejante a:

—Llegaré pronto al desenlace de mi vida, señor Torres.

—No digas eso... —interrumpió su sobrina, y al mismo tiempo lo hizo sir Francis.

—Si te ocuparas más de tu salud y menos de tanta zarandaja...

—No se apuren, hoy me encuentro bien, mejor que hace días. La alegría de mi pequeña es la mejor medicina para mí.

Había algo más, y no se le escapó a Torres. Tras la plácida resignación del lord y la alegría de los amantes se ocultaba una sombra o una tristeza. Lo vio en las ocasionales miradas al vacío de los tres anfitriones, en sus sonrisas forzadas, en el dejar que la conversación fuera casi monopolizada por el resto de los comensales. No era de extrañar: por un lado ella no hacía mucho que había enterrado a su amado, y él, casarse con la prometida de tu mejor amigo es una tarea muy noble y digna, pero amarga si, como supondrán, el amor que con seguridad profesaba De Blaise a Cynthia no era correspondido. Ella vería en él una solución a su duelo, pero todos recordamos la devoción que sentía por Hamilton-Smythe. No cabe hablar de lo evidente, así que no mencionaré otra vez el agrio sabor que debía permanecer en el paladar de Percy.

Torres se interesó por las inquietudes científicas de Dembow, tratando de incluir en la conversación al taciturno lord.

—Ya no tengo ánimo ni fuerzas para tales asuntos. He abandonado la náutica, casi en su totalidad y... ¿Usted ejerce la ingeniería?

—No... tengo proyectos...

—Qué misterioso —bromeó De Blaise—. Debe tratarse de algún invento revolucionario que no quiere desvelar.

—Son solo ideas. En general estoy interesado por cualquier asunto de carácter técnico. Usted,
milord
, ¿sigue con su afición por los artilugios mecánicos?

—Cómo no —dijo lord Salisbury—. La colección de Dembow debiera considerarse un tesoro nacional, haré una propuesta a este respecto en el próximo consejo. —Dembow sonrió divertido—. Tal vez pudiéramos verlos tras los postres.

Dembow se mostró algo reticente; era más modestia fingida que otra cosa. Así, terminado el almuerzo, que llegó a «aceptable» para el paladar de Torres, subieron al piso superior, todos menos el propio lord, que no se encontraba con ánimos. Allí se exhibía una colección notable, en efecto, expuesta toda en las amplitudes del segundo piso. Relojes, un diorama de una enorme batalla, un chino flautista de tamaño natural, pájaros cantores... le recordó a la exposición de Spring Gardens, sin llegar a la maravilla y suntuosidad de aquella exhibición que le uniera a esta familia, aunque un par de piezas, según había comentado el propio Dembow, fueron adquiridas al señor Davies cuando cerró la exhibición.

Pero con todo, lo más extraordinario de la exposición era el lugar en sí mismo. El segundo piso de Forlornhope era de lo más inusitado. Casi la totalidad de la planta (y eso es decir mucho en aquella mansión), a la que solo podía accederse por una puerta desde las escaleras que daban al vestíbulo principal, era una estancia diáfana, un antiguo salón de baile, columnado y vacío, salvo por los autómatas que la poblaban. Techos altísimos y espejados a veces, como las paredes, columnas adornadas con elegantes apliques, suelos brillantes... todo en dimensiones algo exageradas que la hacían asemejarse más a un templo de la mítica antigüedad que a un salón Victoriano. Había más habitaciones, desde luego, se podían ver puertas en medio de los espejos, eran pequeñas salas, según le informaron a Torres los anfitriones, ahora empleadas como trasteros.

—¿Y antes? —preguntó Torres.

—Quién sabe —le respondió Cynthia—. Esta es una casa tan antigua...

Lo que no había era asomo de ventanas al exterior. Ya desde fuera se veía todo el piso segundo como si estuviera tapiado. Las piezas ahí exhibidas se mostraban bajo la luz de un millar de candiles y lámparas.

El español había quedado solo, ensimismado con las maravillas expuestas en el salón recorrido por las voces y miradas divertidas de los comensales. Cynthia lo tomó del brazo apartándolo de su absorta contemplación. Durante la mayor parte de la reunión, la señora De Blaise fue objeto del acoso, galante acoso, del señor Ribadavia, quién le dedicaba requiebro tras requiebro con tan exquisito tacto, que divertía al señor De Blaise en vez de enfurecerle u ofenderle, al tiempo que atraía la femenina atención de su señora. La dama necesitaba un respiro de tanto esquivar las estocadas del español, y qué mejor que el bueno de Torres.

—¿Sabe a quién vi ayer? Aquel amigo suyo, ese caballero tan... especial. Supongo que seguirá viéndole.

—No sé a quién se refiere...

—Al señor Aguirre. —Torres se sorprendió gratamente, espero. Preguntó por mí y se interesó de mi nueva vida, de la que ya hablaré más tarde. El español insistió en que cuando volvieran a verme, me rogaran que fuera a visitarle a él de nuevo. No sabía que era difícil que volviera, aunque volví.

—Espero verlo pronto, es un hombre muy atribulado y perseguido por un nefasto hado que lo acosa, y que me gustaría dejara atrás. En cuanto a usted señora De Blaise, dígame con sinceridad, ¿cómo se encuentra?

—Es usted muy observador... —No era necesario, una mujer que había perdido a su prometido hacía solo un año y ahora se casaba con el amigo de este, no podía ser la persona más feliz del mundo. Ella algo iba a decirle en ese sentido, cuando fueron interrumpidos por la intromisión de otro caballero, el único que podía rivalizar en exceso de personalidad con el señor Ribadavia, pero lo que en este era atractivo y misterio, en el presente señor se tornaba ridículo. Cynthia le abordó con entusiasmo nada más verlo.

—Monsieur Granville —dijo—. Quería poder hablar con usted... he extraviado, no sé cómo, su aparato, ese maravilloso... ¿percutor?

—Percuteur —aclaró el caballero en un falso y afectado francés.

—Exacto. No sé dónde tengo la cabeza... —Reparó en Torres y los presentó—. Señor Torres, este es mi médico,
monsieur le docteur
Joseph Mortimer Granville. —Ambos se saludaron—. El señor Torres es un eminente ingeniero español. El doctor tiene un prodigioso aparato mecánico, puede que a usted, que tanto sabe de ciencia, le interese —dijo esto, y se fue a atender a otros invitados. El doctor era un hombre tan correcto como pedante, que llevaba ambas manos vendadas hasta los antebrazos. Torres, por seguir la conversación, preguntó qué mal le aquejaba a la señora De Blaise para tener que atenderla.

—Histeria —dijo—. Padece arrebatos histéricos. —Como la mitad de la población femenina. Con ese nombre, «histeria», se diagnosticaba a las tristezas, pesadumbres, melancolías y frustraciones de toda una generación de féminas encorsetadas por las rígidas y acartonadas normas sociales—. Para ello, suelo diagnosticar sesiones donde se procura obtener el que llamamos «paroxismo histérico», ¿sabe a lo que me refiero? —Torres no estaba muy versado en las modas y técnicas de la medicina moderna, y el señor Granville parecía deseoso de contarlo. Ese paroxismo lo alcanzaban las féminas tras intensos, convulsos y complicados masajes terapéuticos realizados sobre su zona genital, sin que en ningún momento hubiera penetración, por supuesto—. No es sencillo llegar a ese paroxismo signore Torres. Requiere mucho tiempo y cierta pericia, mi consulta está abarrotada, tengo a veinte y treinta damas aquejadas de histeria y otros males de los nervios esperando en mi consulta, es agotador. Mire —mostró sus vendas—. He sufrido lesiones en músculos y tendones de tanto masajear, agotador. Algunos de mis compañeros transfieren esta tarea a comadronas, pero entre nosotros, eso supone una pérdida de dinero. Ahí es donde surgió la idea de mi artefacto,
le percuteur
, un asombroso aparato electromecánico que produce una vibración... tal vez pueda enviarle alguno, bajo su costo claro está. Si le interesa la ciencia...

—Verá, doctor, no es la medicina el campo que más me atrae. Y me va a perdonar pero dudo mucho que esos masajes me puedan...

—Se trata de una maravilla mecánica y siendo usted un ingeniero... No puede imaginar la satisfacción que ha traído a esa legión de mujeres intranquilas...

—No lo dudo, aun así...

—No diga más. Le mando uno a su residencia, examínelo. Tal vez pueda darme sugerencias para mejorarlo, aumentar la intensidad del pulso vibratorio... por supuesto si no queda satisfecho...

—Deje, deje.

Terminaba la visita y Torres pudo zafarse a duras penas del pesadísimo y siempre dispuesto a satisfacer hasta el hartazgo, señor Granville. Los invitados se fueron despidiendo, y él hizo otro tanto. El español dijo adiós, agradeciendo la invitación pero lamentando el tener que irse y enfrascarse de nuevo en sus estudios. De Blaise se ofreció a acompañarlo, aduciendo que tenía asuntos que tratar por la City. Mientras esperaba su sombrero, que el mayor mismo fue a buscar, quedó un minuto a solas con Percy, que andaba estirado ignorando con desprecio a los invitados a la salida. Por decir algo, comentó con tacto la desgracia de que el prometido de la ahora señora De Blaise muriera tan joven, a lo que el futuro lord dijo:

—Hay gentes que no están hechos para la vida militar, para la vida en general, diría. Era un inútil,
señor
Torres, no me extraña que por su torpeza muriera.

—Sin embargo, usted no ha cogido la carrera de las armas —respondió Torres, seguro que algo irritado por la falta de respeto para con un muerto.

—No. Siempre me ha interesado más la medicina. De hecho, pienso dedicarme a ella, dedicación plena. —Torres estuvo a punto de presentarle a otro amante de la medicina que acababa de conocer. Se contuvo y esbozó una pregunta que, por obvia, fue respondida antes de ser formulada . Sí, soy médico. Nunca he tenido tentaciones de ejercer, hasta ahora. No me quedaré aquí mientras se despoja a un anciano de lo suyo.

BOOK: Los horrores del escalpelo
4.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pay Any Price by James Risen
Blame: A Novel by Huneven, Michelle
Ralph S. Mouse by Beverly Cleary
The Last Bullet Is for You by Martine Delvaux
Rafael's Suitable Bride by Cathy Williams
Necropolis by Anthony Horowitz
The Ten-Mile Trials by Elizabeth Gunn
Wild Stallion by Delores Fossen