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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (48 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Zanjado el tema de Delantal de Cuero y el resto de los inculpados, el inspector contó datos de lo más interesantes sobre Tumblety. El americano debió llegar a Inglaterra en junio, por lo que sabía la policía, al puerto de Liverpool procedente de su país. El veintisiete de julio ya estaba en Londres, puesto que fue visto y denunciado por indecencia y asalto indecente por la fuerza a un hombre. Al parecer al viejo Tumblety le costaba más disimular sus torcidos gustos, pues esos cargos no eran más que eufemismos de actividades homosexuales. Once días después mataron a Martha Tabram. También por esas fechas, un inquilino de un hotel respetable de la zona oeste de la ciudad que respondía a su descripción, había abandonado su habitación sin dejar rastro. Lo que sí dejó allí fue un maletín que contenía material quirúrgico, y otros objetos siniestros respecto a los que Abberline fue voluntariamente impreciso. Ese pequeño incidente pasó desapercibido y ahora cobraba relevancia, a la vista de los destrozos hechos sobre la Chapman.

Las implicaciones de Tumblety con los fenians no estaban claras. La Sección D sigue por sistema el ir y venir de todo aquel ciudadano con origen irlandés, o con simpatías, no es necesario que se le conozcan relaciones con elementos subversivos. Tumblety, que no se privaba de manifestar su apoyo al Home Rule que pedían los partidos irlandeses (y que había fracasado ya en la Cámara de los Comunes) y por tanto era vigilado como rutina desde que desembarcó en Liverpool. Por desgracia el doctor era un hombre en extremo escurridizo, y tras ese escándalo se le había perdido la pista, aunque suponían que permanecía en Londres. Era una molestia, no un peligro, considerado un elemento perturbador del orden público y la decencia, un truhán más que un terrorista. Hasta que ciertos aspectos de los crímenes salieron a la luz. Abberline no escatimó información en lo concerniente al asesinato de Hanbury Street.

—Tenemos testigos —dijo para sorpresa de Torres—. Una mujer... la señora Long, vio a una pareja esa noche junto al número veintinueve de la calle, reconoció a la mujer y seguro que podrá dar una descripción del hombre, poco útil pues lo vio de espaldas. La buena mujer insiste en que el sujeto era un extranjero. Esta mañana a las diez empezó la vista y declararon los encargados de la pensión donde vivía la desdichada, Donovan y Evans, una amiga que reconoció el cadáver y el que encontró a la muerta. En los siguientes días habrá testigos más importantes y revelarán asuntos de lo más extraños. Para eso le he llamado.

Inquieto por ese último comentario, estuvo tentado en preguntar, pero consideró más oportuno dejar que el buen policía se explicara a su manera. Así, Abberline siguió comentando los pormenores forenses del crimen. El doctor Phillips aseguraba, y así lo haría en la vista cuando fuera llamado a declarar, que la mujer había muerto a las cuatro o cuatro y media de la madrugada a lo sumo.

—Ese monstruo parece invisible —dijo—. Mató en ese patio, rodeado de personas que dormían, y apenas tenemos un testigo fiable. El hijo de la propietaria estuvo sentado, arreglándose una bota a escasos veinte centímetros del cadáver, y no vio nada. No sé qué pensar. Y lo que le hizo a esa mujer... es horrible. Se llevó partes a casa. Al cadáver le han extirpado el útero, y vaya a saber qué más. Según el doctor Phillips, el sujeto debe tener amplias nociones de anatomía y la pericia de un cirujano para hacer lo que hizo. ¿Usted comentó que el señor Tumblety acostumbraba a... coleccionar órganos? —Así era en cuanto a esa peculiar afición por las entrañas, aunque no me atrevería a afirmar que tuviera «amplias nociones de anatomía» y desde luego no tenía «la pericia de un cirujano». De todas formas, empezaba a mostrarse claro el interés del inspector por hablar con él—. Eso no es lo más llamativo. En cuanto continúe la vista me temo que se hará público: hace semanas, antes de los primeros asesinatos, cierto individuo, norteamericano al parecer, que decía ser estudiante de medicina, se acercó a varios hospitales de la ciudad en busca de órganos, úteros entre otros, queriendo pagar por ellos. Por supuesto, esas peticiones no fueron atendidas.

—¿Cree usted que fue Tumblety? ¿Que en vista de que no pudo comprarlos los ha...?

—El es americano, dice ser médico, sabemos que gusta de coleccionar vísceras, sabemos que es un depravado y que puede ser tan sigiloso como notorio cuando quiere, y que está en Londres, aunque no podamos localizarlo... no es mal candidato para el asesino, se lo puedo asegurar.

—No lo dudo... —Lo cierto es que Torres estaba a esa altura casi convencido—. Sin embargo, él gustaba tratar con hierbas, prefiriendo la farmacología a la cirugía, creo incluso que abominaba en público de la última. Le conocí poco, pero no vi en él un hombre violento o sanguinario. Tengo entendido que en sus consultas jamás emplea instrumental quirúrgico ni...

—No podemos asegurar nada, de momento. Lo cierto es que el motivo de pedirle que viniera es... ¿tengo entendido que va a permanecer más tiempo en esta ciudad?

—Esa es mi intención...

—Y yo se lo agradezco. Sin duda nos será de utilidad si llegamos a encontrar a Tumblety. Lo que quiero rogarle es su total discreción. No debe hablar de esto con nadie, y me refiero a no hablar sobre el señor Tumblety. —Esa consigna ya la estaba incumpliendo en aquella charla conmigo, lo que me honra—. Verá, no queremos que se repita lo de Pizer y otras tantas identificaciones y testigos falsos. Si supiera lo que son capaces de decir algunas gentes solo para que les dejemos ver el cadáver de esa pobre desdichada. Hemos decidido llevar este asunto con absoluta discreción. —No sé si ese «hemos» se refería a él y a sus hombres, a los altos cargos de la policía, sir Charles Warren, o el señor Anderson (que, por cierto, estaba en esos momentos de reposo en Europa), al jefe de la Sección D, o a quien fuera; lo cierto es que tal medida se llevó a cabo a rajatabla, creo que nadie supo de las sospechas y pesquisas hacia Tumblety—. A partir de ahora verá muchas informaciones en los diarios, como hasta ahora, pero nada del americano. No debe saber que andamos tras él. ¿Entiende?

—Cuente con mi silencio —dijo entonces, y ahora me dijo a mí—: El principal sospechoso es Tumblety, podemos esperar a que lo capturen, y usted cobrará la recompensa.

—No ff... no fifí... no es así —respondí—. Debiéramos ir a ver ahora a ese judd... judío y...

—Suponía que diría esto, don Raimundo. De hacerlo como usted indica, rompería mi palabra. Creo que la medida de mantener el mayor secreto al respecto de Tumblety es importante, no quisiera que por nuestra codicia —la mía, sería en este caso— frustráramos la labor policial. —No estaba del todo de acuerdo, pero le dejé seguir hablando—. Hablaré al respecto con el inspector Abberline, que es un hombre comprensivo. Estoy seguro que, de acabar ese sujeto en prisión, abogará ante el señor Montagu por su causa, y usted recibirá su recompensa merecida.

—¿Entonces? ¿Q... qué vamos aaa... a hacer?

—Nada, esperaremos a que encuentren al doctor indio. No deben tardar demasiado, ¿no cree?

Lo dejé estar, la verdad es que el dinero no era la mayor de mis preocupaciones en ese momento. Torres continuó hablando de su entrevista con Abberline, me temo que tras hora y media de charla, no había llegado aún al punto que le interesaba y no iba a dejar de conducirme hacia allí, fuera donde fuera, a través de una tortuosa sucesión de hechos y razonamientos que él consideraba necesarios.

Su conversación con el policía continuó, espantando bulos que la prensa había extendido, y refiriéndose en especial al lugar donde apareció el cadáver de Annie Chapman. Torres insistió en preguntar qué se había encontrado allí, y Abberline, despachando primero las mentiras sobre cuchillos, armas, escritura con sangre y otras zarandajas publicadas, no tuvo reparo alguno en darle una lista pormenorizada, por si algo le recordaba a Tumblety.

—Pues mire usted, don Raimundo...

—Raimundo.

—... que no mencionó nada al respecto de que se encontraran monedas junto al cadáver.

Miré sin entender nada.

—¿Y...?

—Eso aparecía en la prensa.

—Los p... p... periodistas mmm... mienten...

—Esta vez no; las había. Dos monedas de cuatro peniques pulimentadas, el inspector Chandler me las enseñó allí mismo. Son estas. —De su chaleco sacó dos piezas de cobre que me tendió—. Estas pequeñas piezas, son los engranajes que engarzan todo el enigma—. No daba crédito a lo que oía.

—¿Se las quedó?

—Así es, no me enorgullezco de ello. Y le aseguro que es mi intención devolverlas, tanto si llegamos a la conclusión de que son pruebas importantes como si no. No me pude contener. —¿Por qué? Torres no necesitaba en absoluto ocho peniques—. De hecho mis preguntas iban encaminadas a saber si los habían echado en falta, cosa que no es así. Supongo que al ser objetos tan comunes (me dijeron que es costumbre en algunos sinvergüenzas el pulir monedas así para hacerlas pasar por soberanos), pronto los olvidaron en cuanto me los dieron. O tal vez no haya llegado el informe exhaustivo de Chandler y los que estuvieran allí a manos de Abberline no incluyeran este indicio, no lo sé.

—P... pero ¿qué imppp... portancia tiene?

—Examínelas con más cuidado. En cuanto las vi me resultaron familiares. —Eran dos piezas normales, viejas, pulidas y con algunas hendiduras no muy profundas, monedas como muchas otras; salvo... sí, las hendiduras. Mi vista ya no me alcanzaba, y fueron mis dedos los que dieron con ellas. Eran pequeñas marcas por todo el perímetro, en forma radial en una sola de las caras. Una de las monedas mostraba diez equidistantes, mientras que la otra tenía muchas más, y la distancia entre ellas parecía variar, haciéndose cada vez más corta, hasta reducirse tanto que pasmaba la habilidad del artesano que hiciera aquellas ranuras.

—Mire. —Se incorporó y tomó la cara del Turco, que nos había estado observando toda la conversación. Tras ella, había un pequeño bolso, lleno de piezas de metal de donde escogió una, que me mostró—. Esta, y otras como ella, forman parte de los restos del Ajedrecista que usted ocultara en la cocina de su pensión. ¿Ve?

Efectivamente. Lo que me dio era una placa de metal pulimentada, de sección circular con «heridas» idénticas a las de las monedas. Eran piezas casi gemelas. Diferían algo en el tamaño, en que la del autómata mostraba una mayor definición de las marcas que estaban numeradas y, claro está, no era una moneda.

—Ésta —señaló a la placa recién sacada—, y sus hermanas —echó el contenido de la bolsita sobre la mesilla— las tenía el doctor Tumblety hace diez años, pues formaban parte del autómata que obraba en su posesión, y estas otras aparecen en la escena de un crimen. Le aseguro, don Raimundo, que no son objetos usuales que abunden en los bolsillos de cualquiera.

—¿Q… qué son?

—Venga. —Me llevó a su alcoba. Allí Torres había desplegado un desorden de papeles y libros, consiguiendo a duras penas convertir aquel escaso espacio en un estudio. Había dibujos y planos, bosquejos desperdigados por la cama, el pequeño escritorio, e incluso por el suelo. En una esquina, la que daba a la ventana que iluminaba la habitación, sobre unas sillas había un desbarajuste de piezas, maderas... artilugios apilados de difícil identificación.

No tenía entonces, y ahora tampoco, formación científica alguna. Los números, salvo para contar monedas, nunca me atrajeron demasiado. Eso no fue impedimento para que los esquemas y dibujos allí garabateados mostraran un hecho indudable: Torres estaba intentando construir el Ajedrecista. Lo miré atónito. No lo tomé por loco... o sí. Supongo que consideraba locos a todos los hombres de ciencia, a los médicos, a los abogados, a todo ese mundo que me era tan ajeno. Lamenté, en mala hora, el haberme unido a él, ejemplo perfecto de esa clase de hombres que gastan su tiempo en ocuparse de cosas distintas a la mera supervivencia. ¿Por qué estaba haciendo eso?

—En efecto, he estado entretenido estos días. Mire, ese objeto pertenece a esto, o a algo como esto. —Me enseñó un pequeño artefacto formado por un eje sobre el que se insertaban dos discos, similares a los que ya me había mostrado, conectados de algún modo—. Es un... generador de cantidades, permite obtener números de modo mecánico. Cada vuelta completa de este, hace aumentar una marca en este, la escala logarítmica minimiza los errores... no quiero aburrirle. Lo importante es que entre las piezas de su Ajedrecista —no sé en qué momento pasó a ser mía esa monstruosidad— se reconocen muchos dispositivos similares a la pieza hallada en el patio de Hanbury Street.

—¿N... no pod... podría ser otra cosa?

—Lo he pensado, y creo que no me equivoco al decir que se trata de una pieza improvisada para un mecanismo de precisión, estoy habituado a ellos. Digo más, sería parte de una máquina algebraica y afirmo, a riesgo de resultar melodramático, que el hecho de esta coincidencia, la aparición de supuesta maquinaria de un autómata en el lugar del crimen, y la posible implicación de Tumblety, NO, y digo NO es lo más significativo de estos indicios. Al tratar de reconstruir, o hacerme al menos una idea de su funcionamiento, a partir de los restos que usted recuperó, me he dado cuenta de que el Turco es mucho más complicado de lo que pensaba. —Señaló a los esquemas y dibujos que había hecho, como si eso me aclarara a mí alguna cosa—. Un autómata es un mecanismo complejo y preciso, pero solo requiere resolver tareas sencillas, movimientos de partes mecánicas en secuencia, no encontrar raíces de ecuaciones de orden «n», ni atender a problemas algebraicos...

—No entiendo...

—Quiero decir que si no es necesario tan intrincados dispositivos para un autómata, menos aún si se trataba de un engaño, de una marioneta manejada por hilos o imanes.

—¿Est... está usted diciendo q... q... q...? Ya l... le dije que T... Tt... Tumblety era un d... d... Hizo magia con el aut... auto...

Vamos, don Raimundo, no hay nada mágico, ni demoníaco en una partida de ajedrez. Nunca estuve de acuerdo con esa idea que sostenía el señor Hamilton-Smythe... el difunto teniente Hamilton-Smythe, más propia del oscurantismo de otros tiempos que de hoy en día, de que ese autómata era una burla hacia el Señor, y, no se lo tome a mal, esos cuentos suyos de que el doctor es un enviado del maligno... no son más que superchería, estoy seguro. El ajedrez, como creo que dije entonces, puede reducirse a un problema matemático, un problema que tendrá una solución matemática, y llevo tiempo dedicándome a idear mecanismos que obtengan soluciones a ciertas ecuaciones; seguro que es posible. —Su entusiasmo era contagioso—. Que sea factible no quiere decir que sea fácil, todo lo contrario. Eso es lo asombroso. Construir una máquina que juegue al ajedrez es una tarea increíble, y si lo hizo von Kempelen, hace tantos años... asombroso. No puede ser...

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