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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (114 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Vaya, tenía una buena amistad.

—Ya le digo que quiero a esa muchacha como a mis propios hijos, si no más. Ahora tengo que dejarle...

—¿Y por qué le visitó en su despacho y no en su domicilio o en otro lugar? ¿Era en Whitehall, no?

—Cerca pero no... la verdad es que no recuerdo.

—Imagino que su hermano supuso que una dama tiene pocos motivos para hacer una visita al Foreing Office, e hiló esa historia del capitán William. Pero... ¿su hermano estaba al tanto de quién fue el padre de Cynthia? No es que sea un secreto, pero tampoco algo que sepa quién no está muy en contacto con la familia, como usted.

—Sí, supongo que tiene razón... desde que dejó las armas... ¡Ah!, ya recuerdo, quería que intercediera por su marido. Deseaba para él algún puesto tranquilo en el extranjero, eso era...

—Entiendo. Gracias por la conversación, sir Francis, espero que nos volvamos a ver.

El mayor de los hermanos Tuttledore no sabía mentir, de eso no cabía duda. Torres era un elemento extraño en esa pequeña sociedad de amigos y confidentes, y tal vez por eso sir Francis no supo reaccionar bien. No era importante, no debía serlo para él, pues nada de lo que dijo descubría novedades al español. Los secretos de la casa Dembow se habían desvelado días atrás, en una triste habitación del sanatorio Bedlam. Nada a excepción de un detalle, de nuevo una incómoda sensación en la nuca de Torres, algo en la mirada de sir Francis hacia la casa, cuando mencionara a su hermano, tal vez el atisbo de una expresión de sorpresa en el aristócrata.

En casa, era a él a quien le esperaba una sorpresa desagradable, otro eslabón en esa cadena de dolor del otoño del ochenta y ocho. Un nuevo telegrama del amigo Gorbeña. Leyó despacio los cuatro renglones, mientras la viuda Arias aguardaba a su espalda, frotándose las manos hasta dejar sus nudillos aún más blancos de lo que ya de por sí eran.

—Malas noticias.

—Sí. Ha empeorado.

—Cuanto lo siento, don Leonardo...

—Sí... —Torres parecía abstraído, mirando su equipaje hecho sobre la cama—. Mañana por la mañana me iré.

—Por supuesto, le prepararé un almuerzo ligero para el viaje, descuide...

—Me voy, aunque me temo que sea inútil.

—No diga eso, por Dios. Debemos mantener la esperanza...

—Es inútil, porque hace una hora escasa un alto funcionario del Foreing Office, al despedirse de mí dijo: «lástima que no podamos vernos más, pronto vuelve a su país, ¿no?». En el tono, en cómo lo dijo parecía seguro de que mi marcha era inminente.

—No le entiendo.

—¿Cómo sabía que mi intención era irme?

—Piensa que se trata de... —señaló el telegrama. La señora Arias estaba bien al tanto de las teorías conspiratorias de Ribadavia, ya era una más en el grupo— ¿de un engaño para hacerle marchar?

—Puede.

—Entonces no tiene que irse. Los enormes ojos de Juliette asomaron tras el mandil níveo de su madre.

—No, Julieta. Debo marchar, no puedo arriesgarme.

—Pero si es mentiraaaaaaaa...

—No hagas pucheros, Juliette, o se te quedará la cara arrugada para siempre —Su madre la regañó con ternura. Sonó entonces la estridente campanilla del teléfono—. Anda, atiende a esa llamada. —La niña se fue refunfuñando. La viuda carraspeó, eliminó arrugas inexistentes en el delantal y dijo—: ¿Tiene ya billete? Puedo hacer alguna llamada o mandar a alguien, si es que sus amigos no... —Fue mencionar a los amigos de Torres y entrar Juliette como un alud, voceando la llamada de uno de ellos.

—Es el señor Ribadavia, para usted, señor Torres. —El español se apuró a bajar al vestíbulo y atender la llamada.

—He recibido un telegrama de mi amigo desde España. Mi mujer está muy grave, parece.

—No haga tonterías, Leonardo, no puede ser.

—Lo sé. —Contó al diplomático lo deducido de la breve conversación con sir Francis Tuttledore.

—No creo que Tuttledore esté tras esto. Tengo entendido que es un hombre muy rígido, tal vez sepa algo por el cargo que ocupa y sus contactos, pero no le creo responsable... como sea. Ahora me da la razón, todo puede ser un engaño.

—Aún teniendo en cuenta eso, aún dándole la razón, no puedo dejar de ir.

—Le digo que no. Creo que es importante que permanezca aquí.

—¡Qué despropósito! Yo no tengo ninguna relevancia, por Dios.

—El simple hecho que ellos, sean quienes sean, quieran que se vaya es suficiente motivo. Usted, ustedes me convencieron de lo importante...

—Nada es más importante que Luz para mí, no puedo.

—He mandado a Juan Martínez a España. Ha salido hoy de madrugada, ya andará por allí, y va directo a ese pueblecito suyo.

—¿Cómo...?

—Él nos mandará un mensaje que no podrán interceptar, puesto que nada saben de ese pobre diablo. Visitará a su esposa y nos dirá lo que ocurre.

—¿Cómo se le ha ocurrido...? Por Dios, Ángel, no sé cuántos gracias voy a gastar con usted...

—Ninguno, que la amistad no requiere de pagos. Y no se preocupe, los modales de Martínez son excelentes cuando quiere. Usted no podía ir, somos los defensores del bien, del honor de una dama, de...

—Defensores que han quedado un tanto mermados desde hoy. Abbercromby, creo que todo esto le ha superado. —Pasó a contarle todo lo referente a Percy—. Mañana llamaré al inspector Abberline, tal vez él pueda hacer algo.

—Imagino que sí. Le dejo descansar. Ah, puede que oiga noticias... delicadas sobre mí. No haga caso.

—Nunca hago oídos a lo que se habla de usted, Ángel, solo a sus actos que bien conozco. Gracias de nuevo.

—Le digo que no hace falta.

—Pero no sobra.

La noticia que vaticinara Ángel Ribadavia sobre su persona no pudo ser más desconcertante. Llegó el miércoles siguiente: el diplomático había sufrido un accidente de caza. Torres no sabía de los intereses cinegéticos del gallego, y no estaba versado en este arte, por lo que no conocía bien las temporadas de caza, menos las inglesas.

—Desde primeros de octubre es temporada del faisán. Un descuido —dijo ese mismo miércoles, cuando Torres fue a visitarle al hospital—. Una demostración más de que no se debe ir de caza si se ha trasnochado en exceso.

Se había disparado en una pierna, dañándose el muslo de cierta seriedad. Lo extraño era que no se trataba de una herida de posta, propia para cazar esa ave, sino de una bala. Se encontraba ahora postrado, y por varios meses; el proyectil había rozado el hueso.

—Y mire usted qué fatalidad. Este mediodía mismo, mientras los buenos doctores remendaban este desaguisado, me llega una carta de Madrid, reclamándome para allá. Una carta de puño y letra del Marqués de la Vega de Armijo, en persona... el señor ministro de estado.

—Oh...

—Me va a ser imposible ir, creo que me esperan varias semanas de reposo.

Una enfermera muy fea, que junto a Torres y Ladrón era la única presente en la habitación de Ribadavia, miró extrañada mientras mullía con rudeza la almohada, al ver como todos la miraban inquisitivos; claro, estaban hablando en español.

—Está usted loco —dijo Torres, y con un gesto pidió a la enfermera que los dejara.

—Creo que haré más falta aquí que allí.

—Vaya un disparate, podría... cuando se reponga tendrá...

—No hay crisis que dure dos meses, Leonardo, y de haberla, mejor estar fuera de esta ciudad para entonces.

Torres se encogió de hombros, abrumado por la tozudez y los extraños recursos que una vez más exhibía el diplomático.

—Dejemos mi pierna, que se curará sola. Acabo de recibir otra carta, mucho más interesante para nosotros. Juanillo, haz el favor.

Ladrón tendió a Torres un papel arrugado, garabateado por una letra infame de más infame ortografía. Apenas podía entender nada, pero una frase brillaba más que ninguna a ojos de mi amigo.

La señora del seño Torres está mu bien.

To esto hes mu bonico.

Que gusto da comer aquí.

—¿Qué es esto?

—Carta de Martínez, ha visto a su señora y se encuentra muy bien.

—Se fue hace... cuatro días.

—Menos le hacen falta a ese pájaro para dar la vuelta al mundo. —Cierto, en cuatro días había tiempo de sobra para llegar de Londres a Portolín, si se sabe cómo ir. Otro asunto era cómo podía haber llegado esa carta de vuelta.

—¿Cómo ha recibido...?

—Vino un muchacho con la carta en mano. Martínez es un hombre de recursos, e hizo bien en no fiarse en el servicio de correos. —Por más explicaciones se palmeó la pierna herida, haciendo muecas de dolor—. No cabe duda de que es un mensaje suyo. Nadie es capaz de torturar el español como él.

Bastante con que sepa escribir, el tormo este —dijo Ladrón y firmó lo dicho con una sonora carcajada.

—Creo que manda recuerdos para usted, su esposa... —En efecto, entre la abigarrada letruja de Martínez había un reglón de la elegante letra de Luz, que con su habitual parquedad cargada de cariño, se limitaba a decir:

Leonardo, aquí estamos bien tu hijo y yo, ¿cómo no se iba

a estar bien en esta tierra bendita? Vuelve pronto, te

añoramos. Tu mujer que te quiere.

Y el murciano concluía:

To está bien, asinque voy llendo pallá, patrón. Con Dios.

—Como ve, y como ya le dije, no es necesario que vaya para casa, todos están bien y es aquí donde se le necesita.

Torres no podía negar el tremendo alivio que su amigo don Ángel le había procurado, ya hacía días que estaba menos que decidido pero más que inseguro respecto a quedarse en Londres. Desde que viera el extraño final al que había desembocado la penosa vida de Perceval Abbercromby. Eso ocurrió dos días antes, el lunes.

Como era de ley en alguien como él, Torres madrugó ese lunes quince para intentar mediar en lo posible en la precaria suerte de Percy. Trató de localizar a Abberline y no pudo. El inspector debía ser el hombre más ocupado del Imperio por esas fechas, aunque mantuviera siempre un oído atento a la llamada de su amigo español y compañero de confidencias.

Optó por llamar a Forlornhope. Tomkins, siempre Tomkins, le dijo que no sabía nada, que los médicos se habían llevado al joven lord, que no había nadie de la familia (imaginó que eso incluía al señor De Blaise) en casa. Que lord Dembow se encontraba muy delicado, y por prescripción facultativa se iba para su casa de campo en Kent esa misma tarde. Evasivas, evasivas, evasivas...

No importaba, si los médicos de la casa «se lo habían llevado», Torres podía apostar todo su capital sin miedo a que el lugar donde estaba recluido Percy era cierto hospital que conocía bien. Ni corto ni perezoso salió para Southwark sin almorzar nada y sin atender ni a los ruegos de la viuda Arias para que probara bocado, ni al reproche de su espíritu inquieto, que le recriminaba que pese a la certidumbre que su mente deductiva le proporcionaba respecto a que Luz estaba tan bien como la había dejado (¡ya iba para dos meses!), no corriera para Santander sin pensárselo dos veces, en lugar de perder el tiempo atendiendo al bienestar de un noble británico amargado y triste. Recuerden que ya sabía que Martínez había marchado para España, pero aún quedaban dos días para que recibiera la carta del murciano con su contenido sosegador.

En apenas tiempo llegó al hospital de Bethlem en coche de alquiler. Entró con decisión preguntando por Percy, y fue conducido a una habitación que hacía las veces de despacho y consulta, donde le recibió el doctor Greenwood.

—Sí, de momento hemos ingresado aquí al señor Abbercromby, tanto por su seguridad como por la de su padre y el resto de la familia.

Torres se había hecho a atender a todo lo que lo rodeaba, y así comprobó por lo impersonal del lugar que este no era el despacho ni el lugar de trabajo habitual del doctor Greenwood, ni de nadie. Parecía un área común, un cuarto dedicado a muchos fines y a ninguno en concreto, espartano y feo, y con la tristeza en sus paredes propia de un psiquiátrico.

—¿Cómo se encuentra? ¿Qué es lo que tiene?

—Usted mismo pudo verlo. —Se incorporó de la silla y sacó una cigarrera, de la que ofreció a Torres—. Es un hombre atormentado, la mente se rebela contra determinadas actitudes, y estalla...

—No acabo de entenderle bien.

—Sin duda está al corriente de los crímenes que están llenando de sangre nuestras calles.

—¿Crímenes? Sigo sin ver relación... —El doctor carraspeó, parecía incómodo.

—Bien... siendo usted amigo de la familia... tenga en cuenta que todo esto está en manos de Scotland Yard, con quien colaboro como asesor forense. —Era urgente el hablar con Abberline—. El señor Abbercromby ha sido siempre un joven... algo pusilánime, pronto a la melancolía y el desasosiego sin causa justificada. He sido médico suyo desde su infancia, hablo con conocimiento de causa. Mostró siempre una devoción por su padre un tanto injustificada, si me permite la indiscreción. Lord Dembow siempre vio a su primogénito como una criatura demasiado débil para sentir un excesivo afecto por él. No digo que no lo quisiera, pero desde la frialdad de su carácter. El muchacho se enmadró por fuerza, y el abandono de su madre...

—¿Abandono? Tenía entendido que enfermó.

—Así es, pero el carácter histérico de su enfermedad hizo que sus últimos días con su hijo, con su familia, no fueran del todo agradables. Perdió la cabeza, su carácter, austero por naturaleza se tornó más... desenvuelto. Trajo el escándalo a la casa, en fin... nunca comentamos esos desagradables sucesos. —Harto le tenían los británicos con tanto melindre a la hora de explicarse—. Así el señor Perceval Abbercromby desarrolló una hostilidad, un odio hacia las féminas, transportando a todo el género la frustración infantil que sentía por el abandono materno. Un odio que lamento no haber tenido más en cuenta. En fin, creció como le conoce, solitario, triste, taciturno, huyendo de toda alegría, sumiéndose en una beatería insana. Soy el primero en alabar los comportamientos piadosos, pero también en esto el exceso es perjudicial. Huía de las mujeres, a su edad no se le ha conocido relación afectiva alguna y es un joven sano de buena posición...

Torres se levantó de golpe, serio, y a la vez sorprendido al constatar cómo le afectaban las calumnias lanzadas contra una persona a la que conocía desde hacía solo un mes.

—Doctor, empiezo a entender a dónde va, y no sé si quiero seguir escuchándole.

—Señor Torres, no le conozco demasiado, pero no le tenía por un timorato. Escuche, y verá que lo que digo es innegable. Perceval Abbercromby es un ser enfermo, solitario, que odia a las mujeres. Es muy fuerte, y su aspecto es tal... que no hay nada remarcable en él, pudiendo bien pasar por cualquier cosa.

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