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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (112 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Mi amigo incluiría al joven lord en sus oraciones, de eso estoy seguro, aunque pronto, muy pronto debería centrar sus desvelos en su propia persona. Esa tarde, mientras tomaba una merienda a la española, chocolatito y un remedo de churros, ofrecida por la viuda Arias para sus inquilinos, Bengoada y él, y su niña que disfrutaba como loca embadurnándose la cara de dulces churretes oscuros, recibió un funesto telegrama.

Lo remitía su viejo y querido amigo Gorbeña desde España, con quien mantenía una continua correspondencia desde que estuviera en Londres. No quiero matizar ni engrosar la importancia del telegrama recibido con mis pobres palabras, ya es ominoso de por sí sin aderezos. El texto era así:

SITUACIÓN FAMILIAR GRAVE. LUZ MUY

ENFERMA. VEN CUANTO ANTES. AVISA

CUANDO LLEGAS PARA IR POR TI. VALENTÍN.

____ 52 ____

LaBt ihn unenthüllt!

Martes

El sábado trece de octubre, Torres hizo de nuevo el equipaje para volver a España. Juliette Arias lloraba en una esquina, mientras el ingeniero se apuraba en recoger lo imprescindible.

—No se vaya... —decía la niña entre sofocos.

—Tengo que hacerlo, Julieta, mi mujer está enferma y me necesita.

—Pero... pero... ¿y... y el Ajedrecista? —Torres miró a la máquina de la que se sentía orgulloso, por qué mentir. Allí, ocupando la mayor parte de su cuarto estaba el objeto de tantos desvelos y misterios. Miró hacia la señora Arias, que con mucha ceremonia ayudaba a doblar y a empacar sus cosas con la habilidad para estas cosas propia de su sexo.

—Don Leonardo —dijo sin dejar de plegar camisas—. No tenga cuidado con lo que deje aquí. Sus experimentos y todo estarán bien cuidados. No pienso alquilar estas habitaciones, hasta que usted vuelva... para recoger sus cosas, me refiero.

—Gracias, Mary. No sé cómo podré agradecerle todas las atenciones y toda la generosidad que ha derrochado conmigo estos días.

—¡Pero mamaaaaa! ¡No se puede iiiiiir!

—Tiene que hacerlo Juliette, su mujer le necesita.

—Entonces, señor Torres, ¿ya no somos sus amigas?

—Claro que sí, claro... —Llamaron a la puerta con insistencia.

—Anda, ve a abrir.

La niña salió corriendo entre sollozos, dando un portazo tras de sí.

—Está muy enfadada. No se lo tenga en cuenta, le ha cogido mucho cariño.

—Y yo, a ambas, pero entiéndalo.

—Por supuesto, tiene que ir lo antes posible. No sería propio de usted el no hacerlo, don Leonardo.

Se oyeron pasos en la escalera y pronto tronó la voz de bajo de Ángel Ribadavia en la salita.

—¿Qué está haciendo, Leonardo?

—¿Me ha conseguido los pasajes para Calé? —La urgencia del viaje le había obligado de nuevo a recurrir a su amigo de muchos recursos.

—Por supuesto que no.

Bueno, podré tomar el tren y...

—Es una locura que marche para allá así, sin más.

—No voy a jugar con esto, Ángel. Mi mujer... después de lo sucedido y ahora...

Debiéramos confirmar la noticia antes.

—Lo confirmaré allí, en persona. No dormiré hasta que la vea.

—Deténgase un minuto. —Lo apartó por fuerza de su equipaje, ya a punto de cerrar—. Siéntese aquí un instante y escúcheme, no le robaré mucho tiempo. —Así hizo, a regañadientes, los dos sentados al borde de la cama junto a la pequeña maleta que constituía todo su bagaje—. Ayer oí algo, no puedo decirle de boca de quién, he de ser discreto y es cierto que en nada le atañe a usted sino a mí...

—Ángel, seguro que es muy interesante, pero entienda que ahora mismo...

—¡Espere un minuto, rediez!, que no se van a acabar los trenes para Dover en esta maldita ciudad porque me atienda a tres palabras. —Torres suspiró y rindió su negativa ante el inquebrantable diplomático.

—Continúe.

—Sí. Resulta que es muy probable que un unos días llegue una carta oficial, del ministerio, llamándome a consultas a Madrid.

—¿Qué ha hecho?

—Nada, absolutamente nada. O para decirlo de otra forma, he hecho cosas peores y se me han tolerado.

—Lo lamento... quiero decir, que supongo que después de tantos años aquí le gusta el cargo. ¿Qué piensa hacer?

—Leonardo, es usted más listo que yo, mucho más, pero ahora no está centrado. ¿No le parece curioso que a la vez reciba usted ese telegrama lleno de malas noticias y a mí me manden para España?

—Está pensando... ¿Una conspiración? Vamos, no creo que puedan manipular a la diplomacia de nuestro país... sean quienes sean. Pregunte al embajador...

—Don Cipriano del Mazo —el embajador— y yo no estamos en buenas relaciones, nunca lo estuvimos. Pero mi estrecha relación con don Práxedes Mateo Sagasta, y con Canovas, que yo no atiendo a colores en política, y cierta amistad que tuve con su majestad don Alfonso, no voy entrar en pormenores... en fin, estas relaciones y otras me han permitido mantener el puesto. No me serviría en nada recurrir a mi superior, se lo aseguro. Por lo menos mientras sea el señor del Mazo, circunstancia que no va a durar mucho, pues me temo que a don Cipriano le esperan pronto misiones de más enjundia que esta «tranquila legación».

—Me cuesta creer que todo esto... en fin, usted es amigo de ver intrincadas conspiraciones allá donde mira, y no voy a dudar de su experiencia... qué quiere que le diga, muchos hilos habría que tocar.

—Uno o dos, siendo los apropiados no hacen falta más. Pero se lo concedo, ¿le cuesta también creer que ese telegrama lo mandara otra persona, no su remitente? ¿Sería eso una «conspiración intrincada»? ¿Qué mal hay en pedir confirmación con otro telegrama? Podemos hacerlo a través de la embajada; que tenga enemigos no significa que lo sean todos.

Sí, desde luego que podía solicitar esa confirmación, y era lo más razonable. No creo, esto lo digo por mi cuenta, que a Torres le pareciera tan descabellado las intrigas de salón que argüía Ribadavia, más que nada porque como él mismo había reconocido, don Ángel debía bregar con situaciones semejantes a diario. Sin más dilación mandó un telegrama a España, dirigiéndolo a su amigo Valentín Gorbeña, y otro a sus padres, y uno más a familiares de Luz.

No deshizo el equipaje.

Luego, caída la tarde, Percy se presentó en casa de la viuda.

—Mañana a las tres y media de la tarde, lord Dembow ofrece una exhibición de autómatas, una
soirée
en Forlornhope para un grupo de amigos. —No saludó, ni a Torres ni a la señora Arias, más allá de una leve inclinación de cabeza. Entró y soltó su anuncio, como un pregonero. Su aspecto era espantoso, sin peinar, con la ropa descabalada, los ademanes torpes, desmañados; la que antes era una presencia anodina, ahora resultaba desagradable.

—¿Ha venido para...?

—Podemos ir... no es que me hayan invitado, ni mucho menos. —Se rió exageradamente—. De momento no pueden impedirme entrar en mi casa.

—Verá, en estos momentos no creo...

—Podremos ver ese «ajedrecista» que ha hecho con partes de otros autómatas, y comprobar si es superior al suyo, que lo dudo. —Más risas—. ¿Qué otra cosa tiene que hacer?

Nada, en realidad, nada más que aguardar nervioso a recibir el desmentido desde España. De modo que por la tarde del domingo se plantaron ambos ante el portalón de Forlornhope.

Domingo, dos semanas después de la muerte de Liz y de Kate Eddowes; ni rastro de Jack, si no contamos las cartas truculentas que llegaban a la policía y a la prensa, y los artículos escandalosos que llenaban los diarios. Cierto que empezaba a ser hora de que el Destripador matara de nuevo, dos semanas había sido el intervalo menor entre sus acciones, entre la de Polly Nichols y Annie Chapman (puede que las labores policiales de prevención estuvieran dando efecto), y se sentía una tensión en las calles cercana al motín; cuanto más tardara en matar parecía que sería más espantoso, como si Jack fuera acumulando odio hasta desatarlo sobre alguna puta solitaria. De acuerdo en todo esto, pero yo, de estar vivo, más que preguntarme qué era de Jack, diría: ¿qué era de Tumblety? Estaba en Londres, así se lo diría Abberline a Torres días después. El inspector Andrews seguía tras su pista día y noche, y al parecer había estado involucrado de nuevo en asaltos indecentes contra hombres, uno de ellos ese mismo domingo catorce.

Sí, vuelvo al domingo por la tarde, en casa de lord Dembow. En el fastuoso vestíbulo principal, De Blaise, Tomkins y un par de fornidos hombres se encaraban a los visitantes inesperados.

—Al saber de la exhibición no he podido menos que traer al señor Torres.

—Percy exhibía un aplomo inusitado en él. Aún siendo siempre un extraño en su casa, se sentía seguro del suelo donde pisaba, si este era el lujoso pavimento de Forlornhope—. ¿Ha empezado ya?

No cabía temer que los «primos» se liaran en una refriega allí. Se cruzaron miradas pétreas, mantuvieron cauta distancia y el «advenedizo» cedió el paso al heredero de lord Dembow.

—Cómo no. Usted es siempre bienvenido en esta —se dirigió a Torres con la cordialidad que hurtaba a Percy—, su casa.

Tomkins condujo al grupo escaleras arriba. Llegando a la balaustrada se sobreponía sobre la entrada, la que debían recorrer para acceder al vedado segundo piso, Percy se despidió.

—Esto le interesa a usted más que a mí, señor Torres, yo me aburro con tanto cachivache. Voy a mis habitaciones, tengo correo pendiente.

Mi amigo quedó atónito, solo y desamparado. Esa calidez con la que era acogido en la mansión de lord Dembow, no era percibida por el español por mucho que insistiera De Blaise. Cierto que desde que no estuviera Cynthia, el calor debía haber huido de esos gruesos muros. Sin más lo condujeron a los amplísimos salones de arriba.

Ya estaba lleno, lleno de una concurrencia no superior a la veintena de personas. Se habían dispuesto sillas y butacones a modo de platea, en semicírculo, en el centro de la vasta sala. Habían desaparecido todos los autómatas que viera Torres en aquella otra exhibición. Salvo bancos de trabajo y restos medio ocultos tras algunos biombos, la estancia estaba ocupada solo por el nuevo ajedrecista, y visto a distancia era casi un calco del de von Kempelen.

El «casi» era digno de remarcar. El mueble sobre el que descansaba el tablero era mucho más grande, y disponía de tres puertas frontales en lugar de dos. Además, el autómata sentado a la mesa (a decir verdad, ya les he comentado que el autómata era todo el artefacto, incluido el mueble. Claro, siempre que el Ajedrecista de Dembow fuera similar al Ajedrecista de Kempelen, y teniendo en cuenta que había sido construido como Frankenstein a su monstruo, a partir de los restos de mis amigos ya deformados por la atroz ciencia, es difícil de precisar), no era un turco fumador. Era un beefeater, uniformado a la perfección, con su traje rojo y dorado, dos grandes letras en el pecho: «E R», de
Elizabhetha Regina
, su bonete a lo Tudor y su gorguera blanca y rizada al cuello. En lugar de pipa, a la mano izquierda tenía una alabarda que apoyaba en el suelo, a su lado.

Parecía que todos esperaban a los últimos invitados, en especial lord Dembow, que presidía la reunión en su silla fantástica junto al autómata. Todos los presentes eran caballeros importantes, todos vestidos con más elegancia que la precisa para una reunión informal, parecían asistir a un estreno en el Lyceo. Encabezaba el elenco el mismo secretario Henry Mathews, y tras él muchas personalidades, ancianos, algunos con sus enfermeras atendiéndolos. De muchos guardaba el español recuerdo del almuerzo del pasado septiembre, como era el caso de sir Francis Tuttledore, o el letrado Fulbright. Se fijó en el doctor Greenwood, y en su ayudante, el asustadizo doctor Purvis, cuya expresión de sorpresa al verlo fue casi cómica.

El señor de la casa recibió a Torres con efusión, pero sin energía; en efecto, tal y como le dijeran al ingeniero, Dembow era ahora el espectro de sí mismo.

—Qué agradable sorpresa —extendió los brazos para abrazar al español, mientras su silla avanzaba—, señor Torres, agradable y oportuna.

—No sé... tal vez se trata de una reunión privada. Me temo que su hijo, llevado por su hospitalidad, se haya excedido...

—Ya quisiera que todos sus excesos fueran como este, venga.

—La última vez que estuve aquí, me prohibieron verle, por su estado de salud imagino.

—Niñerías. Señores —se dirigió a la concurrencia, sin poder alzar demasiado la voz, pero un susurro del patriarca fue suficiente para acallar las voces—, contamos hoy entre nosotros con
don
Leonardo Torres, ingeniero español y experto en autómatas.

—Nada de experto...

—Cómo no, está usted mismo construyendo un ajedrecista, similar al de Maelzel, ¿me equivoco?

—Cómo va a equivocarse. —Si pretendió financiarlo—. Veo que usted también, y parece que con más éxito que yo.

—Por eso es perfecta su aparición aquí. Una más para el equipo de los escépticos. —Esto lo dijo mirando a sir Francis.

—No me permitiría nunca dudar de su talento, señor.

—Dude, dude, que esa es la mejor arma del científico. Quién más idóneo para juzgar esta maravilla aquí construida que usted.

Entre los asistentes había dos personas que desentonaban. El propio sir Francis, porque parecía incómodo en medio de la reunión y un hombre que permanecía cubierto con un enorme bombín, carente de la elegancia del resto, jugando como un bobalicón con un bastón recio y acicalando de continuo sus espesas patillas canosas. Pottsdale, sin duda yo lo hubiera identificado y así se lo dije a Torres cuando me contaba esto que ahora yo les cuento. Entonces era imposible que él lo reconociera.

—Veo que al final no le he hecho falta —dijo Torres en un apartado a Dembow, mientras los dos se acercaban al ajedrecista, invitando a todos los presentes a hacerlo a su vez.

—Su entusiasmo y su empeño dieron alas al mío y afilaron mi ingenio. En todo caso, no apresure el juicio. Comprobemos si esto ha sido un éxito.

Hace una semana le insistía a él para que acabara el trabajo y ahora disponía de un beefeater jugador de ajedrez en perfecto funcionamiento. Al menos buen aspecto tenía. Incluso considerando la información que le diera Percy respecto a la utilización de partes de mis amigos autómatas para construir este, era difícil imaginar que en una tarde lord Dembow había obtenido la habilidad de Vaucanson, de Pierre Kintzing, ni mucho menos la que en los últimos días Torres había descubierto en el genial von Kempelen.

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