Los horrores del escalpelo (126 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Y al señor Torres. Le dejará en paz.

Calló. Miró a su sobrino político, que poco podía ayudarle en su estado. Me había excedido, lo sé, los nervios me superaron. La maldita parte orgánica de mi ser no funcionaba con la precisión del resto.

—¿Y qué le puede interesar a usted ese caballero? —No dije nada, no sabía reaccionar—. Aunque mis intenciones son... f... filantrópicas, aunque solo queremos mejorar este mundo gracias a su ciencia, usted... no ha parecido nunca preocupado por nada, por nadie. Es un egoísta, mi querido
herr
E... Ewigkeit, y no puedo fiarme de usted como lo hacía antes. —Señaló a su izquierda esta vez. Había otro autómata, este quieto, sin funcionar, con el aspecto de un oriental lujosamente vestido, de una increíble verosimilitud—, ¿Se acuerda? —No dije nada—. ¿Qué le parece?

—Bonito. Un chino. —Estúpido, imbécil, mil veces estúpido. ¿Por qué abrí la boca? La silla de Dembow empezó a hacer ruidos, a resoplar como un caballo, y a moverse hacia atrás.

—¿Quién es usted? —Se acabó mi disfraz. De Blaise nos miraba a mí y a su tío de hito en hito, con gesto abúlico. Tomkins, por el contrario, sacó un arma. Agarré con fuerza mi llave y la giré ciento ochenta grados a la derecha.

—No se mueva. —Tomkins a mi espalda, con su arma directa en mi cabeza. Otro giro; sentí mi cuerpo agitarse.

—¡Dispare, Tomkins! —Si lo hubiera hecho antes, podría haber tenido posibilidades, ahora era demasiado rápido para él. Solté el brazo y mis dedos cortaron el cuello del mayordomo. Con mi enemigo en el suelo, avancé rápido hacia el lord—. John! — No importaba lo que hiciera De Blaise, yo era rápido como los rayos de la cólera de Dios nuestro Señor. Me abalancé sobre Dembow.

Volqué la silla de ruedas mecánicas. Dembow cayó rodando, y la silla quedó destrozada bajo mis pies mientras me cernía sobre el noble. De Blaise no fue hacia mí, y yo lo tomé por cobardía. Quedé por un momento helado ante la mirada del lord, no había miedo en ella, no miedo por mí al menos, miraba a su silla de ruedas. Allí, entre sus trozos del mecanismo de autopropulsión vi un conjunto de conos y husos metálicos ligados entre ellos.

—¡No! ¡Mío! —gimió como un niño al que se le arrebata su pelota, mientras trataba de alcanzar aquello. Ahí estaba, el objeto de todo este dolor y esta guerra. Nadie los hubiera reconocido, nadie que no fuera yo. Me acordé del viejo Drummon.

No hubo tiempo para la sorpresa. Sonó un disparo, y una bala rozó mi hombro dejando una fea raya en su superficie de bronce. Me arranqué el falso cráneo, miré y vi un perro de metal que con torpeza se abalanzaba hacia mí, seguido de un agresivo pavo real. La bala había venido de un flautista, que parecía seguir apuntándome. El perro cerraba sus mandíbulas metálicas sobre mi pierna, y perdió la cabeza, al igual que su volátil amigo; atacaban con voracidad, pero carecían de coordinación para ser enemigos a considerar. No así de puntería, que el flautista volvió a usar su instrumento de cerbatana y me dio en el pecho, sin lesionarme. Fui a por él, cuando se me echó encima un soldadito de plomo de tamaño natural... ¿Qué era toda esta batalla de teatro de títeres?

La respuesta la tenía John De Blaise. El mayor corría por todo el salón, de autómata en autómata, manipulando algo en cada una de las máquinas, algo que las hacía atacarme con desmedido frenesí, una horda asesina de metal, un pelotón de linchadores de relojería. Los que bailaban, los que tocaban instrumentos o hacían cabriolas, todos transformados en torpes verdugos. Era un combate equilibrado en cierto modo. Ambos bandos pertenecíamos a la misma especie, la mecánica. Ellos eran más, muchos más, pero eran obras de lord Dembow, y yo era el hijo del Demonio. Esquivé la bayoneta del soldado, le arrebaté el rifle haciendo rotar mi torso sobre mis piernas, y lo derribé arrancándole las suyas. Luego, una vuelta más a mi corazón, y no pudieron verme.

Corrí por el salón, esparciendo ruedas dentadas y volantes de todo muñeco que me encontraba, los activados por De Blaise como los que no. Era una carrera y yo era mucho más rápido que el inglés. Aniquilé sin piedad a muñecas pianistas convertidas en arpías, polichinelas asesinos y bailarines desbocados. Una danzarina exótica, aprovechando mi exceso de confianza y mi embeleso por su belleza, casi acaba conmigo. Mientras la mataba, quedé de nuevo preso de la delicada figura en tutu que trataba de arrancarme la cabeza, no había un deseo sexual, ya no, sino la autentica y mecánica admiración por la belleza. La rompí, claro, pero me distrajo lo suficiente para que no viera el mayor enemigo entre la tropa automática; un enorme tigre de dientes afilados. Al morderme la pierna oí un desagradable ruido, y vi cómo dos cables saltaban de ella. Es extraño no sentir dolor.

Era más rápido que el tigre, mucho más. Metí mi mano tras el cuello y arranqué un centenar de piezas. El animal se convirtió en un peso muerto, tras una convulsión que me dejó de rodillas e inmóvil.

—¡Monstruo! —De Blaise había cogido el sable que pendía del cinto del chino mecánico, y cargaba contra mí—. ¡Tú mataste a Cynthia, monstruo! ¡Debí dejarte allí, bajo el elefante!

Aparté la estocada con mi brazo, esperando que el empuje desesperado de su ataque obrara en su contra. Mala idea; bebido como estaba parecía conservar reflejos suficientes como para saltar al tigre inerte y no caer. Dio media vuelta mientras yo me esforzaba por soltar lastre.

—Llevas demasiado tiempo vivo. Es hora...

—¡De Blaise! —Era Percy, en pie, entre exhibiciones mecánicas alocadas, que se movían sin ton ni son, con miembros cercenados, ciegos, sin cabeza; una carnicería, eso había creado, aunque tal término no sea apropiado para los míos—. Ya basta. ¿Está bien, señor? —Atendía a su padre, sentándolo en los restos de su silla, arrastrándose hacia una pieza entre todas.

—¡Hijo! ¡Detenlo! —Se echó a toser, escupiendo sangre de sus pulmones dañados.

—Señor... Aguirre —dijo Abbercromby sin inmutarse por el malestar de su padre, ni por la sorpresa que desorbitaba sus ojos—. Espere abajo. Tomkins... —El mayordomo perdía mucha sangre, no creí que pudiera sobrevivir. El joven lord llamó al resto del servicio y pronto corrieron a atender a los heridos. Llegaron hombres armados que acataron las órdenes del joven lord sin hacer muchas más preguntas.

—¿Aguirre...? —preguntaba Dembow mientras era conducido con mimo por varios hombres.

—Descanse, señor —continuaba Percy.

—No... tengo que recuperar... Tomkins... recoja mi silla... ¡Tomkins...!

—Luego iré a verle. Tengo algo para usted. —Agitó un sobre en su mano—. Hoy me ha llegado una carta de Cynthia, qué sorpresa. —La miró ensoñador—. Te la leeré. Muy despacio.

Yo obedecí. Me zafé del felino inmóvil y bajé, cojeando con un andar estúpido, mi pierna estaba seriamente dañada. Quedé en la biblioteca, la vieja biblioteca, con la sensación de que todo estaba cambiando en esa casa, de modo radical. Miré el escudo, y esa frase bajo la Muerte:
Mortem deletricem laete vincebo in immota ira iustorum
. Yo la había vencido, yo, no Dembow, ¿por qué no encontraba satisfacción alguna en ello?

Perceval Abbercromby llegó veinte minutos más tarde. Yo había frenado mi maquinaria y cubierto mi metálica persona, y me apoyaba en el viejo sillón del lord, que ya nunca usaba, para compensar mis tambaleos.

—Aguirre, imagino que no ha conseguido... —No esperó a que le respondiera—. Mi padre se muere, presa de un delirio enloquecido. Habla del Dragón, como usted nos contó, dice que va a venir por él. Pregunta por su hija... su hija.

—Su padre me tomó por el Dragón sin esfuerzo, como ustedes dijeron.

—¿Quiere un oporto...? Disculpe. He llamado a los señores Fulbright y Barnabi. Creo que mi padre no está ya en situación de disponer nada, afortunadamente. Mientras tuvo capacidades de decisión... ha arruinado a esta familia. Su nombre se ha visto mezclado en esta monstruosidad. —Me daba ahora la espalda, mirando a los ojos de la calavera del blasón familiar—. Ciertos caballeros importantes ya no nos honran con su amistad me temo, resultamos peligrosos. Ya no comparten los objetivos de mi familia. Propósitos que han traído la desgracia a esta casa. —Se sirvió una copa y la tomó de un trago—. Cynthia... ¿Por qué?

Por vivir. Eso es todo. Yo, ustedes, todos queremos vivir, por siempre. La cruel muerte acaba con ilusiones, esperanzas, alegrías y hasta la memoria de uno mismo. Todo. Por eso la perspectiva de prolongar la vida es de un atractivo insoportable. No dije nada de esto, claro está, me limité a contemplar el duelo del señor Abbercromby. Entró De Blaise demudado, aún con la espada en la mano y con más alcohol, o lo que fuera, en la mirada, acompañado con un muy alterado doctor Greenwood, maletín en mano, que acababa de llegar casi en ropa de cama.

—¿Vas a dejar vivir a ese monstruo?

—John —dijo Percy con desconcertante serenidad—. Ya basta.

—Señor Abbercromby —Greenwood se mostraba muy serio—, parece que lord Dembow se encuentra muy alterado, es preciso...

—Vaya a atenderle, doctor.

—Escúcheme. No sé qué ha provocado esta crisis a su padre, pero usted no puede ignorar...

—Doctor. Salga de aquí de inmediato. —No alzaba la voz, era su mirada la que hizo callar a todos—. Suba a las habitaciones de mi padre y ocúpese de él. Ahora mismo. Es usted responsable de su salud, y solo de su salud.

El médico, enrojecido de furia, inclinó la cabeza y salió del cuarto. De Blaise parecía incapaz de cerrar su boca pasmada.

—¿Y esta cosa? Tu padre... puede que hoy mismo... y tú dejas a este asesino aquí...

John. Se acabó.

—¿Se acabó? El pequeño lord se siente ahora importante. No eres nada, Percy, nada aquí, nunca lo has sido.

—Soy lord Dembow, el décimo primer lord Dembow.

—Tu padre, que te aborrece, es...

—Mi padre morirá esta noche —la serenidad de sus palabras, la frialdad de su mirada, mayor que la del mismo herr Ewigkeit, enfrió la temperatura de la biblioteca—, y tú te irás. —De Blaise dio un paso adelante, Percy ni se inmutó—. ¿Vas a pelear, ahora, conmigo? —De Blaise nos miró a los dos, respiró hondo y bajó el arma—. Te vas esta misma noche de aquí.

—No... maldito envidioso. Solo sientes que tu prima fuera mía, y no tuya...

—Te equivocas. Siento que mi prima fuera tuya, y no de Hamilton-Smythe. Te vas. Hoy mismo, no quiero verte.

—Hablaré con tu padre...

—No puedes, está muy enfermo. Cuando muera, no te quedará nada, amigo mío. No tiembles por tu futuro, te tengo menos rencor del que crees. Volverás a la milicia, recuperarás tu rango. No quiero más vergüenzas para esta casa. La semana que viene te unirás al regimiento y partirás para ultramar. De momento... ¡Tomkins! —Entró un criado apurado, que se apuró aún más al verme.

—Señor... el señor Tomkins está...

—Tiene razón, perdone. Bien, encárguese usted mismo de preparar el coche para señor De Blaise. —Entonces, muy despacio, Perceval Abbercromby giró la cabeza hacia mí, me miró y dijo—: Dígale a Albert que le lleve al veintiocho de St. John's Wood. —Luego volvió la vista hacia su primo—. Allí podrás permanecer hasta que reingreses a tu regimiento. Fuera.

El rostro de De Blaise se congestionó, buscó palabras, y no pudo encontrarlas. Dio media vuelta y salió, para siempre.

Abbercromby se sirvió un trago más, en silencio.

—Aguirre. Puede quedarse aquí si lo desea...

—No. Prefiero volver. El señor Torres estará preguntándose...

—Esta averi... herido, ¿puede caminar?

—Creo que sí.

—Como guste. Dígale que ya todo está bien, que vuelva a casa. Lo demás no importa. —Se sirvió un trago más—. Afortunado el que tiene casa donde volver.

Me fui. Mi pierna desjarretada respondía con pereza a mis órdenes, por lo que atravesar la fresca mañana sobre los tejados de Londres no pareció una medida oportuna. Me refugié en mi abrigo y mi sombrero amplio, tanto de la suave llovizna que caía como de la mirada de curiosos. Cojeaba por esas calles, como cuando estaba vivo, y eso me gustaba, me devolvía al pasado, que no añoraba más de lo que se añora a una vieja herida cuando se observa su cicatriz. Era que de pronto me sentí más humano y mortal; no todo se había perdido.

Ah... por supuesto que llevaba la memoria robada entre mis tripas de metal, en el amplio hueco vacío de mi tórax, destinado a ir almacenando mis propias memorias según las iba labrando. No me costó tomar aquel codiciado tesoro mientras unos y otros se ocupaban de restablecer el orden, ante la mirada aterrada de Dembow, arrastrado por sus criados a su último reposo, me llevé su as en la manga. Bien pudiera ser que yo hubiera sido causa de su final, no es algo de lo que me arrepienta. Ese conjunto de piezas inertes habían traído tanto dolor... no sabía ahora qué debía hacer con él, a quién pertenecía y si su relevancia era alguna. Ya no era nada, un trozo de la vida de alguien que había desaparecido, tal vez muerto en las riberas del río Lee. En eso quedaba la memoria, la vida del hombre, fragmentos que nadie echa de menos.

Llegué a la pensión Arias. Tendría que pedir un esfuerzo a mi pierna, porque estaba fuera de consideración alguna el llamar a la puerta y perturbar en nada más la vida de la viuda y su familia. Tenía instrucciones de buscar al señor Martínez, fiel portero de esa finca desde el fallecimiento de su compadre, que se ocuparía de mi llegada. Así hice, el murciano dio dos silbidos acordados y la ventana de Torres se iluminó. Asegurando que la calle anduviera desierta, subí, ayudado por mis dos amigos.

Mientras restañaba los cables rotos de mi pierna, Torres atendió a todo lo que conté, que fue exactamente lo que le he contado a usted, menos el asunto de la memoria robada, del que no dije nada... no sé, no puedo decir el porqué de mi mutismo al respecto. Mi propia memoria se ha borrado en muchos lugares, o extraviado. Quiero creer ahora que, sintiéndome más cerca de Satán en mi estado inmortal, que Dios me perdone, pensé que no teníamos, que nadie tenía derecho a traficar con esos recuerdos, que lo pasado y perdido ha de descansar, por siempre. También es posible que al mencionar la situación en Forlornhope y la de sus habitantes, más real que trozos de recuerdos grabados sobre metal, olvidáramos todo el resto.

—¿Dijo que su padre iba a morir esta misma noche...? —llegados a este punto, Torres dejó a un lado las herramientas con las que atendía mi pierna herida, para mirarme directo a los ojos—. ¿Qué locura piensa...? Y ha mandado a John De Blaise a...

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