—¡Agua! ¡Agua! ¡Algo que beber!
Cuando llegué yo como ellos, lo había visto todo a través de una nube de incredulidad, y no podía dar cuenta de los detalles; apenas era posible dar crédito a lo que se veía. Pero, pasado el tiempo, había aprendido a interpretarlo todo. Reconocí a ciertos jefes de las
SS
Identifiqué al infame Kramer,
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a quien los periódicos habían de denominar «la bestia de Belsen», cuya poderosa silueta dominaba la escena. Su máscara de hielo bajo el pelo espeso vigilaba a los deportados con expresión viva y penetrante. Me sentí fascinada al mirarlo, como quien clava los ojos en una cobra. Jamás olvidaré la tenue sonrisa de satisfacción al ver aquella masa humana tan completamente reducida y entregada a su voluntad.
Mientras eran desembarcados los prisioneros, la orquesta del campo, integrada por internados vestidos de pijamas rayados, interpretaba aires alegres para dar la bienvenida a los recién llegados. La cámara de gas esperaba, pero las víctimas tenían que ser tranquilizadas primero. Las mismas selecciones que se realizaban en la estación eran efectuadas generalmente al compás de lánguidos tangos, de números de jazz y de baladas populares.
A un lado esperaban la primera selección. Los viejos, enfermos y niños de menos de doce o catorce años eran destacados a la izquierda y el resto a la derecha. La izquierda quería decir la cámara de gas y el crematorio de Birkenau; la derecha, detención temporal en Auschwitz.
Todo tenía que llevarse a cabo «como era debido» en aquella lúgubre ceremonia. Las mismas tropas de las
SS
observaban escrupulosamente las reglas del juego. Tenían interés en evitar incidentes. Con aquella táctica, unos cuantos guardianes se bastaban para mantener el orden entre los millares de condenados.
Las separaciones daban pie a dramáticos episodios, pero los nazis sabían llevar la cosa a la perfección. Cuando una joven se empeñaba en no querer separarse de su madre anciana, muchas veces transigían y mandaban a la deportada unirse con la persona de quien no querían apartarse. Así, ambas pasaban al grupo de la izquierda, en línea recta hacia la muerte.
Luego, siempre a los compases de la música —no podía menos de recordar al flautista de Hamelín del cuento—, los dos cortejos empezaban su procesión. En el ínterin, los internados de servicio habían reunido todos los equipajes. Los deportados seguían creyendo que se iban a encontrar con sus pertenencias cuando llegasen a su destino. Otros internados colocaban a los enfermos en las ambulancias de la Cruz Roja. Los trataban con delicadeza hasta que las columnas se perdían de vista, pero en seguida, la conducta de aquellos esclavos de las
SS
cambiaba completamente. Con verdadera brutalidad, empujaban a los enfermos a los camiones de la basura, como si fuesen sacos de patatas, porque las ambulancias ya estaban abarrotadas. Así trataban a sus compañeros de infortunio. En cuanto todo el mundo había encajado a empellones en su sitio, el camión salía en dirección a los crematorios, entre los gemidos y gritos de pavor de los pobres presos.
Gracias a la prueba directa que me conseguí a través del doctor Pasche y de otros miembros de la resistencia, puedo reconstruir las últimas horas de los que eran formados a la izquierda.
Al compás de los aires cautivadores interpretados por los internados músicos, cuyos ojos estaban arrasados de lágrimas, el cortejo de los condenados partía hacia Birkenau. Afortunadamente, no tenían idea de la suerte que les estaba deparada. Al ver el grupo de construcciones de ladrillo rojo que se divisaban adelante, suponían que era un hospital. Las tropas de las
SS
que los escoltaban se conducían con irreprochable «corrección». No eran tan finos cuando trataban con los seleccionados del campo, a los cuales no hacía falta manejar con guante blanco; pero a los recién llegados había que tratarlos con toda finura hasta el fin.
Los condenados eran conducidos a un largo viaducto subterráneo, llamado «Local B», que se parecía al pasillo de un establecimiento de baños. Podían acomodarse allí hasta dos mil personas. El «Director de los Baños», de blusa blanca, repartía toallas y jabón… un detalle más de aquella inmensa farsa. Entonces los prisioneros se quitaban la ropa y dejaban todos sus objetos en una enorme mesa. Bajo los ganchos para colgar las prendas había placas que decían en todos los idiomas europeos: «Si desea usted recoger sus efectos al salir, tome nota, por favor, del número de su percha».
El «baño» para el cual estaban siendo preparados los condenados, no era más que la cámara de gas, que caía a la derecha de aquel vasto pasillo o vestíbulo. Esta dependencia estaba equipada con muchas duchas, a cuya vista cobraban confianza los deportados. Pero los aparatos no funcionaban, ni salía agua de los grifos.
En cuanto los condenados llenaban la baja y angosta cámara de gas, los alemanes acababan con su farsa. Se quitaban las caretas. Ya no eran necesarias las precauciones. Las víctimas no estaban en condiciones de escapar ni de ofrecer la menor resistencia. Había ocasiones en que los condenados a muerte retrocedían al llegar a la puerta, como avisados por un sexto sentido. Los alemanes los empujaban brutalmente, sin tener inconveniente en disparar sus pistolas sobre la masa. La estancia se atascaba con el mayor número posible de deportados. Cuando quedaban fuera uno o dos niños, se les tiraba por encima de las cabezas de los adultos. Luego la pesada puerta se cerraba como la losa de una cripta.
Dentro de la cámara de gas se desarrollaban horribles escenas, aunque es mucho de dudar que aquella pobre gente sospechase ni siquiera entonces. Los alemanes no abrían inmediatamente el gas. Esperaban. Porque los expertos habían visto que era necesario que subiese primero la temperatura de la habitación unos cuantos grados. El calor animal emanado del rebaño humano facilitaba la acción del gas.
A medida que subía el calor, el aire se hacía pestilente. Muchos condenados murieron según tengo entendido, antes de que se abriesen las espitas del gas.
En el techo de la cámara había un boquete cuadrado, enrejillado y cubierto con un cristal. Cuando llegaba la hora, un guardián de las
SS
, provisto de una careta antigás abría el hueco y soltaba un cilindro de
Zyclon-B
, gas preparado en Dessau a base de hidrato de cianuro.
Se decía que el
Zyclon-B
tenía un efecto devastador. Pero no siempre ocurría así, probablemente porque los alemanes querían hacer economías debido al número elevado de hombres y mujeres que había que liquidar. Además, quizás algunos condenados opusiesen gran resistencia orgánica. En todo caso, había muchas veces sobrevivientes; pero los alemanes no tenían entrañas: respirando todavía, se llevaban a los moribundos al crematorio y se los empujaba a los hornos.
Según el testimonio de antiguos internados de Birkenau, muchas personalidades destacadas del nazismo, políticos y otros, estaban presentes cuando se inauguraron el crematorio y las cámaras de gas. Se dice que expresaron su admiración por la capacidad funcional de aquella enorme planta exterminadora. El mismo día de la inauguración, fueron sacrificados doce mil judíos polacos, lo cual no era gran cosa para el Moloch
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nazi.
Los alemanes dejaban con vida cada vez a unos cuantos millares de deportados, pero únicamente con el objeto de facilitar el exterminio de millones de otros. A estas víctimas las obligaban a desempeñar los «trabajos sucios». Eran parte del
Sonderkommando
. De tres a cuatrocientos atendían cada crematorio. Su tarea consistía en empujar a los condenados al interior de la cámara de gas y, después de efectuado el asesinato en masa, debían abrir las puertas y sacar los cadáveres. Eran preferidos los médicos y dentistas para ciertas operaciones, los últimos, por ejemplo, para rescatar las dentaduras postizas de los cadáveres y aprovechar los metales preciosos de que estaban hechas. Además, los miembros del
Sonderkommando
tenían que cortar el pelo a las víctimas, lo cual suponía otra ganancia para la economía nacional socialista.
El doctor Pasche, a quien se le había destinado al
Sonderkommando
, me facilitó los datos de la rutina diaria del personal del crematorio. Porque, por extraño que parezca —y ésta no era la única circunstancia extraña y paradójica que había en los campos de concentración— los alemanes tenían un médico especial para atender a los esclavos de la planta exterminadora. El doctor Pasche desempeñaba un puesto activo en el movimiento de resistencia, llevando las estadísticas diarias a riesgo de su vida. Comunicaba los datos que obtenía únicamente a los pocos de quienes podía estar totalmente seguro, con la esperanza de que algún día, dichas cifras fuesen conocidas del mundo entero. El doctor Pasche no se hacía ninguna ilusión respecto a la suerte que le esperaba. Y, en efecto, fue «liquidado» mucho antes de la liberación de Auschwitz.
De los informes de los testigos visuales, podemos imaginarnos el espectáculo que ofrecía la cámara de gas cuando se cerraban las puertas. Entre las torturas de sus sufrimientos, los condenados trataban de treparse uno encima de otro. Durante su agonía, había quienes clavaban las uñas en la carne de sus vecinos. Por regla general, los cadáveres estaban tan apretados y entremezclados que era imposible separarlos. Los técnicos alemanes inventaron unas pértigas provistas de ganchos en su extremo, que se clavaban en la carne de los cadáveres para extraerlos.
Una vez fuera de la cámara de gas, los cadáveres eran transportados al crematorio. Ya he dicho anteriormente que no era raro que hubiese todavía algunas víctimas con vida. Pero se les trataba como cadáveres y eran introducidos en los hornos con los muertos. Con un montacargas se levantaban los cadáveres y se metían en los hornos. Pero primero se les catalogaba metódicamente. Los niños iban por delante, para que sirviesen de tizones; luego, llegaba su turno a los cadáveres depauperados, y, finalmente, a los más corpulentos.
Mientras tanto, el servicio de recuperación funcionaba sin descanso. Los dentistas sacaban a los cadáveres las dentaduras metálicas, los puentes, las coronas y las placas. Otros oficiales del
Sonderkommando
recogían los anillos, porque, a pesar de todo el control que tan rigurosamente se llevaba, había internados que se quedaban con ellos. Naturalmente, los alemanes no querían perder nada de valor.
Los «Superhombres Nórdicos» sabían aprovecharlo todo. En envases inmensos se recogía la grasa humana, que se había derretido a altas temperaturas. No tenía nada de extraño que el jabón del campo oliese de manera tan peculiar. ¡Ni hay por qué asombrarse de que los internados sospechasen a veces del aspecto de algunos pedazos de salchichón!
Hasta las mismas cenizas de los cadáveres eran utilizadas para abonos de las granjas de labor y de los jardines aledaños. El «exceso» era arrojado al Vístula. Las aguas de este río se llevaron los restos de millares de pobres prisioneros.
El trabajo del
Sonderkommando
era, indudablemente, el más penoso y repugnante. Había dos turnos de doce horas cada uno. Este personal vivía en barrio aparte del campo, y tenía rigurosamente prohibido el contacto con los demás presos. A veces, a guisa de castigo, no se les permitía siquiera volver al campo, sino que tenían que vivir en el mismo edificio de los crematorios. ¡Allí les sobraba calor, pero qué lugar más horrendo para comer y dormir!
La vida de los miembros del
Sonderkommando
era verdaderamente infernal. Muchos de ellos se volvieron locos. Con frecuencia se veía a un marido a quien obligaban a quemar a su misma mujer; a un padre que hacía otro tanto con sus hijos; a un hijo, con sus padres; y a un hermano, con su hermana.
Al cabo de tres o cuatro meses en aquel infierno, los trabajadores del
Sonderkommando
veían llegar su turno. Los alemanes lo tenían previsto así. Perecían en la cámara de gas y luego eran quemados por los que habían venido a ocupar sus puestos. La planta exterminadora no podía dejar de producir, aunque cambiase el personal. Entonces tuve ya dos motivos para seguir viviendo: uno era trabajar por el movimiento de resistencia y ayudar cuanto tiempo pudiese mantenerme sobre mis pies; el segundo era soñar y rezar porque llegase el día en que fuese libre y pudiese decir al mundo entero: «¡Esto es lo que vi con mis propios ojos! ¡No podemos consentir que vuelva a repetirse!».
«Canadá»
T
eníamos en Auschwitz-Birkenau un edificio que no sé por qué se llamaba «Canadá». Dentro de sus muros se almacenaban las ropas y demás pertenencias quitadas a los deportados cuando llegaban a la estación, o cuando se iban a duchar, o en el vestíbulo del crematorio.
El «Canadá» contenía una riqueza considerable, porque los alemanes habían animado a los deportados a que se llevasen sus objetos de valor. ¿No habían anunciado acaso en muchas ciudades ocupadas que no era «contra las ordenanzas» llevarse los efectos personales consigo? Esta invitación indirecta resultó mucho más eficaz que si hubiesen indicado directamente a las víctimas que se llevasen sus joyas. En realidad muchos deportados se llevaban cuanto podían, con la esperanza de ganarse algunos favores a cambio de sus objetos de valor.
En los equipajes se encontraban un poco de todo: tabaco, abrigos de piel, jamón ahumado y hasta máquinas de coser. ¡Qué cosecha tan magnífica para el servicio de recuperación del campo!