—¡No se mueva! ¡No pregunte nada! Póngase en contacto con Jacques, el
Stubendienst
francés, en el hospital de la barraca 30.
Me quedé sorprendida. ¿Cómo sabían que yo pertenecía al movimiento de resistencia? Entonces caí en la cuenta… se debía a mi cinta de seda.
Había recibido una orden y tenía que cumplirla. ¿Pero cómo? Yo estaba en un hospital extraño de un campo de hombres, y era mujer.
De pronto, una enfermera dio la voz de que el doctor Mengele andaba por allí cerca. Los médicos trataron de dominar su miedo. Se produjo un rumor de voces exaltadas.
—¡Escondan inmediatamente los guantes de goma!
—¡Abran la puerta! ¡Va a oler el éter!
Entonces lo comprendí todo perfectamente. Aquella buena gente se había conseguido instrumentos y anestésicos a cambio de sus raciones de comida. Y ahora no tenían más remedio que esconderlo todo precipitadamente si no querían ser castigados y hasta ejecutados por el delito de ser compasivos.
Sin embargo, la operación tenía que comenzar. La desventurada mujer que yacía sobre la mesa gritaba de dolor. Parecía que iban a tener que proceder a la operación sin aplicarle anestésico ninguno.
—¡Estos bestias alemanes! —maldije—. ¡Tengo que llegar a la barraca 30!
Me disponía a salir cuando vi unas mantas sobre la camilla. El espectáculo de gente enferma y arrebujada en mantas no era raro en el campo hospital. Aquélla fue mi salvación.
Me envolví en una manta y salí corriendo. Por fin, encontré a Jacques, el enfermero francés, en la barraca 30. Le dije que me habían ordenado presentarme a él. Se subió a la
koia
superior y cogió un pequeño paquete que había debajo de la cabeza de un enfermo.
—¡Dé esto al cristalero que trabaja en su campo! —me ordenó.
Cuando volví a la barraca quirúrgica, ya no estaban allí mis camaradas. La camilla había desaparecido. Corrí hacia la entrada del campo. La médica rusa estaba discutiendo con el alemán. Llevábamos ya demasiado tiempo en el campo de los hombres, y a mí podían haberme echado de menos.
Cuando la rusa me vio llegar arrebujada en la manta, que me había echado por encima de la cabeza, comprendió. Pero siguió discutiendo con el guardián.
—Le dije que alguien nos había quitado las mantas, y mandé a esta prisionera que nos las trajese. ¿Qué es lo que no entiende usted de esto? —discutía.
No sabía más que un poco de alemán, pero, sin embargo, nos salvó. Unas cuantas palabras rusas, y luego otras cuantas palabras alemanas. No sé cómo, pero el conflicto se solucionó. Según volvíamos a toda prisa, iba yo pensando qué podría contestar a Mitrovna cuando me preguntase a qué había ido allí. Pero no me preguntó nada.
Cuando llegamos al campo, me enteré de que el cristalero se había marchado. Pero al día siguiente Jacques mandó a otro, gracias a lo cual pude, por fin, desentenderme de aquel paquete de explosivo que me había complicado tanto la vida.
Me daba vueltas en la cabeza a lo que estaría pensando para sus adentros la doctora Mitrovna. Podía haber dicho al centinela que había salido, abandonando al grupo, sin permiso ninguno, con lo cual se lavaba las manos y se excusaba de complicaciones. Pero, por el contrario, me había estado esperando. Al notar que faltaban las mantas de la camilla, inventó una disculpa ingeniosa y me salvó. No cabía duda, era una buena camarada.
Recuerdo que vi con frecuencia al mismo trabajador que me llevaba los paquetes discutiendo acaloradamente con ella. Por tanto, supongo que ella debía ser también miembro de la resistencia. Aquella brillante y callada mujer pudo haberse enterado de que yo pertenecía igualmente a la organización clandestina del campo. Acaso fuese por eso por lo que no protestó cuando salí de la habitación quirúrgica del Campo F y por lo que me salvó del centinela alemán.
Conocíamos a otros cuantos miembros de la Resistencia, porque era mejor así, en caso de peligro. Puede ocurrir que la doctora Mitrovna no perteneciese a nuestro movimiento, pero había algo noble en su carácter, que me hizo creer que estaba con nosotras… en todo.
A eso de las tres de la tarde del 7 de octubre de 1944, una explosión ensordecedora conmovió el campo. Las prisioneras se miraban unas a otras, estupefactas. Donde había estado el crematorio, se elevaba una inmensa columna de llamas. La noticia corrió como una exhalación. ¡El crematorio había sido volado!
Los alemanes, que estaban en aquellas horas echándose su siesta, perdieron completamente la serenidad. Echaban a correr en todas direcciones, gritando órdenes y contraórdenes. Indudablemente, tuvieron miedo a una sublevación. Bajo la amenaza de sus fusiles, nos obligaron a regresar a nuestras barracas.
¿Pero qué era lo que había ocurrido en realidad? Me aproveché de la ventaja relativa que me daba mi blusa de enfermera y salí del hospital para escabullirme hasta las cocinas. Estaban situadas a unos diez metros de la entrada del campo y miraban hacia el camino de los crematorios. Era un puesto excelente para observar desde allí.
Ya se estaban dirigiendo al campo varios destacamentos de soldados, algunos en camiones y otros en motocicletas. Luego llegó la infantería de la
Wehrmacht
, seguida por transportes con municiones. Los soldados rodearon el crematorio y abrieron fuego de ametralladora. Me estremecí… ¿por qué? Fueron contestadas por unos cuantos tiros dispersos de revólver. ¿Era aquello una rebelión? Después de unas cuantas ráfagas más de ametralladora, la
Wehrmacht
y las
SS
ocuparon el lugar.
¿Qué había ocurrido?
El grupo de resistencia del
Sonderkommando
, los esclavos de las cámaras de gas, habían concebido un plan para volar los hornos. Valiéndose de miembros del grupo del doctor Pasche, se habían procurado cierta cantidad de explosivos que bastaban para poner en obra su plan. Pero hubo una porción de cosas que salieron mal, y la explosión no destruyó más que uno de los cuatro edificios.
La sublevación fue organizada por un joven judío francés, llamado David. Como sabía que, de todas maneras, estaba condenado a muerte, puesto que todos los miembros del
Sonderkommando
eran liquidados cada tres o cuatro meses, se propuso emplear de una manera útil el poco tiempo que le quedaba de vida. Fue él quien consiguió los explosivos y quien los había escondido. Pero, más tarde, acontecimientos imprevistos echaron por tierra sus planes.
Los alemanes anticiparon la fecha de ejecución del
Sonderkommando
. Un día, les dieron la orden de prepararse para ser trasladados y de que abandonasen el edificio del crematorio. El primer grupo, integrado por unos cien hombres, obedeció. Pero el segundo protestó. La actitud de estos miembros del
Sonderkommando
, la mayor parte de los cuales eran hombres robustos y de armas tomar, se convirtió en una verdadera amenaza para las jerarquías que mandaban en el campo. Los pocos guardianes de las
SS
se mostraron tan sorprendidos que prudentemente se retiraron para recibir órdenes y buscar refuerzos.
Cuando volvieron, un horno, que, mientras tanto, había sido atestado de explosivos y regado de gasolina, hizo explosión. Los rebeldes no tuvieron tiempo de volar los otros tres. Pero el
Sonderkommando
del cuarto se aprovechó del desorden, sus hombres cortaron la alambrada de púas y lograron fugarse del campo. Algunos fueron atrapados, pero el resto logró escapar.
Durante la refriega que siguió al alboroto, el
Sonderkommando
resistió ferozmente. No disponían más que de palos, piedras y unos cuantos revólveres para luchar contra asesinos entrenados, que estaban provistos de armas automáticas. Cuatrocientos treinta fueron capturados vivos, entre ellos David, su jefe, que estaba herido mortalmente. Las represalias fueron horribles. Los guardianes de las
SS
hicieron poner a los prisioneros a gatas. Dos o tres guardianes iban descerrajando un tiro en la nuca a cada uno de ellos con diabólica precisión. Los que levantaban la cabeza para ver si les llegaba ya el turno recibían veinticinco latigazos antes de ser ejecutados.
Después de aquella revuelta, se realizaron distintas represalias en el campo. Las palizas se hicieron más frecuentes, lo mismo que las selecciones en masa. El doctor Mengele perdió los estribos y, personalmente, descargó su revólver sobre varios seleccionados que trataron de huir de él. Sus subordinados siguieron aquel ejemplo. Hasta la primera lluvia, el suelo del campo estuvo cubierto de sangre reseca.
En cuanto a los varios centenares de
Sonderkommandos
que no habían tomado parte en la sublevación, fueron fusilados por grupos en los bosques cercanos. Así fue como pereció el doctor Pasche, el médico francés del
Sonderkommando
, que había sido miembro activo del movimiento de resistencia. Fue él quien nos proporcionó los datos sobre la actividad del
Sonderkommando
. «L», quien lo vio poco antes de su muerte, nos dijo que habló de su muerte próxima con valor ejemplar.
¿Nos desalentó el que la voladura de los crematorios hubiese sido un fracaso?
Estábamos desanimadas, es verdad, pero el hecho de que aquello pudiera haberse realizado era una prueba inequívoca de que las cosas estaban cambiando en Auschwitz-Birkenau.
«¡París ha sido liberado!»
D
urante el periodo de descanso de los trabajadores, el 26 de agosto de 1944, se presentó un internado francés en la enfermería. Lo había visto antes. Era un hombrecillo de ojos oscuros, de cara flaca, con la expresión sombría característica de todos los que vivíamos en Birkenau. Era el mismo, pero no parecía el mismo. No fui capaz de comprender su sonrisa maliciosa, el guiño de sus ojos, la satisfacción que irradiaba todo su rostro, su seguridad, la manera con que extendió su mano para ser tratado. Lo miré con ojos penetrantes. «¿Qué puede significar esto?» pensé. «Acaso me están engañando los ojos, pero hasta me parece que ha crecido».
Su extraña alegría me puso nerviosa. Los internados siempre estaban desesperados, pero aquí tenía a uno que parecía a punto de estallar de gozo. Pensé: «Debo andarme con cuidado. Pobre hombre, algo le funciona mal».
No eran raros los casos así. Miré impacientemente hacia la puerta. Él observó mi reacción y me hizo una inclinación de cabeza.
—París ha sido liberado —cuchicheó.
Me quedé como una estatua. Estaba tan emocionada que no fui capaz de hablar. Lo miré y me olvidé de curarle.
Me sentía abrumada por aquella noticia, y en seguida comprendí a qué se debía el estado de felicidad radiante del pequeño francés. Todavía no lograba concebir la idea. No lo creía. Durante un momento pensé: «A lo mejor está loco de verdad».
Luego me entraron ganas de gritar, o de hacer cualquier disparate. Solté una carcajada histérica.
Cada vez que oía alguna noticia de que los Aliados habían padecido algún revés en la guerra, tenía que realizar un gran esfuerzo para ocultar la pena que aquello me producía e inventar otras noticias buenas. Porque había que mantener en alto el espíritu de las internas. ¡Qué dichosa me sentí cuando pude, por fin, susurrar al oído de una paciente, y luego al de otra y otra, que los Aliados habían ocupado de verdad París!
—¡París ha sido liberado!
La primera paciente a quien se lo conté era una mujer que tenía los pies hinchados. Me escuchó, abrió los ojos de puro asombro y sacó del camastro los pies infectados. Sin pronunciar palabra, rompió a llorar. Lloramos las dos. La noticia era demasiado maravillosa para ser aceptada con simple alegría.
¡Con qué rapidez corrió la noticia! En los lavabos y en los retretes, las prisioneras se abrazaban y besaban. En el hospital, las que estaban postradas en cama se incorporaban sobre sus codos, se sonreían y hacían señales de afirmación con la cabeza.
Todos añadían algún detalle nuevo a la noticia original. Al oscurecer, ya nuestras fantasías habían liberado a toda Europa a base de los
Tommies
.
[26]
Todos los soldados de habla inglesa eran
Tommies
para nosotras.
Las prisioneras francesas se quedaron sin habla durante unos días. Caminaban con la cabeza entre las nubes. Por la radio secreta, el grupo de Pasche se atrevió a escuchar la locución del general De Gaulle desde París. Nos enteramos del heroísmo de los parisinos que habían levantado barricadas, impidiendo que los alemanes destruyesen las bellezas de este simpático corazón de Francia.
Notábamos que ya se desbordaba nuestra copa, y durante las formaciones y revistas, hacíamos señas a nuestras camaradas por el rabillo del ojo. Todas sabían lo que significaban aquellos guiños y muecas.
La reacción alemana se produjo inmediatamente. La sopa era todavía peor que antes, si es que aquello era posible. Un polaco y tres franceses fueron ahorcados por propalar «falsos rumores». Fusilaron al «Zar», ingeniero ruso, quien, pese a su mote, era un comunista rabioso. Otros millares de prisioneros sin nombre fueron exterminados una vez más en la cámara de gas la víspera de la gran victoria aliada.
Después de la liberación de la «Ciudad de la Luz», nuestras imaginaciones se desbordaron y empezamos a elaborar planes fantásticos. Por la noche, hablamos de cómo deberíamos recibir a los Aliados. Aparecerían de repente aviones sobre los cielos de Auschwitz, y descenderían paracaidistas. Aquel gran día miraríamos al cielo y veríamos en él los paracaídas norteamericanos, británicos y rusos en lugar de las cenizas del crematorio.