Había dos de estas llamadas diariamente, una al amanecer y otra alrededor de las tres de la tarde. A aquellas horas teníamos que presentarnos. Antes de que se citase a lista, teníamos que esperar muchas horas. Esperábamos, cualquiera que fuese el tiempo, de pie: frente a las respectivas barracas había mil cuatrocientas mujeres, con un total de treinta y cinco mil en todo el campo y doscientas mil en todos los campos del área Birkenau-Auschwitz. Cuando éramos acusados de alguna infracción de las ordenanzas, teníamos que ponernos de rodillas y esperar así en el cieno fangoso.
A primeras horas de la madrugada, titiritábamos de frío, especialmente cuando llovía, cosa que ocurría con frecuencia. Durante el invierno, se citaba a lista siempre bajo las mismas condiciones, independientemente de si nevaba o helaba. Procurábamos frotarnos unas con otras como ovejas de un rebaño, pero nuestros guardianes, bien abrigados por cierto, estaban alerta. Teníamos que mantenernos en posición de firmes y observar las debidas distancias.
En las tardes de verano, ocurría todo lo contrario, y el sol nos quemaba con sus rayos abrasadores. Sudábamos hasta que nuestros sucios harapos se nos pegaban a la piel. Padecíamos constantemente la tortura de la sed, pero no nos atrevíamos a romper filas para buscar una gota de agua. La sensación de la sed intolerable va fatalmente unida a todos mis recuerdos del campo, porque nuestra ración diaria de agua apenas pasaba de un cuarto de cuartillo por persona, lo cual equivalía a dos tragos a lo más.
Todo el mundo tenía que presentarse a la formación, aunque estuviesen enfermos. Aun las internas que padecían de escarlatina o de pulmonía tenían que comparecer. Todas las enfermas que no podían mantenerse de pie eran tendidas sobre una manta en la primera fila, junto a las muertas. No podía faltar nadie: no había excepción ninguna, ni siquiera para los muertos.
Al principio, hubo unas cuantas prisioneras que hacían trampa y no se presentaban a la formación para evitar atrapar un resfriado o fatigarse. Pero aquello les costaba muy caro. A veces, alguna se quedaba dormida, y entonces se producían escenas catastróficas. Las que faltaban tenían que ser encontradas, y las demás no podíamos abandonar la formación hasta que las hubiesen localizado.
Los mismos centinelas se equivocaban. Nos contaban y recontaban una y otra vez. Otros iban y venían a toda prisa en sus bicicletas entre la oficina del comandante y las barracas. Algunos registraban las
koias
. A todo el campo de concentración se pasaba la señal de alarma.
Los individuos más exaltados parecían considerar tal falta como ausencia. Eran principalmente mujeres de las
SS
, de siluetas estrambóticas, con sus grandes capas negras contra la lluvia. Tenían aspecto de buitres que esperaban caer sobre su presa. A pesar de sus capas y de sus buenos uniformes, siempre buscaban cobijo contra la lluvia. Con mucha frecuencia ni se molestaban en asistir a la formación. Sólo las internas tenían que aguantar las inclemencias del tiempo. Si, en medio de todo, podíamos recoger y tragar unas cuantas gotas de agua de lluvia para humedecer nuestras gargantas, nos sentíamos compensadas.
Además de las llamadas ordinarias a filas, había otras especiales. Sonaba un «gong» y se escuchaban y repetían a lo largo de las barracas las palabras fatales:
—¡A formar!
Cuando oíamos la orden, nos precipitábamos hacia el lugar en que teníamos que formarnos, como poseídas del diablo, estuviésemos donde estuviésemos, en las cocinas, en los lavabos o en las letrinas.
El campo se conmovía. Cuando nos poníamos en filas, no teníamos más que hacer sino esperar a los jefes, a veces de rodillas, devoradas por nuestro odio y nuestros temores. Siempre descubrían a las que llegaban tarde o se habían escabullido. Eran tratadas a empellones y golpes por las «Kapos», quienes, al igual que los oficiales a cargo de los comandos, rivalizaban entre sí por aplicar este tipo de «correctivos», aunque ellas mismas eran prisioneras; y de aquella porfía salían las «culpables» con los huesos rotos o las caras ensangrentadas.
En estas llamadas a filas de carácter especial, eran congregados al mismo tiempo prisioneros de todas las nacionalidades y clases sociales. Una de mis vecinas era la esposa de un oficial del ejército de carrera, procedente de Cracovia; otra era una trabajadora parisina. Oí las quejas de una campesina ucraniana, los juramentos de una muchacha de vida airada de Salónica y las plegarias de mujeres checas.
—¿Por qué está usted aquí? —nos preguntábamos unas a las otras.
Las contestaciones eran diversas:
—Un alemán fue asesinado en nuestra ciudad.
—La
Gestapo
me sacó de un cine.
—Me agarraron cuando salía de la iglesia con mis dos hijos. No tuve tiempo siquiera para poder avisar a mí marido.
—Soy judía.
—Soy gitana.
Pero la respuesta más frecuente era:
—No tengo la más mínima idea de por qué estoy aquí.
La mayor parte de las internas de Auschwitz se resignaban a su suerte y se habían hecho a una filosofía sumamente sencilla: los alemanes las habían atrapado porque tenían mala suerte, en tanto que otras seguían todavía en sus casitas, gozando de libertad, porque habían tenido buena suerte.
En nuestro campo de concentración había unas cuantas internas muy jóvenes, y muchas prácticamente niñas. Se les obligaba a presentarse a las formaciones. Los alemanes les permitían vivir un poco, y aquellas chiquillas de trece o catorce años compartían todas las penalidades de la vida del campo. Pero, sin embargo, podían considerarse como privilegiadas en comparación con las niñas judías de la misma edad, que eran inmediatamente mandadas a las cámaras de gas.
El trato de que se hacía objeto a estas niñas era increíble. Para castigarlas, se las obligaba a pasarse horas enteras arrodilladas, algunas con la cara vuelta al sol abrasador, otras con piedras sobre la cabeza, y a veces llevando un ladrillo en cada mano. Estas pobres criaturas no eran más que hueso y pellejos, y estaban sucias, muertas de hambre, llenas de andrajos y descalzas. Ofrecían un espectáculo lastimoso.
De cuando en cuando oía sus conversaciones. Hablaban, lo mismo que nosotras, de las cosas que integraban nuestra existencia diaria en el campo: muerte, ejecuciones en la horca y crematorios. Conservaban serenamente y con puntos de vista objetivos, es decir, con el realismo con que otras niñas de su edad podrían hablar de juegos o tareas escolares.
Todavía me acuerdo de aquellas llamadas a filas. ¿Qué razón podía haber para ellas? ¿Por qué se preocupaban tanto por aquellas formaciones los administradores del campo?
Su objetivo era indudablemente minar la moral de las prisioneras; pero al mismo tiempo, al tenernos así en el barro, bajo el frío o el calor, precipitaban el trabajo de exterminio que era el verdadero objetivo del campo de concentración.
Las «selecciones» se hacían generalmente en aquellas paradas. Asistían a ellas las mujeres de las
SS
, Hasse e Irma Grese,
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o el doctor Mengele,
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el doctor Klein y otros jefes nazis. Cada vez, escogían cierto número de internas, indudablemente con el fin de un posible «traslado».
Antes de conocerlos, ya había oído yo hablar a las internas más antiguas de que el doctor Mengele e Irma Grese eran los amos del campo y que ambos eran bien parecidos. Pero, a pesar de todo, me quedé verdaderamente sorprendida al ver lo bellos y atractivos que eran.
Sin embargo, había cierta ferocidad en los ojos de Mengele, que inspiraba poca confianza. Durante las selecciones nunca decía una palabra. Se limitaba a quedarse sentado, silbando entre dientes y señalando con el pulgar bien a la derecha bien a la izquierda, con lo cual indicaba a qué grupo tenían que incorporarse las seleccionadas. Aunque sus decisiones significaban la liquidación y el exterminio, tenía el aire de indiferencia jovial y festiva de un hombre frívolo.
Cuando clavé los ojos en Irma Grese, me pareció que una mujer tan hermosa no podía ser cruel. Porque, verdaderamente, era un «ángel» de ojos azules y cabellera rubia. De cuando en cuando, se llevaban a algunas prisioneras a las fábricas de industrias de guerra, pero generalmente las seleccionaban sólo para las cámaras de gas. Cada vez retiraban de veinte a cuarenta personas por barraca. Cuando la selección se verificaba en la totalidad del campo, eran enviados a la muerte de quinientos a seiscientos seres humanos.
Las elegidas eran inmediatamente rodeadas por
Stubendiensts
, quienes tenían la obligación, bajo pena de crueles castigos si no lo impedían, de evitar que se escapase nadie. Los hombres y mujeres condenados a muerte eran llevados hacia la entrada principal. Allí los esperaba un camión para trasladarlos a las cámaras de gas. Cuando el cupo de la muerte estaba completo, los mandaban a barracas especiales o a los lavabos, donde esperaban horas enteras, y a veces días, a que les llegase el turno de perecer en la cámara de gas. Todo se llevaba a cabo con exactitud y sin el menor indicio de compasión por parte de nuestros amos.
Además de las formaciones, había lo que se llamaban «
Zahlappels
», que se realizaban dentro de la barraca. De repente, el edificio quedaba aislado, y el médico jefe de las
SS
, asistido por una doctora que estaba a cargo de las deportadas, y que ella misma era una internada, se presentaban allí y procedían a efectuar selecciones adicionales.
Se mandaba a las mujeres que se despojasen completamente de sus andrajos. Luego, con los brazos en alto, desfilaban ante el doctor Mengele. No puedo imaginarme qué era lo que le podía interesar en aquellas figuras demacradas. Pero él escogía a sus víctimas. Se las hacía subir a un camión y eran llevadas a otra parte, completamente desnudas como estaban. Todas las veces resultaba este espectáculo tan trágico como humillante. Constituía una humillación no sólo para las pobres sacrificadas, sino para toda la humanidad. Porque aquellos seres desgraciados que eran conducidos al matadero seguían siendo personas humanas… como usted y como yo.
El campamento
C
uando se terminaba la revista, podíamos regresar a nuestras
koias
o irnos a los retretes. Me aproveché de aquella relativa libertad para hacer unas cuantas «excursiones» y enterarme de la organización de aquella vasta sección de la cárcel.
El campamento estaba dividido por la «
Lagerstrasse
», que era la avenida principal y tenía unos quinientos metros de largo, flanqueaba a ambos lados por diecisiete barracas, con los números pares a la izquierda y los impares a la derecha. Como antes indiqué, estos edificios habían sido construidos originalmente para establos. Ahora uno estaba dedicado a retrete y otro a lavabos. La barraca nº 1 era el depósito de los alimentos. La nº 2 se destinaba a la administración. Aquí estaba la «
Schreibstube
», oficina en que trabajaban unas diez internas. Allí también se hallaba la casa de la «
Lageralteste
», la soberana sin corona del campo. El título hacía referencia a la mujer que llevaba allí más tiempo, aunque, a decir verdad, no era la «decana» de las deportadas.
En realidad, la
Lageralteste
era una joven maestra de una pequeña ciudad checa. Los alemanes la habían elegido para desempeñar aquel cargo, con lo cual le confirieron la autoridad más alta sobre las internas. La única restricción que había para su libertad era que no se le permitía transponer las alambradas del campo. Por lo demás, reinaba como dueña y señora absoluta de las 30 000 mujeres del campo, y sólo era responsable ante los alemanes. Jamás hubiera podido soñar con tanta autoridad en su ciudad natal.
La corte de la
Lageralteste
estaba compuesta por la «
Lagerkapo
», jefa adjunta del campo; por la «
Rapportschreiber
», jefa de la oficina; y por la «
Arbeitdients
», jefa de servicios. Cada una de estas dignatarias tenía su habitación independiente, que, aunque no elegante, era un paraíso comparado con las inmundas covachas en que vivían las deportadas corrientes. También las
Blocovas
tenían sus pequeños cuartos, arreglados personal y coquetamente, y muchas veces amueblados con divanes y cojines. A cambio de los distintos servicios que proporcionaban a los alemanes, se permitía a las directoras escoger a sus auxiliares de entre las deportadas.
Muchas veces se producían situaciones irónicas. Una
Blocova
que antes fuera criada corriente, escogió para servidumbre personal suya a su antigua ama. Ésta le tenía que limpiar los zapatos y remendar los rasgones.
En nuestra barraca reinaba una jerarquía de rango inferior. La
Blocova
estaba en la cumbre. La asistía su «
Vertreterin
», o representante; y su «
Schreiberin
» o secretaria, cuya tarea concreta consistía en redactar las llamadas a filas y los informes. Además, la ayudaban en el cometido de sus funciones la doctora, cuyas funciones eran totalmente ilusorias, puesto que no había medicinas, y las enfermeras y «
Stubendienst
», en número de seis a ocho.
También se escogían entre las prisioneras las policías femeninas del campo. Llevaban vestidos de mezclilla azul. Su misión principal consistía en hacer retirar a cuantos se acercaban demasiado a las alambradas para hablar con las internas, o para cualquier otra cosa. Cuando llovía, se arrebujaban en mantas, que les daban apariencias espectrales, sobre todo de noche. También teníamos unas cuantas bomberas, basureras y recogedoras de cadáveres.