Llegaban a manos de Jaime revistas extranjeras, que venían con los inmigrantes fugitivos de Francia. En una de ella leyó que el casino de Niza iba a ser demolido, y que en los cincuenta años de su existencia se registraron diez mil suicidios de jugadores dentro del propio casino, y tres mil en el mar. El diez por ciento, mujeres. Facundo, siempre alegre, se encalabrinó. «¡Con lo hermosa que es la vida, hay que ver!».
El ex alférez Montero, Ricardo de nombre, tenía tratos con Jaime para comprarle libros que faltaban en la Biblioteca Municipal, de la que continuaba siendo el director. Estaba tan eufórico a raíz de su idilio con Gracia Andújar, la hija del doctor, que parecía haber superado para siempre sus depresiones anteriores, debidas a la cantidad de condenados a muerte a los que, en el cementerio de Gerona, había tenido que rematar con el tiro de gracia. Dicha euforia le llevó a leer también en la biblioteca, a escondidas, libros de aventuras, cuanto más ingenuas mejor. Se tragó todo Julio Verne y todo Walter Scott. Tales lecturas lo transportaban a mundos imaginarios, lo mismo que jugar al póquer en el casino, donde a veces coincidía con el capitán Sánchez Bravo, con quien nadie podía competir.
—¿Por qué no se lleva usted novelas de amor? —le preguntaba Jaime.
—El amor no es para leerlo. Es para practicarlo… —y al decir eso el muchacho se acordaba de las muchas veces que, destrozado, arrastrando los pies, había ido a casa de la Andaluza, pecando precisamente con la hermosa Remedios, mucho antes de que pudiera hacerlo Jaime.
Existía, posiblemente, una dificultad. Ricardo Montero tenía un tic que consistía en pestañear incesantemente, resaca de lo mucho que había sufrido. «¿Por qué haces eso?», le preguntaba Gracia Andújar. «Pues, no lo sé…», contestaba él. En cambio, el doctor Andújar lo sabía. Era una contraseña del sistema nervioso. El doctor estaba más que alarmado con el noviazgo de su hija. Experto en su profesión, hubiera podido jurar que Ricardo Montero había superado sus estados anímicos sólo provisionalmente. «Tendrá depresiones intermitentes, algunas muy graves —le decía a su mujer—. Lo que hizo lo marcó para siempre. Una vez le hablé del cementerio de Gerona, así de pasada, y el muchacho se quedó pálido como un cadáver».
En otras palabras, el doctor Andújar se propuso poner cuantos obstáculos tuviera a su alcance para que su hija no uniera su vida a aquel hombre enfermo, otra inerte víctima de la posguerra. Por descontado, debía obrar con mucho tino, para que Gracia Andújar no se enamorara todavía más. El doctor conocía la tesis de la unión de los contrarios. «Dejemos que pase el tiempo, y esperemos la ocasión».
Era curioso que la postura, decisión incluso, del doctor, coincidiera en este asunto con la actitud de Marta, la gran amiga de Gracia Andújar. Pudiera decirse que Marta, últimamente, se había convertido en casamentera… No sólo influyó para que Chelo Rosselló se casara con Jorge de Batlle, sino que ahora andaba buscándole pareja a su hermano, José Luis, teniente jurídico militar, puesto que éste había roto sus relaciones con María Victoria, la cual se fue a Rusia donde, tal vez aupada por el frenesí de las batallas, se había comprometido con el capitán Arias. Diversas circunstancias iban en favor del proyecto de Marta, otras eran contrarias a él. Marta tenía a su favor que ella quería quedarse en Gerona, donde había volcado toda su alma en la Sección Femenina, con resultados tan satisfactorios que el camarada Montaraz le colocó una medalla en el pecho, al tiempo que le decía: «Tu labor ha sido ejemplar». A más de esto, en Gerona estaba enterrado su padre, el comandante Martínez de Soria. Circunstancias desfavorables eran su ruptura con Ignacio —ambos coincidían por las calles cada dos por tres—, y que su madre le dijera insistentemente, con su eterno tono de tristeza: «¿Qué hacemos aquí? Deberíamos tomar el portante e irnos todos a nuestra tierra natal, Valladolid».
Así las cosas, el árbitro de la cuestión era el propio José Luis, quien parecía mostrarse indiferente en medio de ambos proyectos, y que había encajado muy bien las calabazas que acababa de darle María Victoria. Marta razonaba para sí: «Si mi hermano se enamorase de una muchacha de Gerona, todo arreglado y mi madre no tendría más remedio que resignarse primero y alegrarse después, cuando brotaran a su lado un par de nietecitos».
Pero había algo más. Marta, en el interior de su cacumen, había colocado incluso un nombre preciso en su endiablado proyecto: precisamente Gracia Andújar. Ideal. Nunca creyó que lo suyo con Ricardo Montero terminara en el altar. Conocía bien al ex alférez. Era un hombre tarado, peligroso incluso para sí mismo, como les ocurría a tantos combatientes cuando tenían sobre su conciencia problemas de muerte. «Gracia Andújar ha nacido como las gacelas, para ser feliz, y no para tener en el hogar un consultorio psiquiátrico».
De modo sorprendente, pues, el doctor Andújar tenía una aliada: Marta. Sólo el destino —y tal vez Julio Verne, y tal vez Walter Scott— sabían en qué pararían a la postre sus elucubraciones.
* * *
Entre las amigas de Marta, además de sus colaboradoras en la Sección Femenina: Chelo Rosselló, Gracia Andújar, la camarada Pascual, etcétera, cabía contar a Eva, la muchacha alemana que Moncho se trajo cuando éste, tomando la decisión que le apuntara a Ignacio, llegó a Gerona dispuesto a instalarse en la ciudad. Moncho no actuó por impulso, sino después de un largo tiempo de pesar el pro y el contra. No quería sorpresas, como las que a menudo daban los análisis de laboratorio. Antes se aseguró de que sería el analista de la clínica del doctor Chaos, y también del doctor Andújar. En definitiva, y dados su temperamento y preparación, podía apostarse que pronto había de ser, salvo imprevistos, el analista de más renombre en la ciudad.
Ignacio había pegado un salto de alegría y se acordó de uno de los párrafos que Moncho le dedicó a raíz de su estancia en Gerona: «Sí, soy analista. Mi idea es estudiar bichitos en el microscopio. Ahí dentro se esconde la verdad. Hay personas que por la calle parecen atletas; analizas su orina y su sangre y piensas: dentro de seis meses, la muerte. Los analistas somos la policía secreta de los demás».
Su mujer, Eva —Matías comentó: «No entiendo que digáis su mujer, puesto que es su amante, contra lo que no tengo nada que objetar»—, se ganó a todo el mundo en poco tiempo. Era judía, lo que añadía un picante a su condición, especialmente, por ejemplo, para Manolo y Esther. Se instalaron en un piso de la calle de Ciudadanos, vecino al hotel del Centro, donde seguían hospedándose el cónsul británico míster Edward Collins y el cónsul alemán Paul Günther. Eva era una mujer culta. Estudió química —lo que constituía un refuerzo para la labor de Moncho—, hasta que los bandazos de la política en su país, Alemania, la llevaron, sola, sin sus padres, a Barcelona. Sus padres habían desaparecido en una
razzia
efectuada por las SS y no consiguió saber nada de ellos, temiendo siempre lo peor. Al igual que otros tantos judíos, el único refugio que se puso a su alcance fue España. Y en España encontró a Moncho, y ahora vivía con él cerca del río Oñar y a la sombra de sus dos hermosos campanarios. Eva y Moncho se querían mucho y ella aprendía día a día el idioma castellano, con tesón admirable. Aunque Moncho le decía: «No pierdas nunca tu acento alemán, que te añade mucho encanto».
Marta congenió con Eva, a condición, naturalmente, de no hablar de la guerra. Porque Marta deseaba la victoria de Alemania y Moncho y Eva lo contrario. Marta estaba a favor de las teorías de Hitler, con algunos matices; en cambio Eva, que no era como las muchachas nazis que visitaron Gerona y que se tomaron tanto jugo de limón, sino de aspecto débil y asustadizo, estaba en contra de Hitler y de todo lo que éste predicaba en
Mi lucha
. Moncho y Eva, cuando Marta no estaba presente, protestaban de la ayuda que España prestaba a Alemania. Hitler tenía permiso para el abastecimiento de los submarinos alemanes en el puerto de Vigo; los aviones meteorológicos alemanes podían volar con distintivos españoles y la estación de radio de
La Corana
trabajaba para la Luftwafe; se creaban cátedras de alemán en las universidades españolas; se organizaban exposiciones del libro alemán, una de ellas en Gerona, en el feudo de Ricardo Montero; en diversas fábricas españolas se producían cartuchos, motores, piezas de artillería, uniformes, paracaídas para el Reich; bases para la aviación en Badajoz, Vigo, Sevilla, Vascongadas y Galicia; etcétera. Todo ello pese a que, según míster Collins, el plan de Alemania era convertir España en un país agrícola, en una colonia agrícola y minera de la Alemania poderosa e industrial.
Marta, que por supuesto estaba enterada de todo esto, le preguntaba al camarada Montaraz si ello era cierto. Y el camarada Montaraz le contestaba que sí, y que había mucho más. En las islas Canarias, que eran un punto estratégico de suma importancia, en los edificios de la compañía alemana
Bloom und Voss
se almacenaban piezas de recambio para los submarinos. «¿Te das cuenta, Marta? Los submarinos alemanes, en esta guerra, cumplen una misión de primer orden. Pues bien, en Tenerife existe un arsenal secreto y las tripulaciones se reponen en tierra, mientras los oficiales son invitados por familiares falangistas».
A cambio de esto, las reivindicaciones españolas eran Gibraltar, el Marruecos francés, la parte de Argelia colonizada y habitada por españoles y las colonias situadas en el golfo de Guinea.
Eva no comprendía que Inglaterra, que de sobra debía estar enterada de lo que ocurría, concediera a Franco un enorme crédito de libras esterlinas para la compra de víveres y de materias primas. Manolo la sacó de dudas. Manolo sabía de buena tinta que unas semanas antes, en febrero, los Estados Unidos habían dirigido una verdadera acusación contra Franco, pero que éste no ignoraba tampoco que Churchill era hostil a toda intervención. Más aún, el «miope» Churchill había presionado a Washington para que renovara el envío de petróleo a España, al tiempo que Gran Bretaña se disponía a importar de España productos agrícolas. Por si algo faltara, Moscú había hecho saber que «no le interesaba por el momento la península Ibérica, sino más bien un ataque a fondo de los aliados contra el Reich en su fortaleza del Atlántico».
Marta, cogida entre dos fuegos, estaba por otra parte convencida de ejercer una gran labor, aunque esto la obligase a dejar demasiado sola a su madre. ¿Soltera? Tal vez sí. La Sección Femenina exigía darlo todo. No eran feministas y colaboraban con los hombres. «La Unificación no nos gustó —decía Marta—, pero comprendimos que había que unirse para ganar la guerra». «Se nos ataca diciendo que sólo enseñamos a coser y cocinar. No es cierto. En los ambientes rurales, a través de la camarada Pascual, de Olot, enseñamos a cuidar de la familia, a luchar contra el analfabetismo y la mortalidad infantil. Antes de la Sección Femenina estaba mal visto hacer gimnasia… Ahora se enseña ballet. ¡Y los albergues! Las chicas se sienten por primera vez independientes». Por lo demás, Marta decía: «Yo no sé siquiera freír un huevo».
* * *
En casa de «La Voz de Alerta» había euforia. Se confirmó que Carlota estaba encinta, pero no sabían si sería niño o niña. Alguien les dijo que precisamente los ginecólogos rusos habían encontrado el sistema para detectar esto en el vientre de la madre. Supusieron que era un bulo propagado por algún «rojo».
«La Voz de Alerta» continuaba compartiendo a menudo el rancho con los ancianos del asilo y éstos continuaban gritando: «¡Viva el señor alcalde!». Este tipo de halago crispaba al profesor Civil.
—¿Por qué ese paternalismo? Al fin y al cabo, usted cumple con su misión.
—¿Qué puedo hacer yo? —replicaba el alcalde—. Yo no les he dado ninguna orden…
—Ya lo sé. Pero es la costumbre. En los regímenes totalitarios, y perdone la franqueza, lo más normal pasa a ser una bendición. También a mí, en Auxilio Social, a menudo me dan las gracias. ¡La gente se muere de hambre y da las gracias! ¿Quiere que le cuente cuál es el menú de hoy?
«La Voz de Alerta», como siempre, se limpiaba con gamuza los cristales de sus gafas de montura de oro.
—No es necesario. Me lo supongo… —contestó con rapidez.
—¡Qué va usted a suponer! —el profesor Civil puso más énfasis en cada palabra—. Un poco de bacalao de penca de cola, garbanzos remojados y un minúsculo pedacito de membrillo… Ésta es la comida fuerte del día, a la que hay que añadir un trozo de pan amarillento, duro como la piedra y que sabe a demonios.
«La Voz de Alerta» se tocó la nariz con los dedos en pinza.
—Profesor Civil, le agradezco sus informes, pero le repito que me los sé de memoria. Lea usted mañana
Amanecer
, mi columna «Ventana al mundo», y comprobará que me ocupo de la cuestión.
Al día siguiente no apareció nada en
Amanecer
. Y es que «La Voz de Alerta» tenía ahora un censor más tiránico que Mateo: el camarada Montaraz. Ninguna noticia negativa, ninguna sugerencia que pudiera interpretarse como un fallo del sistema.
—¿Puedo saber por qué no se puede hablar del bacalao de penca de cola? —protestó el alcalde.
—Porque esto acabará pronto… No hay que alarmar a la población. Además, este año se esperan cosechas como las mejores del siglo. Y el subsuelo español, el eterno abandonado, empieza a soltar las innumerables riquezas que lleva dentro. ¡Pronto te enterarás!
«La Voz de Alerta» movió la cabeza. En este sentido, su interlocutor —magníficos dientes de oro— era un frontón. El alcalde lamentaba que el camarada Montaraz no fuera también monárquico, pero, a pesar de todo, congeniaban. «La Voz de Alerta» estaba contento con la campaña pro-higiénica que había organizado el gobernador, quien había decretado, ¡ante la satisfacción de Marcos!, doblar el número de urinarios públicos de la ciudad y remozar los ya existentes. Los había, empezando por los de los cines, que parecían cloacas. Barrió todas las paredes con pintura de calidad y publicó un bando amenazando con copiosas multas a quienes las ensuciasen. «La Voz de Alerta», que continuaba sacando motes a todo el mundo, llamó al gobernador
la Escoba
, lo que gustó mucho al patrón del
Cocodrilo
.
«La Voz de Alerta» seguía en contacto con don Anselmo Ichaso, quien, sorprendentemente, jugaba ahora sin equívoco posible la carta de don Juan como heredero de la Corona. «La Voz de Alerta» se unió a este proyecto, pues la vuelta al tradicionalismo le parecía una utopía. Don Juan era mucho don Juan. Culto, vital y valiente.