Los Hijos de Anansi (37 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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—Pues, Anansi ganó los cuentos... ¿Los ganó, sin más? No. Se los ganó a pulso. Se los arrebató al Tigre, y se aseguró de que el Tigre no pudiera volver a pisar el mundo real. No en persona. Los cuentos que la gente contaba se convirtieron en cuentos de Anansi. Esto debió de ser hace diez o quince mil años. Pues bien, en los cuentos de Anansi había ingenio, bromas y sabiduría. La gente, en cualquier rincón del mundo, no pensaba sólo en cazar y ser cazados. En ese momento empezaron a pensar para encontrar el modo de resolver sus problemas; aunque, a veces, se ponían a pensar y sólo conseguían complicarlos más. Aún necesitaban llenarse la barriga, pero ahora intentaban encontrar el modo de hacerlo sin tener que trabajar: en ese momento fue cuando la gente empezó a usar la cabeza. Algunos creen que las primeras herramientas fueron las armas, pero es justo al revés. En primer lugar, la gente es la que interpreta para qué puede servir determinada herramienta. La muleta fue siempre antes que la cachiporra. Porque entonces la gente contaba cuentos de Anansi, y empezaba a pensar en cómo conseguir un beso, o cómo conseguir algo a cambio de nada siendo más listo o más gracioso que otro. Y entonces fue cuando se empezó a construir el mundo.

—No es más que un cuento de hadas —dijo Maeve—. Fueron los hombres quienes se inventaron los cuentos.

—¿Cree que eso cambia las cosas? —le preguntó el anciano—. Puede que Anansi no sea más que el personaje de un cuento, inventado en algún lugar de África en el amanecer de los tiempos. Puede que un niño, con una mosca posada en la pierna, estuviera sentado un día en la arena, jugando con la tierra, y se inventara un cuento absurdo sobre un muñeco hecho de alquitrán. ¿Qué más da? La gente responde a los cuentos. Se los cuentan a sí mismos. Los cuentos se propagan a través de la gente que los cuenta, los cuentos cambian a quien los cuenta. Porque esos mismos que nunca habían pensado en nada que no fuera huir de los leones, o mantenerse alejados de los ríos para no ser devorados por los cocodrilos, esos mismos, decía, empezaron a soñar con un mundo completamente nuevo. Puede que el mundo fuera el mismo, pero estaba pintado de otro color. ¿Me sigue? El cuento no ha cambiado, es el mismo de siempre, lo que sí ha cambiado es el significado del cuento. Eso es lo que cambia.

—¿Me está usted diciendo que, antes de que los cuentos fueran de Anansi, el mundo era un lugar salvaje y malo?

—Sí. Exactamente.

Maeve se quedó asimilando aquello.

—Bueno —dijo en tono jovial—, entonces, es una suerte que los cuentos sean ahora de Anansi.

El anciano asintió.

—Y el Tigre, ¿no quiere recuperarlos? —le preguntó Maeve.

El viejo asintió.

—Lleva diez mil años queriendo recuperarlos.

—Pero no lo conseguirá, ¿verdad?

El anciano no respondió. Se quedó un momento con la mirada perdida. Luego, se encogió de hombros.

—Sería terrible que lo consiguiera.

—¿Y qué pasa con Anansi?

—Anansi está muerto —respondió el anciano—. Y un
duppy
ya no puede hacer gran cosa.

—Como
duppy
que soy —dijo Maeve—, me siento ofendida.

—Bueno —replicó el anciano—, los
duppies
no pueden tocar a los vivos, ¿recuerda?

Maeve se quedó pensando.

—Y, entonces, ¿qué es lo que sí puedo tocar? —le preguntó.

La expresión que cruzó momentáneamente su anciano rostro era, a un tiempo, astuta y maliciosa.

—Pues —dijo—, podrías tocarme a mí.

—Para su información —respondió ella en tono mordaz—, soy una mujer casada.

Aquello sólo le hizo sonreír aún más. Su sonrisa era tierna y amable, pero tan reconfortante como peligrosa.

—Como vulgarmente se dice, ese compromiso sólo es válido «hasta que la muerte nos separe».

Maeve no se dejó impresionar.

—La cuestión es —le explicó— que ahora eres una chica inmaterial. Puedes tocar cosas inmateriales. Como yo. Lo que quiero decir es que, si te apetece, podríamos ir a bailar. Conozco un sitio que está en esta misma calle, un poco más abajo. Nadie se fijará en que hay dos
duppies
en la pista de baile.

Maeve se lo pensó. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que fue a bailar.

—¿Es usted un buen bailarín? —le preguntó.

—Nadie se me ha quejado nunca —respondió él.

—Quiero encontrar a un hombre, está vivo y se llama Grahame Coats —le explicó—. ¿Podría usted ayudarme a encontrarlo?

—Puedo, en efecto, orientarte en la dirección correcta —dijo—. Y bien, ¿bailas?

Maeve esbozó una sonrisa.

—¿Me está usted invitando?

Las cadenas que habían mantenido cautivo a Araña se cayeron. El dolor, que había sido abrasador y continuo como un fuerte dolor de muelas en todo el cuerpo, empezaba a remitir.

Araña dio un paso al frente.

Delante de él había una especie de raja en el cielo, y caminó hacia ella.

Veía una isla un poco más adelante. Y, en el centro de la isla, una montaña. Veía un cielo muy azul, palmeras que se mecían con la brisa y una blanca gaviota en lo alto del cielo. Pero el mundo parecía alejarse. Era como si lo estuviera mirando por un telescopio puesto del revés. Se encogía y se le escapaba de las manos y, cuanto más corría hacia él, más parecía alejarse.

La isla era un reflejo en un charco de agua y, un momento después, ya no estaba ahí.

Araña estaba dentro de una cueva. Los bordes de las cosas eran cortantes y afilados, más cortantes y más afilados que en ningún otro sitio que él hubiera conocido. Aquel lugar era diferente de todos los demás.

Ella estaba de pie, a la entrada de la cueva, entre Araña y el exterior. La conocía. Era la misma que le había mirado cara a cara en aquel restaurante griego, en el sur de Londres, y de cuya boca habían salido todos aquellos pájaros.

—Tengo que decir —le dijo Araña— que tienes una extraña idea de lo que es la hospitalidad. Si tú vinieras a verme a mi casa, te prepararía una buena cena, abriría una botella de vino, pondría música suave y me encargaría de hacerte pasar una velada inolvidable.

La mujer se quedó impasible; su rostro parecía tallado en negro granito. El viento hacía ondear los faldones de su vieja gabardina marrón. Entonces, la mujer habló, su voz sonaba distante y solitaria, como el chillido de una gaviota lejana.

—Te atrapé —dijo—. Ahora, tú le llamarás.

—¿Llamar? ¿Llamar a quién?

—Gemirás —dijo ella—. Llorarás a gritos. Tu miedo le inquietará.

—Araña no gime —respondió. No estaba muy seguro de que eso fuera verdad.

Le miró fijamente a los ojos con sus brillantes ojos negros como esquirlas de obsidiana. Eran como dos agujeros negros, no expresaban nada, no revelaban nada de lo que pudiera estar pasando por su cabeza.

—Si me matas —le dijo Araña—, haré caer sobre ti una maldición.

No estaba muy seguro de tener el poder de lanzar maldiciones. Aunque era probable que sí; y sí no, estaba seguro de poder, al menos, fingir que lo tenía.

—No seré yo quien te mate —le respondió.

La mujer levantó una mano, pero no era una mano, era la garra de una rapaz. Le pasó la garra por la cara y el pecho, clavándola cruelmente en su carne, desgarrando su piel.

No le dolía, pero Araña sabía que el dolor no tardaría en aparecer.

Gotas de sangre tiñeron su pecho de rojo y rodaron por su cara. Le dolían los ojos. Notó que la sangre llegaba a sus labios. Sentía su sabor y su olor ferruginoso.

—Y ahora —dijo con aquella voz de aves distantes—, ahora es cuando empieza tu muerte.

—Los dos somos seres razonables —dijo Araña—. Deja que te plantee una alternativa que podría resultar más práctica y, a la vez, beneficiosa para ambos.

Mientras hablaba, Araña sonreía con naturalidad, y sus palabras sonaban muy convincentes.

—Hablas demasiado —replicó ella, y negó con la cabeza—. Se acabó la charla.

Se metió las afiladas garras en la boca y se arrancó la lengua de un tirón.

—Ya está —dijo. Y al parecer, se apiadó de Araña, porque acarició su rostro casi con ternura. Luego, le ordenó—: duerme.

Y Araña se durmió.

La madre de Rosie acababa de salir del baño. Reapareció con aire más fresco y descansado, estaba resplandeciente.

—Antes de acercarlas a Williamstown, ¿permiten que les enseñe mi casa? —les preguntó Grahame Coats.

—La verdad es que deberíamos regresar al barco ya, pero, de todos modos, se lo agradezco —respondió Rosie, que no había sido capaz de convencerse a sí misma de que le apetecía darse un baño en casa de Grahame Coats.

Su madre echó un vistazo al reloj.

—Aún disponemos de noventa minutos —dijo—. No tardaremos más de quince en llegar al puerto. No seas descortés, Rosie. Nos encantaría ver su casa.

Así pues, Grahame Coats les enseñó la sala de estar, el estudio, la biblioteca, la sala de televisión, el comedor, la cocina y la piscina. Abrió una puerta que había debajo de la escalera de la cocina —parecía la puerta de un escobero o algo similar— y bajó con sus invitadas por la escalera de madera hasta la bodega, que estaba excavada en la roca. Les mostró sus vinos, la mayor parte de los cuales ya estaban ahí cuando compró la casa. Las condujo hasta el fondo de la bodega y les enseñó una cámara que, en tiempos, cuando no existían las neveras, había sido una fresquera para conservar la carne, pero que estaba en desuso. Siempre hacía frío en aquella cámara; del techo colgaban gruesas cadenas que acababan en un garfio del que se colgaban en aquellos tiempos reses enteras abiertas en canal. Grahame Coats sujetó amablemente la pesada puerta de hierro macizo para que sus invitadas pudieran entrar a echar un vistazo.

—Vaya —dijo, con voz amable—. Ahora caigo en que el interruptor de la luz está a la entrada de la bodega. Discúlpenme un segundo.

Y, entonces, cerró la puerta, dejando a las dos mujeres dentro de la cámara, y echó los cerrojos.

Cogió una botella polvorienta de un Chablis Premier Cru de 1995.

Subió la escalera con paso decidido e informó a sus tres empleados de que podían tomarse toda la semana libre.

Cuando subía por la escalera para ir a su estudio, le pareció oír un mudo ruido de pasos detrás de él, pero al darse la vuelta no vio a nadie. Por extraño que pueda parecer, aquello le tranquilizó. Cogió un sacacorchos, abrió la botella y se sirvió una copa de vino blanco. Lo probó y, aunque nunca había sido muy aficionado al vino tinto, descubrió que, en ese preciso instante, le apetecía un vino más rico en aromas y más oscuro. «Debería tener —pensó— el color de la sangre.»

Al terminar su segunda copa de Chablis, se dio cuenta de que había estado culpando de su incómoda situación a la persona equivocada. Maeve Livingstone, ahora lo comprendía, no era más que una pobre idiota. No, el verdadero culpable, obvia e indiscutiblemente, era Gordo Charlie. Si él no se hubiera entrometido, si no hubiera violado la privacidad de sus archivos informáticos, Grahame Coats no estaría allí, exiliado, como un rubio Napoleón en una paradisíaca y soleada Elba. No se vería en el brete de tener que encerrar a aquellas dos mujeres en la fresquera. «Si Gordo Charlie estuviera aquí —pensó—, le arrancaría la garganta con mis propios dientes», y aquel pensamiento, aun excitándole, le impresionó.

Anocheció, y Grahame Coats contempló desde su ventana el
Squeak Attack
, que pasaba frente á su casa rumbo a la puesta de sol. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en descubrir que habían perdido a dos de sus pasajeras. Hasta le dijo adiós con la mano.

Capítulo Duodécimo

En el que Gordo Charlie hace varias cosas por primera vez

En el hotel Dolphin había un conserje. Era un hombre joven, con gafas, y estaba leyendo una novela de bolsillo con una pistola y una rosa en la cubierta.

—Estoy tratando de localizar a una persona —le dijo Gordo Charlie—, aquí, en la isla.

—¿A quién?

—A una señora que se llama Callyanne Higgler. Viene de Florida. Es una vieja amiga de la familia.

El joven cerró su libro con aire pensativo y, a continuación, miró a Gordo Charle con los párpados entornados. En las novelas de bolsillo, cuando alguien hace ese gesto, es que algo malo está a punto de ocurrir; pero en el mundo real, simplemente parecía que estaba muerto de sueño y luchaba por mantener los ojos abiertos.

—¿Es usted el tipo que vino con una lima? —le preguntó.

—¿Qué?

—¿El de la lima?

—Sí, supongo que sí.

—¿Puedo verla?

—¿La lima?

El conserje asintió, muy serio.

—No, no puedes. Me la he dejado en la habitación.

—Pero usted dijo que era el tipo de la lima.

—¿Puedes ayudarme a encontrar a la señora Higgler? ¿Hay algún Higgler en la isla? ¿Tienes por ahí un listín telefónico? Creí que habría uno en mi habitación.

—Ese apellido es bastante común aquí, ¿sabe? —le dijo el conserje—. El listín no le va a servir de mucho.

—¿Cómo de común?

—Pues —replicó el conserje—, vamos a ver. Yo me llamo Benjamin Higgler. ¿Y ve usted a aquella chica de allí, la de recepción? Se llama Amerila Higgler.

—Oh. Genial. La isla está llena de Higglers. Pues qué bien.

—Y esa señora, ¿ha venido por el festival de música?

—¿Qué?

—Dura toda la semana. —Le dio un folleto a Gordo Charlie en el que se informaba de que Willie Nelson (cancelado) sería el encargado de abrir el Festival de Música de Saint Andrews.

—¿Por qué ha cancelado su actuación?

—Por lo mismo que Garth Brooks. Básicamente, nadie les avisó.

—No creo que haya venido por el festival de música. Tengo que encontrarla, se trata de algo muy importante. Tiene algo que me hace mucha falta. Dime una cosa, si estuvieras en mi lugar, ¿por dónde empezarías a buscar?

Benjamin Higgler sacó un mapa de la isla de un cajón.

—Estamos aquí, al sur de Williamstown... —comenzó, y señaló el lugar con un rotulador. A partir de ahí, se puso a trazar todo un plan de campaña para Gordo Charlie: dividió la isla en varios segmentos que podían ser fácilmente recorridos en bici en un solo día, y señaló con cruces todos los cafés y los bares. También dibujó circulitos para señalar todos los puntos de interés turístico.

A continuación, le alquiló una bici a Gordo Charlie.

Gordo Charlie cogió su bici y pedaleó en dirección al sur.

En Saint Andrews la información circulaba por canales que a Gordo Charlie —que, en cierto modo, creía que los cocoteros y los teléfonos móviles deberían ser mutuamente excluyentes— le sorprendieron sobremanera. Por lo visto, daba igual con quién hablara: viejos sentados a la sombra jugando a las damas; mujeres con pechos como melones y traseros del tamaño de una mesa camilla cuya risa parecía el canto de un ruiseñor; una circunspecta jovencita en la oficina de turismo; un rasta barbudo con un gorro de punto verde, rojo y amarillo y una especie de faldita corta de punto: todos le respondían lo mismo.

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