Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
—Sois gente mal nacida —dijo Lanzarote—. No es de caballeros lidiar tres contra uno. Por lo tanto, no os rendiréis a mi sino a este caballero solitario, y luego iréis en su nombre a la corte de Arturo y os entregaréis a la reina.
—Tú eres Lanzarote —exclamó el caballero solitario, alzándose la visera. Era Sir Kay, y entonces los dos se abrazaron y se besaron con alegría.
—Señor —dijo entonces uno de los caballeros derrotados—, no queremos rendirnos a Sir Kay cuando ya lo dábamos por vencido. Es un honor rendirse a Lanzarote, pero admitir que perdimos un combate contra Sir Kay nos convertiría en el hazmerreír de todos.
Lanzarote desenvainó la espada.
—Tenéis una opción —les dijo—. Rendíos a Sir Kay o disponeos a morir.
—Bueno, en ese caso, señor…
—En Pascua de Pentecostés —dijo Lanzarote— os presentaréis a Ginebra diciéndole que Sir Kay os envía en calidad de prisioneros.
Luego Lanzarote golpeó las puertas con el pomo de su espada, hasta que le abrieron. Y la anciana se asombró de verlo.
—Pensé que estabais acostado. ¿Cómo llegasteis aquí? —preguntó.
—Estaba en la cama, pero salté por la ventana para darle una mano a este viejo amigo mío. Y lo llevaré a descansar conmigo.
Una vez en el aposento, Sir Kay agradeció a su amigo que le hubiese salvado la vida.
—Desde que salí en tu busca, señor, libré una batalla tras otra.
—Qué extraño —dijo Lanzarote—. No encontré ningún oponente durante días.
—Bien, puede ocurrir que los mismos hombres que se romperían el cuello por quebrar lanzas conmigo sean capaces de romperse el cuello con tal de huir de Lanzarote. El emblema de tu escudo incita a cualquiera a recapacitar.
—No había pensado en ello —dijo Lanzarote.
—Amigo mío —dijo Sir Kay—, hay algo que quisiera comentarte, si me prometes no enojarte conmigo.
—¿Cómo podría enojarme contigo? —dijo Lanzarote—. Dime.
—Es algo que me concierne muy profundamente, señor. Desde que te alejaste del rey, ha desfilado un ejército de caballeros derrotados para rendirse a la gracia de la reina. Pronto llegarán a la corte todos los cautivos de las celdas de Tarquino.
—Es mi costumbre —dijo Lanzarote—. A la reina le complace que nobles caballeros se sometan a su arbitrio. ¿Qué tienes en contra de ello?
—Puede que sean nobles, señor, pero sin duda son famélicos. Caen como enjambres de langostas y saquean las alacenas del rey. Si por algo se distingue un caballero derrotado, es por tener más hambre que un vencedor.
—Es deleite del rey ser hospitalario, señor.
—Eso lo sé. Le gusta prodigar su generosidad… pero el senescal soy yo. Soy yo quien debe administrar esa generosidad y registrar cuanto se consume.
—El rey no es avaro.
—También lo sé. Nunca piensa en ello hasta que no queda ni un mendrugo en el depósito. Entonces me dice: «Kay, no sé adónde van a parar estas cosas. No hace una semana que matamos diez reses y pusimos en salmuera seis partidas de arenques. ¿Estás seguro de que llevas bien la cuenta? ¿Los criados de la cocina no nos estarán robando?». Luego le recuerdo cuántos nobles caballeros se sientan a su mesa, y él dice: «Si, sí…» y deja de escucharme, pero insiste: «Alguna vez tendré que revisar tus cuentas». Ya ves, señor, si tus aventuras continúan por mucho tiempo, tus nobles cautivos nos dejarán en la ruina. Después de rendirse a la reina, se instalan allí y se quedan semanas enteras.
Lanzarote se echó a reír.
—Pobre Kay —dijo—. Los problemas te acosan. ¿Quieres que pregunte a mis enemigos si están bien provistos antes de luchar con ellos?
—No te rías de mí —dijo Kay—. Todos se ríen de mi. Te digo, es algo muy serio. Tus cautivos son capaces de devorar media oveja de una sentada. Y la cerveza. La cerveza corre a raudales. Aunque, por favor, no le digas al rey que te lo mencioné. Se pondría furioso. Él no toma nota del dinero ni de las provisiones hasta que no queda nada, y después me echa la culpa. Kay debe ser mezquino para que el rey pueda ser generoso.
—No lo había pensado —dijo Lanzarote—. Pero no sé qué puedo hacer.
—No son sólo los caballeros —comentó amargamente Sir Kay—. Siempre traen escuderos y enanos y doncellas, todos muy voraces particularmente las doncellas. Puede que sean adorables criaturas, pura gracia y espíritu para ti, pero a mi entender son monstruos insaciables.
—Bien, durmámonos —dijo Lanzarote—. Prometo luchar sólo contra caballeros solitarios y bien alimentados.
—Ahora vuelves a burlarte de mi —dijo Kay—. No te imaginas hasta qué punto debo ingeniármelas. Nadie se acuerda del senescal. Te digo, antes de un festín de Pascua o de Pentecostés no tengo descanso. Nunca hay recompensa alguna, pero si algo falla… Oh, sólo ahí me tienen en cuenta. A veces preferiría ser un pinche de cocina.
—Bien, pero no lo eres, amigo mío. Eres mi querido, amable y concienzudo Sir Kay, el senescal más maravilloso que hubo jamás. Te has ganado un nombre para la posteridad merced a los vientres satisfechos de la corte. El mundo bien podría arreglárselas sin mi, pero sin ti no podría estar un solo día, Sir Kay.
—Sólo lo dices para complacerme, señor —dijo el senescal—. Pero, sabes, hay una pizca de verdad en lo que dices.
Entonces Lanzarote dejó de sonreír y en sus ojos brilló el asombro.
—¿Por qué estás triste, señor? —preguntó su amigo.
—Triste no… bueno, puede que si. Se trata de una pregunta. Puede que te parezca ofensiva.
—Conozco lo bastante a mi amigo como para estar seguro de que no se atrevería a ofenderme. ¿Cuál es la pregunta?
—Eres hermano de leche del rey.
Kay sonrió.
—Así es. Nos alimentamos del mismo pecho, nos acunaron juntos, compartimos nuestros juegos, juntos cazamos y aprendimos a guerrear. Yo creía que era mi hermano hasta que se reveló que era hijo del rey Uther.
—Si, lo sé. Y en los primeros años de turbulencia luchaste a su lado como un león. Tu nombre inspiraba terror en los enemigos del rey. Cuando los cinco reyes del norte emprendieron la guerra contra Arturo, mataste a dos de ellos con tus propias manos, y el mismo rey proclamó que tu nombre viviría para siempre.
Los ojos de Kay brillaban.
—Es verdad —dijo en voz baja.
—¿Qué pasó, Kay? ¿Qué pasó contigo? ¿Por qué se burlan de ti? ¿Cómo decayeron tus bríos y te hiciste tímido? ¿Puedes decírmelo? ¿Lo sabes?
Los ojos de Kay brillaban, pero era a causa de las lágrimas, no del orgullo.
—Creo que lo sé —dijo—, pero me pregunto si serias capaz de entenderlo.
—Cuéntame, amigo mío.
—Una piedra de granito capaz de quebrar un martillo por su dureza puede ser desgastada por la erosión de minúsculos granos de arena. Un corazón capaz de afrontar los golpes más adversos del destino puede ser erosionado por los pinchazos de los números, el acecho de los días, las sordas traiciones de la pequeñez, de la importante pequeñez. A los hombres podía combatirlos, pero los ejércitos de cifras que avanzaban por la página me derrotaron. Piensa en el catorce, xiv, un pequeño dragón de cola ponzoñosa, o en el ciento ocho, cviii, un ariete minúsculo y destructivo. ¡Si no hubiera sido senescal! Para ti una fiesta es festiva…, para mi es un libro de hormigas voraces. Tantas ovejas, tanto pan, tantos odres de vino, ¿no nos olvidamos de la sal? ¿Dónde está el cuerno de unicornio para probar el vino del rey? Faltan dos cisnes. ¿Quién los robó? Para ti la guerra es un combate. Para mi son tantas varas de fresno para hacer lanzas, tantas astas de acero…, contar tiendas, cuchillos, arneses de cuero… contar… contar hogazas de pan. Dicen que los paganos inventaron un número que equivale a nada, a un no, que se escribe como una 0, una oquedad, un olvido. Podría coserme esa nada al pecho. Mira, ¿viste alguna vez a un hombre dedicado a los números que no se volviera bajo, mezquino, temeroso, con toda su grandeza carcomida por pequeñas cifras, así como las hormigas pueden comerse un dragón muy de a poco y dejar un hato de huesos? Los hombres pueden ser grandes y a la vez falibles…, pero los números no fallan nunca. Supongo que es su rectitud implacable, su infalible, sucia y mezquina rectitud lo que nos destruye… burlones y tenaces, nos roen con sus ínfimos dientes hasta que de un hombre no queda más que un picadillo de terrores, muy bien desmenuzados y condimentados con náusea. La herida mortal de un hombre de números es un dolor de vientre que carece de gloria.
—¡Entonces quema tus libros! Rompe tus cuentas y arrójalos al viento desde la torre más alta. Nada puede justificar la destrucción de un hombre.
—¡Ah! Entonces no habría festines; en la guerra no habría lanzas ni comida que posibilitaran la batalla.
—¿Entonces por qué se burlan de ti?
—Porque tengo miedo. Lo llamamos cautela, inteligencia, previsión, madurez mental, un sentido comercial conservador y eficaz… pero no es más que miedo, organizado e invencible. Empezando por las cosas pequeñas, le he tomado miedo a todo. Para un buen hombre de negocios, el riesgo es un pecado contra la sagrada lógica de los números. Para mí no hay esperanzas. Soy Sir Kay el Senescal y mi antigua gloria se ha derrumbado.
—Pobre amigo mío. No puedo comprenderte —dijo Lanzarote.
—Lo sabia. ¿Cómo podrías comprenderme? El escarabajo que vigila la muerte no está mordiéndote las tripas. Ahora déjame dormir. Ésa es mi oquedad, mi cero, mi nada.
Lanzarote permaneció junto al ventanal, contemplando a su amigo con una sonrisa. Cuando Kay comenzó a roncar, se levantó y sigilosamente se quitó la armadura y se puso la de Kay, y tomó el escudo de Kay y, bajando al patio, encontró y ensilló el caballo de Kay. Luego abrió las puertas sin hacer ruido, salió y se internó en la oscuridad.
Y a la mañana, cuando el senescal despertó y notó que faltaba su armadura, se inquietó por un instante, pero luego se echó a reír. «Hoy habrá algunos caballeros tristes —pensó—. Se apiñan como ratas por luchar contra Sir Kay. Pero con la armadura de Sir Lanzarote cabalgaré en paz, y los hombres, acuciados por el miedo, me rendirán pleitesía».
Lanzarote atravesó una comarca de hermosas campiñas salpicadas de flores amarillentas y entrecruzada de gratos arroyuelos donde las truchas brincaban para cazar moscas o bien nadaban en silencio al acecho de otras truchas.
Junto a un estanque de aguas claras había doncellas lavando ropa y extendiéndola en el prado para que el sol la blanqueara. Vieron pasar al caballero y lo saludaron agitando las vestiduras húmedas recién limpias. Una atrevida muchacha de doce años le trajo una copa de vino de uvas de Corinto y palmeó la grupa del caballo, esperando que le devolvieran la copa.
—Dicen que eres Sir Kay —le dijo.
—Así es, jovencita.
—Dicen que Lanzarote anda por aquí. —Es posible.
—¡Oh! ¿Lo conoces, señor? —Si.
—¿Es verdad, señor, que es alto como un pino y que sus ojos destilan llamas?
—No, eso no es verdad. Es sólo un hombre. En algunos aspectos, un hombre muy vulgar.
—¿Es tu amigo?
—Si, puede decirse que si.
—Entonces creo que no tienes derecho a decir lo que dijiste. —¿Qué dije?
—Dijiste que no es alto como un pino y que sus ojos no destilan llamas. Dijiste que era un hombre vulgar.
—En algunos aspectos.
—Si fueras su amigo no lo insultarías cuando no se encuentra aquí para defenderse. Pero tú eres Kay, al fin y al cabo. Quizá no sepas portarte de otro modo. ¡Devuélveme la copa!
—Gracias, jovencita.
—Si lo veo, le contaré a gritos lo que dijiste. Y te ensartará por el cuello con su lanza. Todos saben que es alto como un pino.
—Esos que veo por allá, ¿son pabellones, joven doncella?
—Sí. Pero si eres cauto no te acerques a ellos. Hay allí algunos caballeros que podrían darte un porrazo. Mejor que huyas antes que te vean.
—¿Crees que es lo más cauto? ¿Son tan buenos caballeros?
—Bueno, no son Lanzarotes, pero podrían tenderlo a Sir Kay como ropa limpia en la hierba. —¿Cómo se llaman?
—Sir Gawter, Sir Gilmere y Sir Raynold. Por aquí son famosos.
—Si no los provoco, quizá me dejen pasar.
—Oh, no se trata de provocarlos, señor. Permanecen a la espera para chocar lanzas con algún caballero que pase.
—¿Y si pasara Lanzarote?
—Bueno, en ese caso creo que buscarían ocupación en otra parte.
—Bien, supongo que debo correr el riesgo. ¿Si me derribaran, me socorrerías, joven doncella?
—Debo mis servicios a todo auténtico caballero tal como ellos me deben sus servicios a mi. Y tú me has hablado con palabras bellas y corteses. Me han dicho que Sir Kay es vano, pomposo y presumido. Pero tú eres un caballero humilde y gentil y todas esas historias son falsas. Cuando hayas caído, te ayudaré a desarmarte y a calmar tu dolor, tal como corresponde a una auténtica doncella.
—Gramercy —dijo el caballero—. Te agradezco. Eres una dama joven y cortés.
—Pese a lo mal que puedas manejar tus armas, corregiré toda habladuría que oiga sobre ti, señor, pues pareces un caballero bien hablado. —Y la doncella lo miró alejarse.
Lanzarote se volvió para saludarla con la mano y presenció un curioso espectáculo. La muchacha había enganchado los meñiques en las comisuras de la boca, estirándola a lo ancho; con los dedos mayores se alzaba la nariz contra la cara, mientras los indices proyectaban a los costados el rabillo de los ojos, cuyas miradas se cruzaban sobre el puente de la nariz. Además proyectaba la lengua fuera de la boca, agitándola hacia arriba y hacia abajo.
La mano de Lanzarote se detuvo en el aire.
La muchacha aflojó los brazos y con aire despreocupado volvió al estanque.
Lanzarote siguió su camino, pensando: «Debe haber algo que no entiendo en las jóvenes doncellas».
Y lo había. Al llegar al estanque, ella le dio la espalda, porque ese caballero le gustaba y no quería ver cómo lo herían.
Entretanto, Lanzarote pasó junto a tres pabellones de seda alzados cerca de un puente de madera que atravesaba un riacho angosto y profundo. Frente a los pabellones, tres escudos blancos pendían de tres lanzas, y tres caballeros retozaban perezosamente en la hierba, hasta que el ruido de cascos los puso en guardia.
—Oh, Dios es generoso —dijo Sir Gawter—. Miren quién viene…, el gran Sir Kay. El noble y valeroso Sir Kay. Hermanos, tiemblo y se me encoge el corazón, pues debo enfrentarlo aunque me embargue el miedo.