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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (44 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Caminaron durante otra semana por un paisaje cada vez más desolado y árido. El aire caliente resecaba la nariz y producía en su interior una costra dolorosa, los ojos irritados por la arena se hinchaban, la arena entraba en la boca a pesar del velo y chirriaba al masticar, el agua se tornaba turbia y maloliente en la jerba, pero, en compensación, cada día disfrutaban de la mudable belleza del desierto pálido a la luz del alba y rosado al atardecer, como una antorcha llameante, y las noches eran magníficas, cuando la luz se iba atenuando y el cielo viraba del azul intenso al negro, al tiempo que miríadas de estrellas horadaban la noche, iluminando las melancólicas dunas. Entonces, el aire se condensaba y olía a tierra, con un olor profundo y nutricio que Aixa aspiraba golosamente. Solía dar un paseo acompañada de Lucas, sin alejarse del campamento a más distancia de la que alcanza una voz, según la regla templaría.

Así atravesaron el Wadi al-Malik y se internaron en el yermo rojo. En esta devastada región han muerto muchos viajeros inexpertos porque la arena forma lagos y ríos que andan y sólo los nómadas y los guías expertos conocen su situación y su anchura y saben cómo esquivarlos o por dónde cruzarlos. No hay seres más endurecidos que estos hombres que se disputan el desierto con las serpientes y los escorpiones.

61

El sol estaba alto y ardía. El guía, inclinado sobre los restos de la hoguera extinta, acariciaba con sus dedos largos y morenos la capa de arena que cubría las cenizas.

—Nos llevan tres días de adelanto, cuatro a lo sumo —concluyó incorporándose.

—¿Cuatro días? ¿Cuánto tardaremos en alcanzarlos? —preguntó el alemán.

El guía sacudió la cabeza.

—No sé. Quizá dos semanas.

—¿No es demasiado tiempo?

—Sidi, en el desierto hay que tener paciencia. El arenal requiere paciencia y no perder la calma, no desesperar. Cuando eres impaciente, el arenal te agota las energías y te vence. Un error de orientación y puedes pasar a pocos metros de un pozo o morir de sed a unos minutos del agua. Los que dices que te robaron van a tardar un mes en cruzarlo. Hay tiempo de sobra para alcanzarlos si ésa es la voluntad de Dios,
Insh'allah.

—Pues comencemos ahora mismo —urgió Lotario, y tiró de las riendas al tiempo que gritaba la orden de levantarse.

El camello se desdobló y se incorporó con un suspiro casi humano; luego, instigado por la rienda, echó a andar pesadamente por el arenal infinito.

Los falsos peregrinos se detuvieron dos días a descansar en un oasis antes de internarse en la región de Merga que el guía, con miedo reverencial, denominaba ruta de la sed y del espanto. Al tercer día de penoso caminar por una arena ardiente que ocultaba rocas afiladas capaces de herir las fuertes pezuñas de los camellos, sobrevino una extraña quietud en el aire abrasador seguida de un ronco rumor que parecía proceder del páramo remoto, y crecía y decrecía, iba y venía en lentas oleadas como si latiese la tierra.

—Es el tambor de arena —murmuró el guía al tiempo que realizaba una serie de rápidos conjuros con los dedos untados en saliva.

—¿El tambor de arena?

—Sí. Los espíritus del desierto que le hablan a las estrellas —explicó—. Los genios infernales percuten gigantescos tambores en las grutas oscuras de los infiernos.

El zumbido fue creciendo tan sordo e intenso que los viajeros tenían que hablarse a gritos para entenderse, aunque sólo los separara la distancia de un brazo. Después perdió intensidad y fue distanciándose, hasta que cesó por completo.

Aquel día, a la caída de la tarde, avistaron un campamento nómada plantado a las orillas de un pozo. Eran apenas siete jaimas, tiendas grandes y bajas hechas con tiras cosidas de piel de cabra y un par de postes de madera. El guía se alegró.

—Hoy cenaremos decentemente gracias a la hospitalidad de Abdón el Grande.

Los templarios se miraron recelosos.

—¿No veis aquel rebaño de camellos? —preguntó el guía— Los viajeros miraron a donde señalaba, un punto algo alejado de las tiendas y descubrieron que lo que antes habían tornado por rocas era un rebaño de más de cien camellos en reposo—

Es de Abdón el Grande —prosiguió el guía—, un hombre poderoso por sus rebaños y estricto observador de las sagradas leyes de la hospitalidad.

Aquella noche durmieron sin el sobresalto de las piedras que crujen al enfriarse ni el miedo de que los pasos errabundos de un camello disimularan los de algún salteador asesino.

Después de recibir el agasajo de Abdón el Grande, los dos templarios salieron a pasear a la luz de la luna.

—¿Escuchas el desierto? —inquirió Vergino después de un silencio.

—Lo escucho.

—El guía teme sus sonidos pero yo sólo percibo la música de las esferas —dijo el anciano.

Beaufort lo miró.

—Hubo una edad de oro —prosiguió Vergino— en que el hombre vivía en paz consigo mismo y los astros, al girar en el firmamento, derramaban dulce música. Quizá no todo esté perdido, quizá todavía podamos recuperarla.

Y apretaba con su mano sarmentosa el zurrón donde llevaba los
tabotat.

62

—El agua se está acabando —observó preocupado Lotario de Voss mientras palpaba su jerba, en la que apenas quedaba una décima parte del contenido.

El guía le mostró su blanca sonrisa lobuna.

—No hay que apurarse, sidi. Mañana llegaremos a Djem.

—¿Qué es Djem?

—Es un pozo donde descansan las caravanas. Allí llenaremos la jerbas y abrevarán los camellos.

Anduvieron un rato en silencio, remontando la falda de una duna, y el guía aguardó a su cliente en la parte más alta antes de iniciar el descenso. Cuando Lotario lo alcanzó, jadeante, el guía extendió el brazo y le señaló un punto del horizonte.

—¿Ves aquellas dos montañas más altas que las otras, sidi? —Lotario asintió—. Pues entre ellas hay un paso que, a medio día de camino, desemboca en un valle pedregoso en cuyo centro hay un pozo que recoge el agua de los montes. También hay unas ruinas, un corral de tapias donde antiguamente descansaban las caravanas procedentes del país de los negros.

—¿Ya no hay caravanas?

—Ahora casi todas prefieren otro camino más seguro, a muchas jornadas de distancia. Cuando aquél esté infestado de bandidos las personas honradas volverán a preferir éste.

Cenaron frugalmente y se acostaron, envuelto cada cual en su capote. Cuando se restableció el silencio, los murmullos familiares se adueñaron de la noche: el fenec de largas orejas, los ratones, las musarañas a la caza de serpientes, la hiena cojitranca y maloliente que ríe a lo lejos.

En el duermevela que precede al sueño, Lotario percibió súbitamente la certeza de un peligro indefinido. Intentó despertar pero, como un nadador cansado que se deja abrazar por la corriente del río, no logró alcanzar la fresca ribera de la consciencia. Sumido en profundo sueño, su último pensamiento fue que quizá era víctima de algún encanto o de algún bebedizo.

Despertó con el sol en lo alto, sudando bajo el capote, la boca reseca y sedienta. Miró en torno, alarmado, sólo para constatar que el guía había desaparecido llevándose los dos camellos de refresco, la espada y el equipaje. Sólo le había dejado la jerba casi vacía que le servía de cabezal y un camello enfermo. Tenía agua para un día.

63

El zorro estaba comido de pulgas. Desde la cúspide de la duna, a la luz incierta del amanecer, observó el oasis dormido y rápidamente captó el brillo del agua de una charca rodeada de palmeras. Con un trotecillo sesgado descendió de su observatorio, entró precavidamente en la mancha de hierba y rodeó el charco, hasta que halló un trozo de madera seca. Lo tomó con los dientes y se internó lentamente en el agua sin soltarlo de la boca. A medida que iba hundiéndose en el líquido, los parásitos se ponían a salvo trasladándose a la parte seca. Cuando todo el cuerpo estuvo sumergido, la cabeza era un hervor de pulgas. Entonces el zorro sonrió para sus adentros, cerró los ojos, contuvo la respiración y sumergió también la cabeza. Las pulgas y piojos se trasladaron al trozo de madera que asomaba fuera del agua.

Entonces lo soltó y salió de la charca con un trotecillo alegre, desinsectado, fresco y limpio.

El zorro se sacudió la pelambre mojada en la orilla. Aguzó el oído. Le pareció percibir el roce de una rama. Lo último que oyó fue el chasquido de una ballesta al dispararse desde el palmeral.

Huevazos arrancó el virote del cuerpo de su presa, sacó el cuchillo y la despellejó, le cortó las pezuñas, la cabeza y el rabo, y la destripó y descuartizó. Con las tajadas sangrientas y calentitas en su zurrón, regresó al campamento.

La cena fue un verdadero festín.

—¿Estás seguro de que esto era un borrego? —preguntó Beaufort sosteniendo el hueso mondo de la pierna que se acababa de comer.

—Tan seguro como de que me llamo Roque —respondió Huevazos—. Un borrego escuálido, pero borrego al fin y al cabo. Aquí, como hay poco forraje, no se crían muy gordos.

Al mediodía, el cuerpo no proyectaba sombra. Lotario de Voss había caminado en la dirección de las montañas que le indicó el guía. Podía haberle mentido, pero para morir de insolación y de sed en medio de aquella inmensidad ardiente cualquier dirección era buena. El camello profería roncos gruñidos y a veces parecía a punto de derrengarse. Un camello aguanta varios días sin beber. Quizá el suyo viviría hasta que encontraran un pozo. Destapó la jerba y bebió un sorbo de agua, que retuvo en la boca reseca, enjuagándosela, antes de tragarlo. Luego se pasó la lengua húmeda por los labios agrietados. De pronto percibió a lo lejos un brillo parecido al que produce el sol sobre el agua. Entrecerró los ojos para ajustar la visión. Sí, era el brillo del agua. Un lago o, al menos, un chilanco suficientemente extenso para brillar en la distancia. Arreó al camello y sé dirigió directamente a él. Creía distiguir la mancha oscura de la vegetación, arbustos y árboles en las riberas. Caminó durante dos horas, pero no se acercaba al lago. Finalmente desapareció y sólo se vio el pedregal monótono y los montes del fondo.

—Un espejismo —murmuró abatido.

En Tierra Santa había oído hablar de estas figuraciones del diablo producidas por la evaporación de la poca humedad que contiene el suelo, cuando el calor crea una bruma que a lo lejos produce la impresión de ser lo que el viajero quiere que sea, agua y sombra.

Había forzado excesivamente al camello. El animal emitió un último gruñido, se tambaleó, incapaz de mantenerse erguido, plegó las patas y se echó en la arena. Lotario se apeó y lo contempló desencantado. Se colocó delante de su cabezota y le tironeó de la rienda.

—¡Arriba, holgazán! —lo exhortó—. Estamos cerca del agua. Mañana mismo beberás hasta hartarte.

El camello le devolvió una mirada vidriosa, moribunda.

Comprendió que no había nada que hacer.

Estaba anocheciendo. Todavía quedaban dos horas de luz que podía aprovechar para caminar sin el agobio de un sol ardiente. Lotario de Voss abandonó el camello moribundo y prosiguió su camino sin otro equipaje que la jerba del agua y el perpunte que le servía de manta por las noches. Mientras quedaba luz siguió el rumbo de la montaña, que parecía alejarse a medida que él caminaba. Procuraba mantener la cabeza despejada, concentrar todas sus energías en llegar a la montaña, confiando en que el guía no lo hubiese engañado y allá hubiera realmente un pozo. De todas formas moriría si no era cierto, casi no valía la pena preguntárselo antes de comprobarlo. Caminar, un pie tras otro, a un paso regular, ni largo ni corto, respirar regularmente, el aire candente que abrasaba los pulmones, la cabeza gacha en la leve penumbra de la gasa, evitando cualquier movimiento innecesario, apenas asomando la lengua para lamer la gota de sudor salitroso que se deslizaba por el rostro, disciplinándose para beber solamente un par de veces al día, en el inicio de los descansos, un leve sorbo que refrescara la boca lacerada, que bajaba por la garganta como una miel espesa sin alcanzar apenas el estómago y dejando en la lengua la humedad necesaria para revivificar los labios resecos y agrietados con un par de pasadas, no pensar, anular el dolor, anular el esfuerzo. Alcanzar el pozo o morir. Recordaba a su hermano y se esforzaba para no pensar que en la húmeda y pestilente celda de Gunter no faltaba un cántaro de agua que el carcelero renovaba cada día, un lujo inmenso.

Así pasó una noche, caminando sin descanso mientras sobre su cabeza giraba la bóveda celeste. Al amanecer, con la difusa claridad del nuevo día, vio volar una bandada de urogallos que tomó por palomas pardas. Las aves vuelan hacia el agua, recordó, y supuso que avanzaba en la dirección adecuada, con la salvedad de que las aves pueden recorrer grandes distancias y quizá el pozo estaba a tres o cuatro jornadas de camino. En este caso podía morir de sed y de cansancio antes de alcanzarlo o, peor aún, podía rebasarlo, dejándolo a su izquierda o a su derecha, a sólo unas decenas de metros, si se trataba de uno de esos pozos profundos y escasos desprovistos de vegetación, uno de esos pozos solamente señalados con un leve brocal que a distancia puede confundirse con una roca cualquiera del desierto. A pesar de estos pensamientos, Lotario procuró no desanimarse y prosiguió. Se aleccionaba para no pensar y caminar sin desmayo, para no abandonarse al desánimo, que precede a la desesperación y a la locura.

Así transcurrió otro día, en el que no comió y solamente bebió un leve sorbo de agua. La jerba era ya un pellejo vacío que sólo contenía leves hilos húmedos, quizá suficientes para sostenerlo unas pocas horas más. Sufría diarrea, las tripas se le habían convertido en agua, la piel se le había llenado de pústulas, en un par de días había adelgazado tanto que el cinturón le caía flácido. Intentó remontar un cerrete pedregoso, pero se dejó caer a medio camino y decidió aguardar allí a la muerte. Pasó una hora. Al enfriarse el desierto, las nubes se concentraron en el horizonte y el sol crepuscular se convirtió en un inmenso globo amarillo que fue virando hacia el rojo, como si se desangrara contra los picachos oscuros del horizonte. Una luna blanca apareció sobre el cielo púrpura.

¿Había oído algo o era víctima de otra alucinación? Reuniendo sus últimas fuerzas, se incorporó y con paso tardo y jadeante logró coronar el cerro. Al llegar a la cima se echó a descansar con la cabeza bajo la sombra escuálida de un arbusto. Entonces, entre los fragores secos de su respiración cavernosa, le pareció percibir un rumor lejano. Contuvo el aliento y aguzó el oído. Camellos caminando sobre grava y guijarros en la hondonada contigua. Reptando, demasiado exhausto para incorporarse, se asomó hacia donde se percibía el rumor y contempló una lenta caravana formada por dos docenas de camellos y cinco camelleros que se dirigían a paso vivo hacia la mancha verde del pozo, al otro lado de la rambla pedregosa. El primer pensamiento fue ocultarse y seguirlos hasta el agua, pero después reparó en que las fuerzas lo estaban abandonando, y en cualquier caso no podría escapar del inmenso brasero del arenal sin la ayuda de un guía. Aquellos camelleros irían hacia alguna parte poblada, quizá pudiera persuadirlos para que lo llevaran con ellos. La ley del desierto favorece la hospitalidad. Se irguió, e iba a gritar con todas sus fuerzas pidiendo ayuda, cuando vio salir de detrás de unas rocas cercanas una cuadrilla de salteadores vestidos con las amplias túnicas y los apretados turbantes de los hombres del desierto. Al instante se organizó un revuelo. Los amodorrados camelleros echaron mano de las armas que llevaban entre el fardaje, pero los bandidos se adelantaron matando al jefe de la caravana y a los dos hombres que lo acompañaban. Los otros, a la vista de los muertos y de que los bandidos los superaban, optaron por rendirse y arrojaron las armas al suelo. El jefe de los bandidos ordenó maniatarlos y los interrogó brevemente. Luego, sus sicarios los obligaron a arrodillarse y los degollaron allí mismo, uno tras otro. Todo ocurrió tan rápidamente que Lotario no sabía si estaba soñando. Se agachó y se ocultó entre los arbustos sin dejar de observar. Los bandidos eran seis y si descubrían la presencia de un testigo, lo eliminarían sin contemplaciones. Decidió seguirlos a distancia. Ellos conocían la región, ellos lo llevarían al pozo. La sed apremiaba, pero los salteadores no parecían tener prisa. Despojaron concienzudamente los cadáveres e hicieron reatas con los camellos cargados y con las monturas, antes de proseguir hacia el fondo del valle en busca del pozo. Lotario bajó de su observatorio y registró someramente los cadáveres por si alguno llevaba una jerba de agua, pero no encontró nada. La sed lo mortificaba hasta límites intolerables. Tenía los labios agrietados y sangrantes. La lengua seca e hinchada no le cabía en la boca.

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