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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (39 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Abandonaron la casa y, tomando la calleja lateral que salía a los corrales, remontaron un cerrete desde el que se dominaba la procesión. La multitud cubría por completo la colina. Muchos llevaban címbalos, trompetas y flautas. Vergino observaba distraído la fiesta y sólo usaba monosílabos corteses para responder a las observaciones de sus compañeros. Su ánimo estaba sombrío. Habían atravesado el mundo para conseguir el Arca y su anciano celador, el que se decía sumo sacerdote y dueño del destino de la reliquia, se la negaba. La supervivencia del Temple y la recuperación de los Santos Lugares dependían del objeto sagrado. ¿Qué hacer? En París, el maestre, en capítulo secreto de la Orden de Sión, le había encomendado conseguir el Arca a cualquier precio, pero de cerca las cosas se veían de distinto modo. Aunque, por otra parte, ¿acaso los etíopes no la habían robado también de los
falashas
que la trajeron de Jerusalén?

—Y, sin embargo, Dios permitió que su sagrado escabel viajara a esta tierra extraña, tan lejos del Templo. Vergino se volvió sorprendido.

—Me has adivinado el pensamiento.

—Porque es también mi pensamiento —respondió Beaufort. Escrutó el rostro del anciano, en el que las arrugas y las ojeras violáceas se habían acentuado después de una noche en vela, meditando y orando.

—He reflexionado sobre el Arca. —Se apoyó en el hombro de Beaufort para tomar asiento y prosiguió—: Cuando los judíos la sacaron del Templo, Dios permitió el latrocinio porque servía a sus altos fines. De otro modo, quizá el Arca habría caído en manos de sus enemigos y no habría prevalecido hasta el final de los tiempos.

—Es una suposición razonable —convino Beaufort. —Sin embargo, es difícil suponer que en vida de Salomón, cuando Israel era poderoso, alguien pudiera robar una reliquia tan voluminosa y sacarla del sanctasanctórum sin ser descubierto, recorrer con ella los caminos y ponerse a salvo en Egipto, atravesando desiertos y remontando ríos.

Beaufort convino en que era difícil suponer tal cosa.

—Quizá no robaron toda el Arca —prosiguió Vergino su razonamiento.

Beaufort lo miró sorprendido.

—¿Qué quieres decir, hermano?

—Quizá sólo se llevaron la parte esencial de ella.

—No te entiendo.

—En Etiopía hay diez mil iglesias, nos han dicho hasta la saciedad estos días, y todas poseen el Arca.

—Bueno —precisó Beaufort—. Lo que poseen son los sagrados
tabotat.

—Sí. Todas tienen esas tablas de piedra o de madera oscura, los
tabotat
que representan el Arca. Podían representarla en tajas de madera con las verdaderas dimensiones del Arca, según las Escrituras, pero se limitan a las tablillas.

—Es cierto.

—Quizá esas tablillas, me refiero a las originales, a las que se guardan en el Arca verdadera, sean la sede del poder de Dios,

y todo lo demás, el cofre de madera de acacia y los ángeles y la tapa, sea solamente su cobertura, el estuche donde se conservan o la protección contra su poder.

—Creo que lo que dices es razonable —dijo Beaufort—. Si lo esencial son las tablas, eso podría explicar la precisión con que las Escrituras describen el Arca de la Alianza. Cualquier persona que lea las Escrituras puede fabricar una idéntica.

—Exacto —dijo Vergino—. La diferencia está en lo que no se nombra. En los
tabotat
del Arca verdadera reside el poder de Dios. Ellos son los talismanes Urim y Thummin, las dos piedras oniquinas de las que hablan las Escrituras secretas. —Miró a Beaufort, cuyo rostro expresaba ignorancia ante lo que estaba oyendo, y aclaró—: Urim y Thummin eran dos talismanes cosidos sobre el Efod que Aarón, el sumo sacerdote, debía revestir por debajo del racional para mostrar su dignidad sacerdotal. Van sobre el corazón para mostrar que «los hijos de Israel los llevaran sobre sus corazones delante de Yahvé».

—Si el poder reside en los
tabotat
, la historia del robo por los etíopes resulta mucho más verosímil. Sacar subrepticiamente los
tabotat
pudo ser una empresa posible y, por otra parte, pudo transcurrir mucho tiempo, quizá un año, antes de que el sumo sacerdote abriera el Arca y descubriera que los
tabotat
habían desaparecido.

—¿Qué haremos entonces? —Esperaremos a que pase el
timkat
y, cuando la aldea recobre la calma, lo robaremos. Beaufort guardó silencio.

—Si la Providencia aprueba nuestro acto, no pasará nada, como cuando los robaron los etíopes. De lo contrario…

Sabían perfectamente lo que ocurriría de lo contrario. El Arca quemaba vivos a los que se acercaban a ella contrariando los designios de Dios, incluso si su intención era buena, como le ocurrió a aquel pobre hombre que pereció carbonizado cuando intentó sostenerla para que no se cayera. Todo estaba terriblemente claro en las Escrituras.

Los dos templarios prestaron atención nuevamente a la ceremonia. El sumo sacerdote había vuelto a entrar en la iglesia y la muchedumbre, enfervorizada, giraba en torno a la colina. Entre las lajas mal ajustadas que formaban la techumbre del templo se escapaba un humo blanco y espeso que ascendía lentamente hacia el cielo.

El guía se unió a los templarios y siguió con interés los acontecimientos al otro lado de la colina.

—El sumo sacerdote sólo puede aproximarse al Arca después de haber producido humo suficiente para ocultarla por completo —explicó—. El incienso, dice el Levítico, es imprescindible para que no muera.

En la puerta del
keddest
, inmerso en la espesa nube de incienso, el sumo sacerdote bailaba en trance con los ojos entornados, describiendo círculos, delante del pesado velo que cubría la entrada del sanctasanctórum.

El canto, el tambor y los sistros alcanzaron un volumen ensordecedor para cesar de pronto, seguidos de un silencio absoluto. Los danzantes se inclinaron sobre la tierra inmóviles, sudorosos, exhaustos. El humo lo envolvía todo. Entonces el sumo sacerdote apareció levantando en alto el
tabot
envuelto en ricos brocados y en paños bordados en oro, y el griterío se reanudó.

El tintineo de los sistros de plata quedó momentáneamente acallado por los trompetazos de un grupo de diáconos jóvenes que se sumaba a la ceremonia. Otros se esforzaban por proteger del ardiente sol a los sacerdotes más ancianos con sombrillas ceremoniales de vivos colores. Crecía la algarabía de pitidos, flautas y música. Los
keberos
, las panderetas y las liras se conjuntaban en un estruendo terrible.

La multitud era un frenesí de gritos y zapateos. Los más exaltados saltaban por encima de las cabezas de los otros y braceaban sobre la muchedumbre intentando aproximarse, las mujeres ululaban, relevándose en un interminable aullido colectivo que hería los oídos desentrenados de los falsos peregrinos. Varias mujeres se desmayaron.

Éste es el canto del
hallel
—explicó el guía—. Las mujeres se santifican de ese modo y atraen la suerte.

—¿El
hallel
? —repitió Beaufort.


Hallel
, en hebreo significa aleluya —observó Vergino.

Atendieron a la ceremonia. El sumo sacerdote apareció mostrando un objeto cúbico cubierto de ricas vestiduras.

—Ésa es el Arca —dijo el diácono.

Vergino lo miró con extrañeza.

—¿El Arca? El Arca debe de ser mucho más grande de acuerdo con las Escrituras.

—Es el Arca —insistió el diácono, molesto, y se puso a sonar su sistro, dando por zanjado el asunto.

El sumo sacerdote se había detenido en el atrio y aguardaba a que la multitud se calmara antes de recorrer el perímetro del templo. Cuando regresó al punto de partida, frente a la entrada, dio una orden y unas dos docenas de jóvenes y forzudos diáconos rodearon el Arca. Sólo entonces comenzó la procesión y, abandonando el recinto del santuario, enfiló el camino del pueblo. La multitud se apartaba, con grandes muestras de respeto, para dejar paso a los sacerdotes con el rojo y el oro del
tabot
al frente, y se cerraba tras ellos en un mar de cabezas morenas, gorros variopintos y manos agitadas. Algunos celebrantes prorrumpían en gritos y aullidos, se desgarraban las ropas y hasta se caían como muertos.

A medida que el Arca avanzaba se iban formando grupos de danzantes que a veces dificultaban la progresión de la reliquia.

—Ésas son las cofradías —explicó el guía.

En el centro de cada grupo, un hombre con un
kebero
colgado del cuello marcaba el ritmo; el resto giraba, gritaba, saltaba, palmeaba, entrechocaba los címbalos. Los chorros de sudor brillaban a lo lejos.

—David y toda la casa de Israel danzando delante del Arca —señaló Vergino, asombrado.

La procesión llegó a la plaza principal en el momento en que desembocaban en ella las procesiones de otras tres iglesias locales, encabezadas por sus respectivos
tabotat
cubiertos de ricos paños y llevados por el sacerdote más venerable de cada templo. Ordenadamente, los sacerdotes de las parroquias ocuparon un lugar inmediatamente detrás del Arca mientras que sus jóvenes diáconos, ataviados con largos ropones blancos y provistos de incensarios, se agregaban a los que rodeaban el Arca y giraban sus braseros, avivando las ascuas sobre las que, a continuación depositaban puñados de piedra de incienso. La nube ambulante eran tan densa que apenas dejaba ver el Arca.

Los cuatro ríos humanos se mezclaron con gran algarabía y, contento para formar uno solo que, con los
tabotat
a la cabeza, se encaminó hacia el campo.

—Un momento —dijo Aixa—. El guardián del Arca no se ha incorporado a la procesión.

Miraron hacia la iglesia, que se había quedado sola en lo alto de la colina. El guardián del Arca permanecía tranquilamente sentado a la entrada y, apoyado en su báculo de oración, mordisqueaba una fruta y disfrutaba la paz del lugar.

—¿Qué tiene eso de extraño? —dijo Lucas—. El hombre estará harto de ver el Arca, la acompaña todo el año.

—Sin embargo, en todas partes nos han explicado que el guardián del Arca no se separa nunca de ella —observó la muchacha.

—Eso es cierto —reconoció Vergino—. El guardián deberla acompañar al Arca en lugar de quedarse tranquilamente sentado en la puerta de su santuario.

—Además —supuso Aixa—, si se pasa todo el año encadenado a esa iglesia, lo lógico sería que aprovechara para salir el único día libre que tiene. A ese hombre le gustan las mujeres, lo noté ayer por la forma en que me miraba.

Vergino reflexionaba.

—Lo que decís es lógico. El guardián del Arca no puede desatender su misión ni por un instante. Quizá el Arca no esté en la procesión.

—Pueden usar una copia —opinó Beaufort—. Al fin y al cabo, va tan tapada que nadie lo sabría. Sería más lógico, así la original no se sometería a las cambaladas y traqueteos de la procesión.

—El Arca sigue en su santuario —concluyó Vergino.

—Y quizá el mejor momento para conseguirla sea éste —apuntó Huevazos—. ¿No dicen que la fiesta dura hasta mañana?

—Eso dicen —repuso Lucas—: pasan la noche en el estanque santo y regresan mañana a mediodía.

—Con un poco de suerte dispondremos de doce o trece horas para poner tierra por medio —calculó Beaufort—. Escuchadme, porque os voy a explicar mi plan.

54

Dos diáconos jóvenes ascendían por la desierta calle principal portando sendas cestas. Huevazos surgió de una sombra y les salió al encuentro con una sonrisa jovial.

—¿Adonde van los caballeros? ¿Cómo es que no estáis con los
tabotat
en día tan señalado?

—Hola, amigo —dijo uno de ellos que chapurreaba árabe—.? Y como es que tú no estás en la procesión?

—Ya no tengo edad de excesos —reconoció el escudero con un guiño pícaro—, y anoche bebimos de lo lindo. Me he despertado hace un momento. ¿Qué lleváis ahí?

—Es la comida del guardián del Arca.

—Me imagino que comerá bien en un día como éste.

—La comida la regalan los devotos que esperan una gracia del Arca.

—Yo espero una gracia también. ¿Podría contribuir con algo?

—Si quieres…

—Lo único que tengo es vino, ¿sirve?

Los dos diáconos intercambiaron una mirada cómplice.

—Al guardián del Arca le encanta el vino —dijo uno riendo. Y, captando la mirada severa del otro, añadió—: Aunque lo bebe con moderación.

Huevazos metió la mano en su bolso, extrajo la botella de vino mirrado y se la entregó a los jóvenes, que la pusieron con las demás viandas.

—Tengo otras tres botellas para nosotros. ¿Me acompañaréis para que no beba solo?

Los diáconos se miraron.

—Tenemos que llevar la comida al
tesfa markut
—dijo el mayor.

—Bueno. Os espero aquí. Yo no tengo prisa. Mi amo anda en la procesión con los demás y me han dicho que dura hasta mañana.

—Así es.

—Entonces nosotros podemos cenar tranquilamente y beber, y lo que se tercie.

Los jóvenes parecían entusiasmados con la idea.

—Espéranos junto a la fuente que volvemos en seguida.

Huevazos los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista entre los tamarindos.

La fiesta estaba en su apogeo. Delante del Arca, los grupos de danzantes se sucedían, cuando unos estaban agotados le cedían su puesto a otros que llegaban de refresco. Los cofrades competían con los jóvenes diáconos danzando frente al trono de Dios. Con los brazos extendidos giraban sobre sus pies vertiginosamente, saltaban, hacían piruetas. El sudor les empapaba los gorros y les chorreaba por los brazos y las piernas, goteaba sobre el suelo y dejaba regueros en el polvo. Aixa admiraba los jóvenes y vigorosos cuerpos que se revelaban bajo las ropas mojadas. El ronco
kebero
dominaba el aire y los sistros y las panderetas acompañaban las letanías de la multitud. Nubes de incienso ocultaban el Arca y se elevaban hacia el cielo.

55

Un humilde oratorio con los muros decorados con desvaídas escenas bíblicas guardaba la encrucijada de caminos. Lotario de Voss descabalgó frente a la ermita y dejó pastar el caballo junto a la fuente, mientras él mismo bebía del caño unos sorbos de agua y se refrescaba el cuello y la cara. El esquelético ermitaño que cuidaba del oratorio dejó de ordeñar su cabra y salió a recibirlo.

—Que Dios te guarde, caminante.

—Dios guarde —respondió Lotario distraídamente—. ¿Puedo sentarme un poco a descansar?

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