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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (42 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Desde el primer momento en que te vi sólo pienso en ti —se sorprendió diciendo en el mismo susurro íntimo que ella había usado—. Tengo que reprimirme para no estar siempre contigo, porque Huevazos me gasta bromas.

Se produjo un breve silencio. Después ella observó, volviendo a su tono natural:

—Es un hombre muy lascivo.

Lucas despertó bruscamente de su ensoñación, alarmado.

—¿Ha intentado algo?

—No, no —rió ella divertida por la súbita preocupación del muchacho—, pero mira a las mujeres como si quisiera copular con todas.

Lucas se escandalizó de la desenvoltura de Aixa. Había pronunciado la palabra copular con la mayor naturalidad, como si hubiera dicho agua o pájaro. Comprendió que las musulmanas, educadas en el harén familiar, conocían todos los secretos de la vida.

Se produjo un silencio incómodo. Por encima de sus cabezas oyeron volar pájaros camino de las mil islas del lago.

—¿Por qué piensas en mí? —inquirió Aixa volviendo al tono susurrante.

Lucas la miró fijamente, pero ella fingía estar concentrada en anudar una brizna de hierba.

Estaban muy cerca el uno del otro. Lucas temió que la muchacha percibiera el atropellado latir de su corazón y volviera a burlarse de él o lo despreciara por inexperto. Era la primera vez que intentaba confesarle su amor a alguien. De pronto, ella dejó caer la brizna anudada y lo miró, pero en aquel momento una nube piadosa ocultó la luna, el lago dejó de brillar y los dos jóvenes quedaron sumidos en una espesa tiniebla.

—Pienso en ti… —sonó la voz de Lucas.

Le faltaban palabras, pero alargó una mano y tomó la de la muchacha. No era tan suave como la había imaginado. El continuo manejo de las riendas en los últimos días la había endurecido, pero la encontró húmeda y hospitalaria. La besó en la palma, la besó en cada dedo, besos breves y delicados. Ella se dejaba hacer y respiraba profundamente.

Entonces percibieron el inconfundible siseo de Huevazos al otro lado de los árboles.

—¡Amo Lucas! ¿Interrumpo algo? La cena está lista.

Había mucha sorna en el tratamiento de amo.

—Ya voy —respondió Lucas de mala gana.

—¿Tú solo? —inquirió el criado candorosamente.

—¡Ya vamos! —añadió Aixa.

Percibieron la risa cascada del escudero alejándose. Lucas había soltado precipitadamente la mano de la muchacha.

Regresaron al campamento en silencio, tan juntos que al caminar se rozaban.

Aquella noche, aunque estaba agotada del viaje, Aixa apenas pudo conciliar el sueño pensando en Lucas. O quizá fuera que hacía frío y en la madrugada la humedad que ascendía del lago traspasaba las mantas y calaba los huesos.

Lucas soñaba despierto con aquel contacto con la mano de Aixa; ella imaginaba la reacción de su padre si se presentaba en casa embarazada de un cristiano.

Bordearon el lago durante dos días y al tercero se habían cruzado con tanta gente que decidieron abandonar las cautelas y marchar lo más rápido posible por la vía principal, puesto que el rastro que iban dejando era tan claro que hasta el más obtuso de los pisteros lo seguiría sin dificultad. Era imposible ocultar un grupo de cinco blancos a caballo en un país donde la población era negra y viajaba en asno o a pie. Al caer la tarde avistaron la zona pantanosa desde la que el lago se extiende hacia el sur.

Al principio les encantó el espectáculo de la luz leonada y clara del amanecer, el aire denso y aromático de la mañana antes de que el sol caliente el pastizal y reverbere en los cañaverales. Al acercarse descubrieron las nubes de insectos y comprendieron por qué había tantos pájaros allí. Olía a vegetación podrida y el sol castigaba como en los días de Egipto.

—Allá delante, el lago se derrama hacia el sur —señaló Beaufort—. Éstas son las fuentes del Nilo.

Habían pensado que el viaje fluvial sería mucho más rápido. Siguieron el camino principal, atravesaron algunas aldeas de pescadores, en las que compraron pan, pescado seco y hortalizas, y llegaron al embarcadero. Había más de treinta embarcaciones de papiro, algunas de gran porte.

Un esclavo sudanés sostenía una sombrilla roja sobre la Cabeza de un hombre pequeño y gritón que se movía de un lado al otro mientras una cuadrilla de hombres casi desnudos descargaba una barcaza. No hacía falta esforzarse mucho para comprender que era el patrón, así que Beaufort se dirigió a él y le dijo:


Salam malikum
, said, somos peregrinos de regreso a su patria y buscamos una barca para descender por el Nilo.

El hombre midió al extranjero con una mirada tan inquisitiva que despertó recelos en el grupo, pero su respuesta fue tranquilizadora:

—Os podré dar pasaje en una barca que envío mañana a Jartum —informó—. Media pieza de oro por cada persona y su caballo.

Beaufort no respondió inmediatamente por no levantar sospechas, sino que se retiró a consultarlo con Vergino. De sobra sabían que no tenían otra alternativa. Un minuto después regresó al de la sombrilla y le dijo:

—Es caro, pero estamos dispuestos a pagar el doble si la barca parte en el acto. Debemos llegar a los meandros lo antes posible porque allí nos esperan algunos compañeros y ya vamos con retraso.

Una sombra de recelo nubló un instante los ojos del barquero. No era frecuente que alguien aceptara una tarifa tan abusiva sin regatear. Tanta prisa resultaba sospechosa. Podían ser malhechores huyendo de la justicia. Entonces reparó en la muchacha. Vestía ropas de varón, pero evidentemente era una mujer que se daba aire con el velo, sofocada por el calor y la humedad. Beaufort comprendió que el barquero acababa de descubrir a Aixa.

—Te seré franco, puesto que veo que recelas —le dijo tomándolo del brazo y llevándolo al otro extremo del embarcadero para que nadie los oyera—. En realidad acompañamos a una joven viuda
falasha
que escapa de la familia del marido que no la quiere liberar para aprovecharse de su dote. Debemos llegar cuanto antes a Alejandría para que el gran rabino la dispense de sus votos. Si transcurren treinta días desde la viudez, tendrá que casarse automáticamente con su cuñado. Ese doncel que viene con nosotros es mi sobrino. Ha intentado suicidarse dos veces por el amor de la muchacha y yo estoy dispuesto a que sea feliz con ella. Los casaremos en Alejandría, en cuanto el gran rabino expida la licencia de soltería.

El gordito asintió gravemente y entornó los ojillos ensoñadores como si meditara. En realidad estaba calculando la ganancia. Valía la pena sacrificar una carga. De todas formas, en aquella época del año siempre tenía un par de barcas grandes varadas pudriéndose en el barro, y la aldea estaba llena de pescadores ociosos que la pilotarían por un salario ridículo.

Una hora después, los falsos peregrinos navegaban por el Nilo Azul y veían pasar bandadas de pájaros desde la plataforma de carga, tendidos a la sombra de la gran vela triangular, refrescados por la brisa que ascendía hacia el lago. Dos riancheros maniobraban la embarcación, cuidando de mantenerla en el centro del río. Huevazos, acomodado en el caballete de popa, vigilaba las aguas y lanzaba sedales a la corriente.

59

—¿Qué vas a hacer, hermano?

El hombre que había levantado la espada miró al sumo sacerdote.

—Este hombre es uno de ellos, uno de los que robaron los
tabotat
del Arca.

—Los
tabotat
saben defenderse —dijo el
mosec
—. Dios mismo castigará la iniquidad de los blancos abrasándolos. Los matará a todos. A este hombre lo necesitamos vivo.

El diácono depuso la espada. La vociferante multitud, que un instante antes animaba al ejecutor, guardó respetuoso silencio.

—No le toquéis un pelo de la ropa —advirtió el
mosec
dirigiendo una severa mirada alrededor—. Llevadlo a la casa de la justicia.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntaron los jóvenes diáconos.

—Ahora sois soldados de Dios. Coged vuestras armas y dispersaos por los caminos. Alguien los habrá visto huir, buscad las huellas. El primero que las encuentre, que toque el cuerno y convoque a los demás. El que tenga un caballo que lo lleve a la casa de la justicia para el servicio de los soldados de Dios. ¡Perseguid a los impíos y rescatad los
tabotat
!

»—En cuanto a los sacerdotes más ancianos —prosiguió—, que no pueden salir a los caminos, que cada cual regrese a su casa y esparza ceniza sobre su cabeza, porque el sagrado
timkat
fe este año se ha transformado en luto por decisión inescrutable de Dios.

Los diáconos y los sacerdotes obedecieron. La muchedumbre se dispersó. Los portadores del simulacro del Arca, rodeados de la nube de incienso y de un piquete de jóvenes diáconos, apretaron el paso camino de la colina de Sión. El sol estaba alto y Lotario de Voss, con las fuertes ligaduras de cáñamo mordiéndolé las carnes, levantó la mirada y pensó que el día iba a ser largo y caluroso.

Después, desde la celda oscura en la que lo habían arrojado, el antiguo caballero teutónico escuchó el silencio y volvió a pensar en su hermano, que moriría en una horca francesa si él no conseguía salir con vida de aquel aprieto y regresar. Así que el Arca que los negros procesionaban era falsa, y mientras él iba en pos de ella, Beaufort le había ganado por la mano, robando la verdadera.

El encono sucedió a la ira y al encono el cálculo frío. Había perdido una lanza, pero quizá todavía no el torneo. Tenía que recuperar la libertad y volver a la lucha. Con esta determinación se incorporó y se subió en el poyo que le servía de cama. Poniéndose de puntillas logró alcanzar una grieta ancha que descendía por el muro carcomido. Al otro lado, media docena de caballos relinchaban inquietos en cuadra ajena. Los campesinos acomodados del lugar los habían cedido para el servicio del sumo sacerdote. Ya había oído partir varias cuadrillas en pos de los fugitivos, pero era improbable que los alcanzaran pronto con tantas horas de ventaja como llevaban. En cualquier caso, no era un asunto que debiera preocuparle. En su estado, las prioridades eran distintas. La aldea estaba sobresaltada. Al otro lado de la puerta se percibía un presuroso ir y venir de pasos. En la calle se gritaban órdenes, y los que llegaban informaban a voces a la muchedumbre expectante antes de entrar en la casa. Cuando todo se hubiera aclarado, aquellos diáconos jóvenes de mirada torva y encendida bajo los blancos turbantes exigirían la ejecución del prisionero.

Su cabeza estaba en peligro. Si el sumo sacerdote no lo condenaba, la muchedumbre fanatizada lo despedazaría.

Tenía que escapar.

Las ligaduras eran firmes, pero quizá se las aflojaran para que pudiera comer. Hasta la presente no lo habían tratado con demasiada severidad. Quizá lo reservaban para juzgarlo conjuntamente con los ladrones del Arca, cuando los capturaran.

Pasaron dos horas. A media tarde pareció que la casa se había aquietado. Sonó el cerrojo de la celda al descorrerse y aparecieron tres hombres, dos diáconos jóvenes armados de espadas y el secretario del sumo sacerdote, que llevaba al cinto una ancha gumía. Detrás de ellos entró una mujercilla, que depositó ante el prisionero un cuenco de gachas y un jarro de agua.

—Desatadlo —ordenó el secretario.

Uno de los diáconos lo liberó trabajosamente de la ligadura. Para ello tuvo que depositar la espada en el suelo.

Una vez libre, Lotario de Voss se frotó los brazos allá donde había tenido las cuerdas, hasta que sintió que la sangre volvía a circular. Después se movió con tal celeridad que sorprendió a sus custodios: propinó una patada en la entrepierna al diácono armado y, tomando del suelo la espada del otro, estoqueó al secretario. La vieja dejó caer el cuenco y comenzó a chillar, hasta que un sablazo le seccionó la cabeza casi por completo. El diácono, desarmado, arremetió contra el prisionero y dio con él en tierra pero, tras un breve forcejeo, quedó debajo de él y sintió cómo su propia espada le penetraba por encima de la clavícula y le descendía por la caja torácica como una quemadura que luego se disolvió en la nada.

El hombre que había recibido la patada en los testículos contempló resignado su propio degüello a través de una veladura de lágrimas. En menos de un minuto, todos muertos, los tres hombres y la mujer.

Lotario se calzó las sandalias de uno de los cadáveres y cambió sus ropas por las del más alto. Se metió en el cinto la daga del secretario y con la espada en la mano se fue a la puerta, que encontró abierta, y se asomó al pasillo. Había una sala con dos puertas, una de las cuales conducía a la escalera que comunicaba con la vivienda del
mosec
, mientras que la otra llevaba directamente a las cuadras. Lotario de Voss volvió sobre sus pasos, corrió la tranca de madera que cerraba la puerta exterior y se encaminó a las cuadras. A la escasa luz que se filtraba por las rendijas de la pared de cañizo y barro observó los caballos, ensilló el mejor y, desenvainando la daga, desjarretó a los restantes cortándoles los corvejones. Cumplido el sangriento expediente, cabalgó en el alazán negro que se había reservado y, abriendo la puerta del fondo, se lanzó a galope hacia el camino del lago Tana, por donde se suponía que habían huido los templarios. Algunos aldeanos advirtieron su fuga y lanzaron gritos de alarma; incluso le pareció percibir el chasquido de una flecha al clavarse en el ramaje de un árbol bajo el que pasaba a galope. Huyó sin mirar atrás, con el pensamiento puesto en Beaufort y en su aplazada venganza, aunque entre Beaufort y la venganza se interponían varias patrullas de hombres armados que no se apiadarían de él si volvían a capturarlo.

60

Fueron dos semanas de penalidades continuas. El Nilo Azul no era completamente navegable. Al llegar a las inmediaciones del salto de Tisiat, de cuarenta y cinco metros de altura, tuvieron que desembarcar la carga en una aldea, que vivía de la catarata, para que un grupo de hombres fornidos descolgaran la falúa, con ayuda de cabrestantes y palancas, hasta el nivel inferior del agua. Una vez allí, los porteadores devolvieron la carga a la embarcación y recibieron una décima parte como pago por su trabajo, que incluía el remolque de la embarcación río arriba al regreso.

Después de Tisiat, el Nilo descendía en pronunciada pendiente, excavando un tajo profundísimo en las altas mesetas etíopes. En las alturas, el aire debía de ser fresco y suave, pero en el fondo del cañón el calor era insoportable, el aire húmedo y las nubes de mosquitos tan espesas que casi no se podía respirar. Además tenían que hacer largas jornadas sin tocar tierra porque las orillas estaban infestadas de voraces cocodrilos negros. Después de cuatro días de penosa navegación salieron a tierra abierta y el Nilo se ensanchó entre riberas más hospitalarias, pobladas de acacias y de arbustos espinosos. Las escasas aldeas de aspecto mísero, con chozas de paja, y algunas iglesias excavadas en los acantilados, con las puertas y las ventanas pintadas de blanco y azul, contrastaban con el tono rojizo de la roca madre. En las llanadas herbosas desfilaban ante rebaños de cebús guardados por pastores inmóviles.

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