Authors: Isaac Asimov
Ptolomeo I había tenido cierto número de hijos, dos de los cuales (de diferentes madres) eran, en esta época, importantes. Ambos llevaban el nombre de Ptolomeo. El mayor era Ptolomeo Keraunos, o Ptolomeo “el Rayo”; el más joven era Ptolomeo Filadelfo, nombre que se le dio tardíamente por razones que veremos más adelante.
Ciertamente, el mayor era un rayo, inclinado a actuar irreflexivamente y a dañar a otros y a sí mismo con sus acciones. El joven era tan prudente y moderado como su padre. Sin vacilar, Ptolomeo exilió a Keraunos y permitió a su joven hijo compartir con él las tareas de gobierno, abdicando más tarde, en el 285 a. C., en su favor. Ptolomeo vivió hasta el 283 a. C., muriendo en paz, al final de una larga y afortunada vida.
Ptolomeo Keraunos acabó encontrándose en la corte de Seleúco, que lo recibió de buen grado. Seleúco veía en el joven a un posible pretendiente al trono egipcio y, por lo tanto, a alguien que podía servirle como un instrumento manejable en caso de necesidad. Seleúco no era como Ptolomeo. Su avanzada edad no lo llevaba a pensar en la abdicación. Todavía iba detrás del señuelo del poder y proseguía las interminables guerras con el vigor y la persistencia de un hombre joven.
En el 281 a. C. ganó su última batalla, derrotando y matando a otro de los ancianos generales de Alejandro Magno. Con Ptolomeo I muerto también, Seleúco era ahora el último de todos los generales de Alejandro que seguía con vida, un hecho que le proporcionaba la más viva complacencia (contaba unos setenta y siete años en este momento cumbre de su longeva vida).
Pero su complacencia no duró mucho tiempo. De resultas de su última victoria, viajó hasta Macedonia, donde debía tomar posesión del territorio patrio del gran Alejandro. Pero cuando Seleúco llegó, Ptolomeo Keraunos entró en acción. Habían perdido la oportunidad de alcanzar el trono de Egipto, pero estaba decidido a gobernar en algún sitio. Y no parecía ser de ninguna utilidad esperar que el inmortal Seleúco muriese de una vez, por lo que Keraunos, en el 280 a. C., arregló la cuestión apuñalándolo.
El último general de Alejandro había muerto, y ahora ambos hijos de Ptolomeo Sóter eran reyes. El joven, rey de Egipto; el mayor, de Macedonia. Pero el mayor, que había obtenido el trono por medio del asesinato, no iba a disfrutarlo por largo tiempo. Al año siguiente Macedonia fue invadida por tribus bárbaras provenientes del norte, y en la horrible confusión y devastación ocasionada, Ptolomeo Keraunos perdió la vida.
Ptolomeo hizo de Alejandría su capital y desde ella gobernó, al igual que los demás Ptolomeos que le sucedieron. En realidad, Alejandría representaba casi todo el Egipto que contaba algo, en lo que concernía a los extranjeros. Para los egipcios, en cambio, apenas era una parte de Egipto. Los Ptolomeos respetaban las costumbres egipcias y rendían pleitesía, al menos de palabra, a todos los dioses egipcios; nunca hubo una rebelión realmente seria contra la dinastía extranjera, como las habidas contra los hicsos, los asirios y los persas. Sin embargo, para los egipcios, Alejandría era un pequeño rincón no egipcio. Era gobernada según las costumbres griegas y estaba llena de griegos y judíos (estos últimos llegaban libremente como inmigrantes desde Judea, que en aquella época formaba parte del reino egipcio).
Quizá esto fuese incluso algo bueno desde el punto de vista de los egipcios. Al aislar a los griegos en la capital, el resto del país resultaba ser tanto más egipcio.
Así pues, podríamos decir, según la cuenta de la vieja, que Alejandría, bajo los Ptolomeos, era griega en un tercio, en un tercio judía y en el otro egipcia. Considerando su prosperidad, su sofisticación, su cosmopolitismo y su carencia de historia antigua, Alejandría era la Nueva York de la época.
Ptolomeo I y su hijo Ptolomeo II no se contentaron simplemente con hacer de Alejandría una ciudad grande, populosa y próspera. Ambos se afanaron en convertirla en un centro de saber, y en esto tuvieron éxito. (Los dos primeros Ptolomeos estuvieron tan a la par en esto que es difícil precisar con exactitud cuáles fueron los logros de uno y cuáles los del otro).
Ptolomeo I fue escritor, y elaboró una biografía de Alejandro Magno, de estilo directo y sin pretensiones. El hecho de que la biografía se perdiese —era una biografía basada en un conocimiento de primera mano— es una de las grandes pérdidas del saber. Sin embargo, un historiador griego, Amano, que escribió cuatro siglos y medio después, elaboró una biografía de Alejandro que se basa en su mayor parte en la de Ptolomeo. La biografía de Amano ha sobrevivido, y a través de ella poseemos indirectamente la de Ptolomeo.
Ptolomeo I heredó la biblioteca del gran filósofo griego Aristóteles, y no escatimó esfuerzos para ampliarla. Contrató a un erudito ateniense para que supervisase la organización de una gran biblioteca, que con el tiempo se convertiría en la mejor y más famosa del mundo antiguo; una biblioteca que no sería igualada y mucho menos superada, hasta diecisiete siglos después, hasta que la invención de la imprenta generalizó el uso del libro.
Junto a la biblioteca había un templo dedicado a las Musas (
Mouseion
en griego,
Museum
en latín, es decir, Museo) en el que los sabios podían trabajar en paz y sin molestias, libres de impuestos y mantenidos por el Estado. Atenas, que hasta entonces había sido el centro del saber griego, perdió terreno ante Alejandría en todos los campos, excepto en el de la filosofía. Los intelectuales iban a donde había dinero (como sucede hoy con la “fuga de cerebros”, debida a la cual los intelectuales y profesionales europeos se marchan a Estados Unidos). En su apogeo, se dice, el Museo hospedaba a 14.000 estudiantes, por lo que el establecimiento era como una gran universidad, aun para las medidas de hoy.
Fue en Alejandría donde Euclides elaboró su geometría, donde Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra sin abandonar Egipto, donde Herófilo y Erasístrato realizarán enormes progresos en anatomía, y Ctesibio perfeccionó y depuró el reloj más ingenioso de los tiempos antiguos, que funcionaba con agua.
La ciencia alejandrina era de inspiración principalmente griega, pero la tecnología egipcia también contribuyó. Si Egipto estaba menos versado que Grecia en la teoría, estaba más capacitado en las cuestiones prácticas. Largos siglos de experimentación en el campo de los embalsamamientos habían dado lugar a gran cantidad de información y saber en química y medicina.
Los eruditos griegos no dudaron ni un momento en adoptar los conocimientos egipcios. Para los egipcios, Tot, el dios con cabeza de Ibis, era el depositario de toda la sabiduría, y los griegos lo asociaron a su propio dios Hermes. Hablaban de Hermes Trismegisto (“Hermes Tres veces grande”), y bajo su divino amparo rebosaba la ciencia que ahora llamamos alquimia.
El primer investigador de importancia en la “jemeia” greco-egipcia, que conocemos por su nombre, fue Bolos, de Mendes, ciudad del delta del Nilo. Escribió hacia el 200 a. C. y utilizó el nombre de Demócrito como pseudónimo, por lo que con frecuencia se le cita como Bolos-Demócrito.
Bolos aceptó la creencia, que probablemente prevalecía en esa época, de que los diferentes metales pueden convertirse el uno en el otro, y basta sólo descubrir los métodos adecuados. La conversión del plomo en oro (“transmutación”) siguió siendo una meta inalcanzable para los estudiosos durante los dos mil años siguientes.
Aunque los Ptolomeos siguieron siendo griegos en el idioma y en la cultura, se cuidaron también de fomentar la cultura egipcia. Así, por ejemplo, fue Ptolomeo II quien patrocinó la historia de los egipcios de Manetón, y el que realizó un viaje de exploración por el legendario Nilo.
Los Ptolomeos respetaron también la religión egipcia. En realidad, trataron de fomentar un tipo de religión que fusionase las formas egipcias con las griegas, y produjese algo que pudiese relacionarse particularmente con ellos mismos. Así, Osiris, junto a su manifestación terrenal, el toro, Apis, se convirtió para los griegos en Serapis. Se le relacionó además con Zeus, y Ptolomeo I construyó un magnífico templo en su honor en Alejandría, al que se llamó Serapeion, Serapeum en latín.
Ptolomeo II llevó su observancia de las costumbres egipcias hasta tal punto que revivió la costumbre faraónica de los matrimonios entre hermanos y hermanas. Cuando se casó por segunda vez, lo hizo con su hermana Arsínoe, que anteriormente había estado casada con su medio hermano Ptolomeo Keraunos. Por este matrimonio —muy feliz y bien avenido— Arsínoe sería conocida por “Filadelfos” (“la que ama a su hermano”), sobrenombre que fue aplicado luego a Ptolomeo II (tras su muerte). Tanto Ptolomeo como Arsínoe eran bastante maduros por aquel entonces, y no tuvieron hijos.
Incluso los judíos recibieron su parte de esta protección ptolemaica. En realidad, los judíos parecen haber sido objeto de una divertida curiosidad por parte de los primeros Ptolomeos. Se los consideró un pueblo de antigua historia, con un conjunto de extraños pero interesantes libros sagrados. Ptolomeo I conoció lo suficientemente bien, al parecer, las costumbres judías como para atacar Jerusalén en sábado, sabiendo que estaría desprotegida. Los Ptolomeos permitieron a los judíos conservar sus propias costumbres y gozar de cierta dosis de autogobierno en Alejandría; aunque esta medida no era del todo popular entre los griegos.
El medio alejandrino se hizo tan grato para los inmigrantes judíos, que el griego se convirtió pronto en su idioma, olvidando el arameo, que se hablaba en Judea, y el hebreo, en el que estaban escritos los libros sagrados. Los libros sagrados fueron olvidados mientras esta situación pudo continuar. De ahí que, bajo el patrocinio de Ptolomeo II, se trajeran estudiosos de Judea para asesorar en la traducción de estas escrituras al griego.
La traducción griega de la Biblia es conocida como la de los Setenta, pues según la tradición fue traducida por setenta sabios.
Cuando, finalmente, la Biblia apareció en latín, su primera versión provenía de la de los Setenta. Así, en los primeros tiempos del cristianismo se utilizó la versión de los Setenta, en griego o en latín, versión que se hizo posible gracias a los Ptolomeos, desempeñando un importante papel en la historia cristiana.
Ptolomeo II tampoco olvidó su herencia macedonia. Hizo trasladar el cuerpo del gran Alejandro de Menfis a Alejandría, edificando un monumento especial para conservarlo.
Gracias a la ilustrada actividad de Ptolomeo I y de Ptolomeo II, Alejandría se convirtió no sólo en el centro comercial del mundo griego, sino, también, en su centro intelectual. Y seguiría siéndolo durante nueve siglos.
Ptolomeo II se interesó por expandir y continuar la prosperidad de Egipto. Durante su reinado, el sistema de canales, del que dependía la agricultura egipcia, fue llevado a un alto grado de eficiencia. Puso de nuevo en funcionamiento el canal que unía el Nilo al mar Rojo; exploró el Alto Nilo, implantó guarniciones y fundó ciudades en el mar Rojo, en la orilla egipcia y en la de enfrente, en la costa de Arabia, para proteger el comercio.
Modificó también la política faraónica primitiva respecto del lago Moeris. En vez de tratar de mantener el nivel alto, lo drenó parcialmente y lo dispuso todo para que el suelo fértil que había quedado expuesto pudiese ser regado mediante una amplia red de canales conectada con el Nilo. La población aumentó en esa zona, y las ciudades se multiplicaron. La región continuó progresando, convirtiéndose en la más rica provincia de una tierra ya rica durante unos cuatro siglos.
Para proteger la navegación por el Mediterráneo, Ptolomeo II construyó un faro en el puerto de Alejandría, en la isla Faros, con un coste de 800 talentos (al menos dos millones de dólares en moneda actual), el mayor del mundo antiguo. Los maravillados griegos lo consideraron una de las “siete maravillas del mundo”. Tenía una base cuadrada de 100 pies por cada lado, y en su cúspide (algunos dicen que tenía de 200 a 600 pies de altura) había un fuego perpetuamente encendido. El faro estaba coronado por una gran estatua de Poseidón, el dios del mar. Se suponía que una hoguera de leña, siempre encendida, sería visible a una distancia de veinte millas. Los detalles de su arquitectura nos son desconocidos, salvo por lo que se ve en algunas monedas ptolemaicas que han llegado hasta nosotros, ya que quince siglos después de su construcción, el faro quedó totalmente destruido por un terremoto.
Con todo, la rivalidad entre los Ptolomeos y los Seleúcidas continuó. A Seleúco I le sucedió su hijo Antíoco I, y los hijos se enfrentaron entre sí con casi igual hostilidad. Entre el 276 y el 272 a. C. combatieron la “Primera Guerra Siria”, en la que Ptolomeo II resultó vencedor al final, por lo que pudo extender su dominio sobre Fenicia y sobre partes del Asia Menor. Entre el 260 y el 255 a. C. se combatió una nueva “guerra siria”, la Segunda, con Antíoco II, tercer rey seleúcida. Esta vez los egipcios fueron menos afortunados, y algunas de las ganancias de la Primera se perdieron.
En aquella época, se concedió quizá poca atención a uno de los pasos más importantes dados por Ptolomeo II en política exterior. En Italia, una ciudad llamada Roma había ido apoderándose paulatinamente de gran parte de la península. En la época en que Ptolomeo II llegó al trono, Roma controlaba toda Italia central y amenazaba a las ciudades griegas del sur de la península.
Los griegos llamaron a Pirro para que los ayudara. Este era un general macedonio, pariente lejano de Alejandro Magno. Pirro, que era un general capacitado y amante de la guerra, respondió entusiásticamente, y utilizó a sus falanges y a algunos elefantes de guerra que llevó con él a Italia (un truco que Alejandro había aprendido mientras luchaba en la India) para derrotar dos veces a los romanos. Sin embargo, los romanos insistieron tenazmente, y en el 275 a. C. lograron derrotar finalmente a Pirro, expulsándolo de Italia. Hacia el 270 a. C. habían ocupado todas las ciudades griegas del sur de la península.
Ptolomeo II no se dejó ofuscar por su simpatía hacia los griegos. Pensaba que los romanos eran una nación en auge y que sería mucho mejor estar con ellos que contra ellos. Así, pues, se alió con los romanos, y afianzó la alianza cuando Roma entró en guerra con Cartago a propósito de Sicilia. En verdad, la alianza llegó a ser una tradición para Egipto, alianza a la que los Ptolomeos nunca renunciaron.
Ptolomeo II murió en el 246 a. C. Le sucedió su hijo mayor Ptolomeo III. De nuevo Egipto tuvo un gobernante vigoroso y esclarecido. Recuperó Cirene, que durante algunos años había logrado independizarse de Egipto.