Authors: Isaac Asimov
La segunda postura mantenía que Cristo tenía tres aspectos, todos ellos iguales entre sí y que habían existido siempre: el Padre, aspecto que se manifestó especialmente en la Creación; el Hijo, aspecto que se manifestaba a través de la forma humana de Jesús, y el Espíritu Santo, que se había manifestado varias veces a través de hombres normales, a quienes había inspirado acciones de las que habrían sido incapaces sin ayuda divina. Los tres aspectos de Dios se denominan Trinidad, y la creencia en estos tres aspectos iguales se denomina
trinitarismo.
El principal defensor de la postura unitarista era un sacerdote de Alejandría llamado Arrio. Tan firme era su postura que esta creencia se conoce con el nombre de arrianismo, y quienes la defienden toman el nombre de arrianos.
Pese a que su más firme defensor era alejandrino, el reducto más importante de arrianismo en tiempos de Constantino I fue el Asia Menor. En Egipto se conservaba todavía el recuerdo del gnosticismo, según el cual Jesús era espíritu, no-materia (véase pág. 111). ¿Cómo podía ser, pues, totalmente humano?
Tenía que ser por:
igual divino y humano.
Si embargo, la mayoría de los sacerdotes de Alejandría eran trinitaristas, y Alejandro, obispo de Alejandría, era objeto de constantes presiones para que actuara con fuerza contra el molesto sacerdote. En el 323 Alejandro convocó una reunión de obispos (un «sínodo»), en la que se condenó oficialmente la postura arriana, pero Arrio rehusó aceptar la decisión.
Eran precisamente los tiempos en que Constantino comenzaba a ser preponderante en todo el Imperio, y hubo intento de llamar su atención sobre el problema. (Los obispos podían denunciar, pero era el emperador quien disponía de un ejército que podía forzar la aplicación de la denuncia). Constantino estaba ansioso de poder llevar la voz cantante en el asunto. El no sabía nada de las ideas teológicas que intervenían en la disputa, ni le interesaban, pero comprendía perfectamente cuáles podían ser los peligros políticos. Dependía de los cristianos del imperio, que le daban su apoyo, pero sólo a cambio de su actitud pro-cristiana. Ahora bien, si los cristianos comenzaban a pelear entre sí, su apoyo perdería eficacia. Además, sus oponentes políticos podrían siempre ofrecer su apoyo a una de las facciones, prometiéndole la supresión de la otra.
Por ello, en el 325, Constantino I convocó una gigantesca reunión de obispos en la ciudad de Nicea, a unas treinta y cinco millas al sur de su capital, Nicomedia, a quienes ordenó que resolvieran la cuestión de una vez por todas. Fue éste el primer «Concilio ecuménico» —es decir, el primero «a escala mundial»—, al participar en él obispos de todo el Imperio, y no sólo de una o dos provincias.
La disputa quedó zanjada, al menos sobre el papel. El Concilio votó la adopción de una fórmula («la doctrina de Nicea») a la que todos los cristianos debían adherirse, que aceptaba el trinitarismo. Arrio y muchos de los más inveterados arrianos fueron enviados al exilio.
Teóricamente, el punto de vista trinitarista fue aceptado por toda la Iglesia, por la Iglesia universal o, para usar el término griego que significa «universal», por la Iglesia católica. Por ello se llama católicos a los que apoyaron el trinitarismo y se considera al arrianismo como una herejía (un sector minoritario, cuyas opiniones no han sido aceptadas oficialmente por la Iglesia).
En el 325, pues, Alejandría parecía haber alcanzado un nuevo momento cumbre. La propia Roma le estaba a la zaga. El medio siglo de caos político que había precedido a la subida al poder de Diocleciano había llevado a la ciudad de Roma a un serio declive en su riqueza y prestigio. En el 271 Aureliano se vio obligado a construir murallas alrededor de Roma —lo que significaba una tácita admisión de que la ciudad ya no estaba tan a salvo como antes de sus enemigos.
Luego, cuando Diocleciano fijó su capital en Nicomedia, Roma perdió algo más de su prestigio, pues no era ya la sede del emperador. Pero tampoco Nicomedia se benefició gran cosa: pese a la presencia del emperador, esta ciudad siguió siendo una ciudad de provincia de segunda fila.
Esto dejó a Alejandría sin rival. Esta era la gran ciudad del imperio, el centro que irradiaba influencia, la cabeza de la teología cristiana, la fuerza que respaldaba la victoria trinitarista de Nicea. Nunca, desde los tiempos de Ptolomeo III, seis siglos antes, había parecido tan grande el dominio de Alejandría y Egipto sobre el mundo.
Y entonces Constantino I tomó una decisión que asestó un tremendo golpe a la posición de Alejandría: decidió crear una nueva capital. El lugar elegido estaba situado en la orilla europea del Bósforo, el angosto estrecho que separa a Europa de Asia menor, y en el que se levantaba la ciudad griega de Bizancio desde hacía casi mil años.
Constantino tardó cuatro años en construir su nueva capital, no escatimando esfuerzo alguno para que fuera todo lo amplia, pródiga, lujosa que pudiera ser; saqueando las obras de arte de las ciudades del imperio para llevarlas a la nueva capital; alentando a la burocracia y aristocracia de Roma para que se instalase en la «nueva Roma». En el 330 la ciudad, dedicada al emperador, se denominó Constantinopla (la «ciudad de Constantino»). Súbitamente Alejandría se encontró desplazada de nuevo a un segundo lugar, pues la nueva ciudad se enriqueció pronto, aumentando su esplendor y población, y pronto se convirtió en lo que iba a seguir siendo durante casi un milenio: la mayor ciudad del mundo cristiano.
La situación de Alejandría se hizo más insoportable que en el pasado. Ser segundona respecto de Roma, que era una ciudad no griega, cuyo renombre le había venido de la guerra más que de la ciencia, del músculo más que de la inteligencia, era una cosa; serlo respecto de Constantinopla —también griega— era otra.
En buena medida la querella religiosa que se produjo posteriormente se agudizó debido a la rivalidad entre las dos ciudades. Y esto fue así sobre todo por lo que se refiere a la controversia arriana, que, después de todo, no había quedado zanjada en Nicea.
Los arrianos habían sido derrotados en Nicea, pero no eliminados. Cierto número de obispos continuaban predicando el arrianismo en Asia Menor. Destacaba entre ellos Eusebio, obispo de Nicomedia, antigua sede de la corte de Constantino antes del establecimiento de la capital en Constantinopla.
Eusebio gozaba de la confianza de la corte, y su influencia sobre Constantino y otros miembros de la familia real crecía sin cesar. Pronto Constantino hubo de lamentar el modo en que había concedido plena libertad a los obispos de Nicea. Vio claramente que la decisión de los obispos no había resuelto los problemas ni influido en la cristiandad en general. En realidad, la mayor parte de los cristianos del Asia Menor, la provincia más próxima a la sede imperial, seguía siendo arriana, y Constantino no quería enfrentarse a la mayoría.
En el 335, pues, convocó un sínodo de obispos, no un concilio ecuménico, en Tiro, y les hizo variar la decisión de Nicea. Arrio volvió a ocupar su puesto (aunque murió antes de que la orden fuese cumplida), y el arrianismo vio aumentar de golpe su poder.
Pero tampoco entonces se puso fin al catolicismo, con una simple decisión de un grupo de obispos. Quedaba Alejandría.
Diez años antes había participado en el Concilio de Nicea, como secretario privado del obispo Alejandro de Alejandría, un joven sacerdote, Atanasio. En el 328 sucedió a Alejandro en el cargo de obispo, y rápidamente se convirtió en el más vocinglero y formidable de los defensores de la doctrina trinitaria del catolicismo. A causa de la decisión del sínodo de Tiro, Atanasio fue desterrado, pero ni aun así se logró acallar su voz, que, incluso desde el exilio, hablaba con el peso y la influencia no sólo de Alejandría, sino de todo Egipto.
Al morir Constantino I en el 337, le sucedieron sus tres hijos, a quienes se confió el gobierno de diversas partes del imperio. Constancio II, su segundo hijo, gobernaba en el este. Era un arriano convencido y radical, y en el 339 nombró a Eusebio, arriano por excelencia, obispo de Constantinopla. Naturalmente, Eusebio y sus sucesores en el cargo, como obispos de la capital de la cristiandad, estimaron que tenían todos los derechos para considerarse a sí mismos cabeza de la Iglesia. (Este mismo punto de vista sostenía, por las mismas razones, el obispo de Roma, y la controversia entre ambos llevó, finalmente, a una escisión entre los cristianos que ha durado hasta hoy en día).
Eusebio y Atanasio, por tanto, no estaban separados tan sólo por una disputa doctrinal, sino por una verdadera lucha por el poder. Mientras Constancio II reinó, Atanasio siguió en el exilio la mayor parte del tiempo. En el 353, una vez muertos los hermanos de Constancio II y derrotados o asesinados los demás pretendientes al trono, el vencedor gobernó en solitario sobre todo el imperio, y parecía que la victoria del arrianismo era total.
Pero Constancio no podía vivir eternamente. Murió en el 361 y le sucedió su sobrino Juliano, quien, pese a su educación cristiana, se declaró pagano. Decretó una completa libertad religiosa en el imperio, en parte por idealismo, y en parte porque creía que el mejor modo de acabar con el cristianismo era permitir que las distintas sectas se despedazasen entre sí sin impedimentos.
Pero las cosas no ocurrieron como Juliano había esperado. Su reino duró menos de dos años, muriendo en una batalla contra los persas, en el 363. Por añadidura, las distintas sectas cristianas, sacudidas por el repentino resurgir del paganismo, acallaron sus querellas y tendieron a unirse contra el enemigo común.
El breve reinado de Juliano, sirvió, sin embargo, para romper el predominio de los arrianos. Bajo el edicto de Juliano los obispos católicos pudieron volver del exilio y ocupar de nuevo sus puestos. Incluso Atanasio retornó, como obispo de Alejandría (aunque no por mucho tiempo). Una vez que los católicos se hubieron instalado de nuevo en el imperio, fue muy difícil apartarlos, pues los emperadores posteriores nunca llegaron a ser tan acérrimos del arrianismo como lo había sido Constancio II.
Para la época en que murió Atanasio, en el 373, el catolicismo se encaminaba ya hacia la victoria. Y ésta llegó en el 379, cuando Teodosio I, católico tan convencido de su fe como lo había sido el arriano Constancio II, se convirtió en emperador. En el 381, Teodosio convocó un segundo concilio ecuménico, esta vez en Constantinopla.
El arrianismo fue declarado de nuevo fuera de la ley, y esta vez todo el poder del Estado respaldaba la decisión. Se les prohibió reunirse a los arrianos y a los miembros de las demás sectas heréticas, y se les confiscaron sus iglesias. Había acabado la libertad religiosa para todos los cristianos menos aquellos que adherían a la postura oficial de la Iglesia católica.
Alejandría había vencido de nuevo, y esta vez sobre la propia Constantinopla, al menos dentro de los límites del imperio. (El arrianismo subsistió por lo menos durante tres siglos en el seno de algunas tribus germánicas, que pronto comenzarían a inundar los dominios del imperio).
Teodosio I se mostró tan duro con los restos de paganismo como lo había sido con los herejes cristianos. En el 382, el coemperador de Teodosio en el oeste, Graciano, había derruido el altar de la victoria pagana que se hallaba en el Senado, puesto fin a la institución de las vírgenes vestales, que habían cuidado la llama sagrada durante más de mil años, y abolido el título sacerdotal pagano de Supremo Pontífice. Asimismo, en el 394, Teodosio acabó con los Juegos Olímpicos, que habían perdurado casi mil doscientos años como uno de los grandes festejos religiosos de los griegos paganos. Más tarde, en el 396, invasores bárbaros (que, por cierto, eran arrianos) destruyeron el templo de Ceres, junto a Atenas, y pusieron fin a los Misterios de Eleusis, la religión mistérica más venerada por los griegos.
De todos modos, y de alguna forma, subsistieron unos cuantos pobres restos de paganismo. En Atenas, filósofos paganos impartían sus lecciones ante auditorios cada vez menos nutridos en la Academia, la escuela que había fundado Platón muy poco tiempo después del final de la Edad de Oro ateniense.
Tampoco se esfumaron las ancestrales religiones egipcias. Paulatinamente, la población egipcia había ido sustituyendo a Osiris por Jesús y a Isis por María, y a sus numerosos dioses por los numerosos santos. Los viejos templos fueron olvidados o convertidos en iglesias. Que el paganismo estaba sentenciado se vio más claramente en el 391, cuando el Serapeum mismo fue destruido en Alejandría, por orden imperial, tras seis siglos de existencia.
Alejandría lo iba a pasar aún peor. El último filósofo pagano de importancia que enseñaba en Alejandría fue Hipatia, una mujer. Cirilo, obispo de Alejandría desde el 412, la consideraba un peligro, en parte, por su popularidad, que atraía a numerosos estudiantes a escuchar sus lecciones sobre filosofía pagana, y en parte, porque era amiga de uno de los funcionarios seculares de Egipto, funcionario con el que Cirilo no se llevaba bien.
Se cree que fue por instigación de Cirilo que un grupo de monjes mató brutalmente a Hipatia en el 415 y luego destruyó gran parte de la biblioteca de Alejandría. El modo en que ciertas facciones de la Iglesia despreciaban y denigraban el saber mundano fue una ominosa primicia del oscurantismo que pronto se abriría paso y del cual le iba a ser tan difícil salir a la humanidad.
Sin embargo, aun en tiempos de Cirilo, subsistió una pequeña porción de la antigua religión.
Lejos, en el sur, junto a la Primera Catarata, en la isla de Filé, Nectanebo II, último rey nativo de Egipto, había construido un templo dedicado a Isis, seis siglos antes. Había sido reconstruido por Ptolomeo II Fidalelfos y reparado de nuevo en tiempos de Cleopatra.
Allí, en tanto que el mundo se hacía cristiano, podía admirarse todavía la pálida sonrisa de la Reina de los Cielos y se ejecutaban aún los viejos ritos en secreto, lejos del centro del poder cristiano.
Pero Alejandría siguió siendo la gran rival de Constantinopla, y la porfía religiosa continuó entre ambas ciudades.
Por ejemplo, en el 398, Juan Crisóstomo fue nombrado obispo de Constantinopla. Su segundo nombre, que en griego significa «boca de oro», le fue adjudicado poco después de su muerte, en recuerdo de su elocuencia.
Dicha elocuencia fue empleada sin piedad en la denuncia del lujo y de la inmoralidad, de la que no se salvó nadie, ni siquiera la propia emperatriz. Irritada, ésta decidió desterrar a Crisóstomo, y en esta tarea halló un aliado natural en Teófilo, entonces obispo de Alejandría y predecesor de Cirilo. Juntos, aunque con algunas dificultades, consiguieron su propósito, y Crisóstomo murió en el exilio. Alejandría triunfaba de nuevo.