Authors: Isaac Asimov
Los derrotados filisteos fueron obligados a establecerse en la costa al nordeste de Egipto. Con todo, esta victoria representó la última boqueada de Egipto y el fin de su gloría. Desde este momento se replegó exhausto hacia el Nilo y su imperio se desvaneció. El Imperio Nuevo había terminado, tras cuatro siglos de poder, y ya no habría nunca más otro Imperio «Novísimo» de igual poderío.
Con un Egipto impotente, los israelitas irrumpieron a través del río Jordán, y comenzaron a dominar a las ciudades cananeas. Durante dos siglos israelitas y filisteos lucharían por el dominio a las mismas puertas de Egipto, y éste será incapaz de mover un dedo para intervenir en la lucha en un sentido o en otro.
Ramsés III murió en el 1158 a. C, y le sucedió una confusa serie de reyes, todos ellos llamados Ramsés (de Ramsés IV a Ramsés XI), todos sin importancia, todos débiles. Estos reyes son los Ramésidas.
Durante los ochenta años que reinaron estos Ramésidas (1158-1075 a. C), todas las tumbas de Tebas, excepto una, fueron saqueadas. Fueron robados incluso los tesoros funerarios del propio Ramsés II. Con ocasión del entierro de uno de estos Ramésidas —Ramsés IV, en el 1138 a.C.—, la tumba de Tutankhamón, que había gobernado dos siglos antes, quedó eficazmente cubierta, lo que le permitió permanecer intacta hasta los tiempos modernos.
A medida que el poder de los faraones declinaba, el de los sacerdotes aumentaba. La victoria del clero sobre Ajenatón había arrojado una sombra sobre la corona, desde entonces. Incluso Ramsés II hubo de andar con cautela en lo que respecta a los derechos de los sacerdotes. Durante las Dinastías XIX y XX cada vez más tierras, campesinos y riquezas habían ido a parar a manos de éstos. Y como el poder de una religión arraigada desde mucho tiempo atrás tiende a ser conservador e intransigente, esto resultó ser un mal asunto para el país.
Los Ramésidas fueron marionetas en manos del clero que, probablemente, recordaba que bajo la dominación de los hicsos los sacerdotes de Amón gobernaron sobre Tebas y el Alto Egipto. Cuando, finalmente, Ramsés XI murió en el 1075 a. C., no ocupó su trono ningún sucesor directo. En cambio, el sumo sacerdote de Amón que era también el jefe del ejército, puso en práctica lo que ya era una realidad, autoproclamándose gobernante de Egipto. Pero no llegó a ser soberano de un reino unificado.
En la región del Delta apareció un segundo grupo de gobernantes, cuya capital fue Tanis, la ciudad de Ramsés II. Este linaje de príncipes tanitas fueron denominados por Manetón Dinastía XXI.
Egipto era en este momento más débil que nunca pues estaba dividido, y la labor que Menes había llevado a cabo dos mil años antes parecía de nuevo destruida.
Lo único que se conoce con certeza acerca del Egipto de la Dinastía XXI es una aislada mención bíblica que, en sí misma, subraya el estado de deterioro en que había caído la poderosa tierra de Tutmosis III y de Ramsés II.
Durante la época de la Dinastía XXI finaliza la contienda en Siria. Los israelitas habían hallado a su líder en el guerrero judío David, y bajo su mando, los filisteos habían sido completamente derrotados, y sometidas las pequeñas naciones circundantes. Este fue uno de esos raros momentos en la historia en que las dos civilizaciones del Nilo y de la región del Tigris-Eufrates estaban atravesando un período de debilidad, dando la oportunidad al rey David de fundar un imperio israelita que llegaría a alcanzar desde la península del Sinaí hasta el curso superior del río Eufrates, abarcando virtualmente toda la orilla oriental del Mediterráneo. Incluso las ciudades costeras cananeas (es decir, fenicias), aun manteniendo su independencia, fueron aliados subordinados de David y de su hijo Salomón.
Bajo los reinados de David y de Salomón Israel fue más fuerte que la parte de Egipto gobernada por los monarcas de la Dinastía XXI. Egipto llegó a considerarse afortunado al aliarse con Israel, y el faraón cedió a una de sus hijas para el harén de Salomón (1 Reyes 3:1). El nombre del faraón no aparece en la Biblia, pero Salomón reinó entre el 973 y el 933 a. C, lo que coincide casi exactamente con los años del reinado de Psusennes II, el último rey de la dinastía egipcia.
Psusennes tuvo sus dificultades. Durante las sucesivas generaciones de debilidad egipcia, el ejército había ido dependiendo cada vez más estrechamente de tropas mercenarias, y en particular de mandos libios para que lo dirigieran. Es casi una evolución inevitable el que un ejército compuesto por mercenarios sea dócil solamente bajo el mando de un mercenario; y también el que los generales mercenarios dominen invariablemente el régimen, y en ocasiones lo derriben.
Durante el reinado de Psusennes II el comandante era un libio llamado Sheshonk. Su apoyo era absolutamente necesario a Psusennes, que se vio obligado a aceptar alianzas matrimoniales entre las dos familias. La hija del faraón casó con el hijo de Sheshonk —un signo fatal, pues demostraba claramente que el general abrigaba intenciones respecto al trono—. Es probable que Psusennes diese otra de sus hijas a Salomón, con la esperanza de poder contar con el apoyo israelita contra la posible usurpación del general.
Si fue así, el faraón quedó frustrado. En el 940 a. C., a la muerte de Psusennes II, Sheshonk ocupó el trono tranquilamente. En realidad, ¿quién iba a oponérsele, con su ejército mercenario controlando Tanis?
El nuevo faraón tomó el nombre de Sheshonk I, primer monarca de la Dinastía XXII. En ocasiones se la denomina la Dinastía Libia, aunque resulta engañoso llamarlo así. No hubo una verdadera conquista libia de Egipto, y los soldados libios que reinaron estaban asimilados a los modos egipcios.
Sheshonk estableció su capital en Bubastis, a unas treinta y cinco millas río arriba de Tanis. Volvió a unificar el valle del Nilo, recobrando el control sobre Tebas. Tras siglo y cuarto de división, Egipto volvía a ser una potencia unida.
Sheshonk trató de vincular a Tebas con el Delta convirtiendo a su propio hijo en sumo sacerdote de Amón.
Posteriormente dirigió su atención hacia Israel, cuya alianza con su antecesor le había ofendido probablemente. En un primer momento no recurrió al ataque directo, sino que se valió de la intriga. El norte de Israel se sentía a disgusto con el dominio de una dinastía de Judea, e intentó rebelarse. La rebelión fue aplastada pero su líder, Jeroboam, encontró asilo junto a Sheshonk. A la muerte de Salomón, en el 933 a. C., Sheshonk envió de nuevo a Jeroboam a Israel, donde esta vez la rebelión logró triunfar.
El breve imperio de David y de Salomón se desmoronó para siempre. La porción septentrional, la más extensa y la más rica, conservó el nombre de Israel y fue gobernada por reyes que no descendían de David. En el sur estaba el pequeño reino de Judá, centrado alrededor de Jerusalén, donde la dinastía de David retendría el poder durante más de tres siglos.
Sheshonk se halló frente a un reino de Judá muy disminuido, agitado por las revueltas, y estimó que no habría ningún peligro en lanzarse a una aventura exterior. Como Tutmosis III y Ramsés II cruzó el Sinaí. Pero esta vez el enfrentamiento no era con un poderoso Mitanni o con un Imperio hitita. Egipto no se habría atrevido a hacerlo en esta etapa de su historia. Era tan sólo el débil Judá a quien se atacaba. En el 929 a. C., pues, Sheshonk invadió este país con resultados que han sido registrados en la Biblia (donde el monarca egipcio es llamado Shishak). El faraón ocupó Jerusalén, saqueó el Templo y, sin ninguna duda, sometió a Judá a tributo durante algún tiempo.
Como consecuencia de todo ello, Sheshonk se consideró un conquistador, erigiendo monumentos en Tebas en los que se enumeraban sus conquistas. Incluso amplió el templo de Karnak y puede que fuera durante su reinado cuando se dieron los toques finales a la inmensa Sala Hipóstila.
Sin embargo, Sheshonk no fue sólo el primer rey de su dinastía, sino también el único que mostró algún vigor. Su sucesor, Osorkon I, subió al trono en el 919 antes de Cristo, y se encontró con un Egipto bastante rico y próspero, pero apenas pudo hacer algo más que mantenerse. Tras su muerte, en el 883 a. C, se reanudó el inexorable declive.
El ejército era ingobernable, y sus generales estaban empeñados en apoderarse de todo lo que estaba a su alcance. Tebas se separó una vez más en el 761 a. C., y sus gobernantes fueron incluidos por Manetón en la Dinastía XXIII.
Tal era la triste situación de Egipto en estos momentos, cuando, por primera vez en su historia, el impulso conquistador venía de Nubia hacia el norte, en vez de hacerlo desde Egipto hacia el sur.
Bajo el Imperio Nuevo, Nubia había sido en la práctica una prolongación meridional de Egipto. Todos los hallazgos arqueológicos de ese período son enteramente de tipo egipcio.
Sin embargo, durante algunos siglos, en tiempos del declive egipcio, Nubia parece desaparecer de nuestra vista. Indiscutiblemente, con un Egipto fragmentado la mayor parte del tiempo, y con gobiernos rivales en Tebas y en el Delta, no había oportunidades para que los faraones dominasen los largos tramos del Nilo más allá de la Primera Catarata. Así, los propios autóctonos hubieron de hacerse cargo de Nubia.
El centro de su poder fue establecido, según parece, en Napata, situada inmediatamente después de la Cuarta Catarata. Esta ciudad representa el límite práctico de la penetración egipcia (Tutmosis III dejó en ella una columna con inscripciones); había experimentado la influencia de la refinada civilización egipcia, y aun así, estaba lo suficientemente lejos de Egipto como para que su seguridad no peligrase, salvo en casos extremos.
Sin embargo, Nubia siguió siendo egipcia por su cultura. Cuando Sheshonk ocupó Tebas, un grupo de sacerdotes de Amón se refugió en Napata, donde fueron bien recibidos. Sin duda alguna, se consideraron algo así como un «gobierno en el exilio» e incitaron a los príncipes nubios a invadir Egipto y restaurar al clero leal en el poder.
Ciertamente, bajo la influencia de los sacerdotes, Nubia se hizo más profundamente egipcia en materia de religión que el propio Egipto, más ortodoxa en el culto a Amón. A los naturales deseos de sus monarcas nativos de obtener la gloria por medio de la conquista, se añadió la idea de que podía resultar piadoso buscar esa gloria. Hacia el 750 a. C., el avance nubio hacia el norte era un hecho.
La conquista no fue difícil, dado que un Egipto tan desorganizado era una presa asequible. El monarca nubio Kashta conquistó Tebas casi de golpe, donde fueron reinstaurados los descendientes del clero exilado. El sucesor de Kashta, Pianji, se aventuró más hacia el norte, adentrándose en el Delta hacia el 730 a. C.; se lo considera el primer monarca de una nueva dinastía (llamada con frecuencia Dinastía Etíope, que deriva del nombre que los griegos daban a la patria de Pianji). En ciertas partes del Delta dos gobernantes egipcios resistieron durante algún tiempo. Manetón considera a los egipcios como la Dinastía XXIV, y a los conquistadores nubios, como la XXV.
El hermano de Pianji, Shabaka, le sucedió en el trono en el 710 a.C., trasladando la capital de Napata a la lejana, más grande y más prestigiosa ciudad de Tebas.
Una vez más, sería un error considerar a la Dinastía Etíope como un dominio extranjero. Sin duda, los monarcas eran nativos de regiones exteriores al Egipto propiamente dicho, pero, como la Dinastía Libia, culturalmente eran completamente egipcios.
Pero en Asia occidental estaba surgiendo un nuevo imperio, que iba a eclipsar a los antiguos reinos Mitanni y de los hititas, y que iba a establecer nuevos récords de crueldad.
El nuevo imperio fue el de Asiria.
Asiria tuvo su origen en el alto Tigris durante la época del Imperio Antiguo egipcio. Tomó prestada su cultura de las ciudades-Estado de la región del Tigris-Eufrates inferior, y erigió una próspera nación mercantil.
Durante algunos siglos Asiria estuvo dominada por las naciones vecinas que tenían una mejor organización militar. Así, por ejemplo, fue tributaría de Mitanni y participó en la derrota que a esta nación infligió Tutmosis III. Un siglo después cayó bajo el dominio hitita.
Tras el fin de los hititas, en el 1200 a. C., por algún tiempo las cosas se pusieron bastante difíciles para Asiría, ya que el caos provocado por las migraciones de los Pueblos del Mar produjo una especie de Edad Oscura que afectó a todo el Occidente de Asia.
Pero entonces ocurrió algo singular y de consecuencias espectaculares. Los asirios habían aprendido el secreto de la fundición del hierro de los hititas, como habían hecho otros pueblos de la época, pero aquéllos fueron los primeros que realmente supieron sacar pleno rendimiento del nuevo metal.
No equiparon a sus ejércitos sólo con algunos elementos de hierro, como hicieron los dorios que habían invadido Grecia, sino que crearon gradualmente un ejército, el primero en su género en la historia, totalmente «férreo». Una vez más, el efecto fue el de un «arma secreta», como lo había sido, mil años antes, el caballo y el carro.
Los asirios tuvieron su primer ensayo de victoria militar cuando su rey, Tiglath-Pileser I, condujo sus ejércitos hacia occidente, hasta el Mediterráneo, alrededor del 1100 a. C, en tiempos de los Ramésidas.
Con todo, Asiria se vio obligada a retroceder cuando nuevas invasiones de nómadas cruzaron las regiones occidentales de Asia. Esta vez se trataba de tribus arameas que acabarían instaurando un reino al norte de Israel y de Judá. Este reino era denominado por los propios arameos y por los israelitas Aram, pero en la versión de la Biblia del rey Jacobo el reino recibe el nombre griego de Siria.
Aproximadamente en los tiempos en que la Dinastía Libia gobernaba Egipto, Asiria se recuperó. Sus ejércitos fueron equipados con máquinas de guerra hasta entonces nunca vistas, como arietes macizos, ideados para el asedio de ciudades amuralladas. Hacia el 854 a. C., los ejércitos asirios invadieron Siria y apenas pudieron ser rechazados por una coalición sirio-israelita.
Pero la debilidad de las civilizaciones fluviales, que había hecho posible el imperio de David y de Salomón, era cosa del pasado. El fin de los pequeños reinos de la costa mediterránea estaba próximo.
En el 732 a. C., mientras los nubios conquistaban Egipto, el rey asirio Tiglath-Pileser III destruyó el reino sirio y ocupó Damasco, su capital. Diez años después, uno de sus sucesores, Sargón II, destruyó Israel y ocupó su capital, Samaria. En el 701 a. C., el hijo y sucesor de Sargón, Senaquerib, asedió la propia Jerusalén.