Authors: Isaac Asimov
Hacia el 1645 a. C, setenta y cinco años después de la llegada de los hicsos, los gobernantes de Tebas reclamaron el título de reyes y, de hecho, se consideraban ya los legítimos reyes de todo Egipto. De esta forma se inició un linaje de gobernantes que Manetón registró como Dinastía XVII, que coexistió con la XVI de los hicsos.
La situación de los «reyes» tebanos no pudo ser especialmente grandiosa al principio. El opulento norte estaba gobernado por invasores. Las fortalezas nubias habían sido incendiadas y destruidas. Todo lo que poseían era su propia ciudad y un estrecho tramo del Nilo, unas cien millas aproximadamente hacia el norte y hacia el sur. No obstante, supieron defender sus posiciones.
Dos cosas operaron en su favor. Cuando un pueblo guerrero habituado a vivir en una ruda simplicidad, conquista y ocupa una región civilizada, rápidamente se acostumbra a la comodidad y al lujo y cada vez se vuelve más renuente a complicarse la vida con las dificultades y penalidades de la vida militar. En pocas palabras, cesa de ser guerrero. (Con frecuencia, los historiadores tienden a considerar dicha pérdida del gusto por la guerra como un signo de «decadencia», como si hubiese algo despreciable en no ser un matón y en no desear participar en asesinatos colectivos. Quizá, por el contrario, deberíamos pensar que cuando se cesa de experimentar placer por la guerra es cuando se comienza a ser civilizado y decente).
Sea como fuere, los hicsos se sedentarizaron y «suavizaron». Sus gobernantes y líderes, en especial, se convirtieron en egipcios por cultura y costumbres y dejaron de ser guerreros tan formidables como solían.
El segundo factor fue que las «armas secretas» dejan de serlo cuando se las utiliza. Los egipcios del sur comenzaron a aprender a emplear los caballos y los carros y pudieron enfrentarse a los hicsos casi en igualdad de condiciones.
Los reyes de la Dinastía XVII lucharon contra los hicsos y lentamente comenzaron a hacer progresos. Extendiendo su poder hacia el norte, a expensas de las tierras dominadas por los invasores. En tiempos de Kamosis, el último rey de la dinastía, los hicsos no poseían ya sino los territorios inmediatos a su capital.
Ni Kamosis, ni la XVII Dinastía duraron lo bastante como para presenciar la victoria final. No sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió. Probablemente Kamosis murió sin hijos que lo sucediesen y podríamos suponer que entonces asumiría el poder algún extraño, pero tenemos razones para pensar que fue un hermano el que subió al trono, en cuyo caso, no habría suficientes motivos para iniciar una nueva dinastía. Sin embargo, no podemos decir qué criterios empleó Manetón para clasificar sus dinastías. Quizá pensó que Egipto estaba tomando un nuevo impulso con la expulsión final de los hicsos y que por ello se merecía una nueva dinastía, independientemente de que lo precisasen las relaciones familiares o no.
La Dinastía XVIII (tebana como la XVII) estaba destinada a ser la más importante de la historia egipcia. Llegó al poder en el 1570 a. C, y su primer representante fue Ahmés, que completó la obra de su predecesor y, probablemente, hermano Kamosis.
En una última batalla en el delta, Ahmés derrotó por completo a Apofis III, el último de los reyes hicsos y lo expulsó de Egipto. Persiguió incluso a los hicsos que huían hasta Palestina y los volvió a derrotar.
Así, los hicsos, que habían entrado repentinamente en las páginas de la historia y habían gobernado un rico imperio durante siglo y medio, salieron de dichas páginas de modo igualmente repentino, desapareciendo tan silenciosa y misteriosamente como habían entrado. Con todo, esto es tan sólo una ilusión, pues únicamente es el nombre —y no el pueblo— el que aparece y desaparece. Los hicsos constituían una alianza difusa de tribus semíticas formada por poblaciones de Siria y de las regiones vecinas adonde ahora volvían. Como hicsos dejaron de existir, pero como tribus semíticas —cananeos, fenicios, amorritas— continuaron existiendo para disputar a Egipto las orillas orientales del Mediterráneo durante largo tiempo.
Habiéndoselas entendido con los hicsos, Ahmés se dedicó a restablecer el poder egipcio en el norte de Nubia y a imponerse con mano firme sobre la nobleza. El intervalo de los hicsos había enseñado a los egipcios al menos una lección y la turbulenta nobleza se doblegó ante el trono. El mundo se había vuelto demasiado peligroso para andarse con juegos de ambición. Así, la situación egipcia volvió a ser muy similar a la que era bajo la gran IV Dinastía, por lo que el gobierno de Ahmés señala el comienzo de un nuevo período de poder, tras un lapso de dos siglos. La parte de historia egipcia que sigue suele denominarse Imperio Nuevo.
No hay duda de que algunos de los asiáticos que entraron en Egipto durante la dominación de los hicsos se quedaron después de que los egipcios se hicieran cargo del poder de nuevo. Es dudoso que los egipcios considerasen con afecto a estos asiáticos, ya que pensaban que habían sido inicuamente tiranizados por ellos durante cinco generaciones. Lo normal, con arreglo a las costumbres de la época, era que esclavizasen a los restos de los odiados y una vez temidos extranjeros, hoy derrotados.
Podríamos hallar incluso una excusa lógica. Si alguna vez los asiáticos intentaban invadir Egipto de nuevo, aquellos asiáticos que quedasen en territorio egipcio podían servir de natural «quinta columna». Así, pues, por razones de seguridad, debían ser despojados de todo poder. Es esto lo que pudo dar lugar a las posteriores leyendas israelitas concernientes a su período de esclavitud en Egipto, tras el ascenso del faraón que «no conoció a José».
Pero el Imperio Nuevo era diferente en un aspecto importante de los Imperios Antiguo y Medio. Egipto había aprendido las cosas de la vida. Los egipcios habían descubierto que no estaban solos en el mundo, que no constituían la única potencia civilizada, rodeada de seres inferiores. Había otras potencias militares que eran peligrosas, y a las que Egipto debía aplastar si no quería ser aplastado.
Ahora Egipto tenía carros; contaba, además, con una tradición victoriosa sobre un poderoso enemigo. Aparecieron reyes que se mostraron orgullosos de conducir sus ejércitos a la conquista fuera de las fronteras egipcias. El rey ya no era sólo sacerdote y dios; también era un gran general. De algún modo, esto enalteció aún más al rey ante los ojos del pueblo y le convirtió en un símbolo de poder mayor y más efectivo. Como dios, su consecución de buenas cosechas era callada y poco espectacular; como general, los trofeos, despojos y prisioneros que traía constituían un testimonio estrepitoso de hazañas que servían para enriquecerle a él, a sus soldados y a su pueblo.
En el Imperio Nuevo, el rey egipcio obtuvo un nuevo título.
El pueblo siempre ha sido reacio a dirigirse al monarca directamente. Su posición le parece demasiado relevante como para ser empañada con un tratamiento ordinario. En los tiempos modernos, es común decir «Vuestra Majestad» y «Su Majestad» en vez de «usted» y «él», cuando se habla de un rey. Incluso en la democrática América difícilmente nos atreveríamos a dirigirnos a un presidente con una fórmula común de tratamiento, se le llama «Señor Presidente». Y con frecuencia se dice «la Casa Blanca opina que…», cuando en realidad esto significa que el presidente opina esto o lo otro.
De forma similar, los egipcios acostumbraban a referirse al rey por su lugar de residencia, su enorme palacio, que llamaban
per-o
(«la gran casa»). Nuestra versión del nombre es «faraón».
Estrictamente hablando, el título no debe aplicarse a los reyes anteriores a la Dinastía XVIII, pero por lo general se hace así, gracias a la influencia de la Biblia. Los primeros libros de la Biblia se basan en leyendas que fueron transcritas una vez terminado el Imperio Nuevo. El título de «faraón» utilizado en este período se ha aplicado anacrónicamente, a reyes anteriores: al rey de la XII Dinastía con quien trató Abraham y al rey de los hicsos a quien sirvió José.
Amenhotep I, hijo y sucesor de Ahmés I, accedió al trono en 1545 a. C. (algunos egiptólogos prefieren el nombre de Amenofis, pues aunque por lo general no hay desacuerdo respecto al sentido de las palabras egipcias, con frecuencia se plantean respecto a la pronunciación).
Bajo Amenhotep I, se evidenció el nuevo genio de Egipto. Sus ejércitos penetraron profundamente en Nubia y el poderío egipcio se asentó en zonas tan remotas como jamás se habían alcanzado en los días de Amenemhat III, tres siglos antes. Este rey consolidó las posiciones egipcias allende el Sinaí y, además, avanzó hacia el oeste del Nilo.
Al oeste de Egipto se encuentra el desierto del Sahara pero en la época del Imperio Medio no era aún tan árido ni estaba tan despoblado como hoy en día. Las zonas costeras seguían siendo lo suficientemente fértiles como para mantener a una población considerable. Había viñedos, olivos y ganado en cantidad, en zonas que ahora son demasiado secas como para que crezcan algo más que matorrales y vivan algunas cabras. Por aquellos días, había incluso oasis interiores, alrededor de los cuales podía agruparse la gente; oasis que eran más extensos que cualquier otro existente hoy día.
Siglos después, los griegos colonizaron parte de la costa africana al oeste de Egipto. A partir de como se llamaba a sí misma una determinada tribu nativa, los griegos obtuvieron la palabra «Libia», y la aplicaron a todo el norte de África al oeste de Egipto. Por consiguiente, los habitantes de los oasis y costas occidentales de Egipto son llamados libios en nuestros libros de historia. (La región se conoce todavía con este nombre y desde 1951 forma parte de la república independiente de Libia).
Los libios, aunque de raza y lengua semejantes a las de los egipcios, permanecían muy atrasados desde un punto de vista cultural con respecto a éstos. La producción agrícola garantizada por los periódicos desbordamientos del Nilo había proporcionado suficiente bienestar como para permitir el crecimiento de una civilización inmensa. Nada de esto podía ocurrir en la muy marginal economía libia, donde los pastores estaban organizados en tribus dispersas y donde la civilización existente era, a lo sumo, un diluido reflejo de la del Nilo.
A los libios les resultaba rentable organizar incursiones ocasionales contra las pacíficas comunidades agrícolas del Nilo. Si estas comunidades eran tomadas por sorpresa, los frutos de la rapiña eran abundantes, y las expediciones punitivas enviadas al desierto por los encolerizados egipcios eran esquivadas fácilmente por hombres que, después de todo, conocían cada palmo del desierto.
Tales incursiones aumentaban en número y efectividad durante las épocas en que Egipto estaba desunido y en guerra intestina, pues resultaba imposible para los egipcios mantener un sistema efectivo de puestos avanzados para vigilar a los intrusos libios. Durante el período de los hicsos, debido a que Egipto atravesaba el momento de mayor confusión de su historia, las incursiones libias resultaron mucho más dolorosas.
Amenhotep I vio que el freno más efectivo podía ser un movimiento sistemático hacia el oeste. Los oasis del oeste del Nilo y los puntos de apoyo de las costas debían estar ocupados permanentemente por contingentes del ejército egipcio. Los incursores libios, si a pesar de todo seguían apareciendo, vendrían de puestos avanzados más hacia occidente. Tendrían mayor distancia que recorrer para alcanzar su presa y volver, y deberían atravesar un peligroso pasadizo egipcio. De esta forma, los riesgos serían demasiado elevados como para que tales intentos resultaran rentables.
Amenhotep I llevó adelante el plan con tanto éxito que el Imperio Nuevo extendió el poderío egipcio en todas direcciones y sobre regiones mucho más extensas que las dominadas por los Imperios Antiguo y Medio. Egipto dominaba sobre los nubios por el sur, los libios por el oeste y los cananeos por el noroeste. Por ello resulta adecuado referirse al Imperio Nuevo como el período del «Imperio egipcio».
El sucesor de Amenhotep I no fue su hijo, e incluso parece que tampoco perteneció a la familia real. Probablemente tampoco se trató de un usurpador, pues Manetón no inicia con él una nueva dinastía, sino que vincula tanto al nuevo rey como a sus sucesores, con la Dinastía XVIII. Quizá Amenhotep no tuvo hijos y fue su yerno quien le sucedió, yerno cuyo estatus legal y cuya pertenencia a la dinastía fueron determinados gracias a su esposa.
Sea como fuere, el sucesor fue Tutmosis I, nombre que con frecuencia aparece como Totmés. Llegado al poder en el 1525 a. C, Tutmosis I prosiguió vigorosamente la política de Amenhotep. Penetró aún más profundamente hacia el sur, alcanzando la Cuarta Catarata, con lo que bajo su gobierno Egipto dominaba unas 1.200 millas del río Nilo —un enorme trecho para esa época—.
Sin embargo, las mayores hazañas del nuevo faraón tuvieron lugar hacia el noroeste, donde las costas más orientales del gran mar Mediterráneo entraron a formar parte de la esfera de poder egipcia durante tres siglos.
Los cananeos, que vivían en las tierras conocidas luego por los griegos como Siria, habían creado una civilización importante. Jericó, en el norte del mar Muerto, era una de las ciudades más antiguas del mundo, y puede remontarse como comunidad agrícola hasta el 7000 a. C., en una época en que ni el Nilo, ni la zona Tigris-Eufrates habían sido alcanzadas por la civilización.
Las ciudades cananeas, sin embargo, no contaban con vías fluviales adecuadas que las relacionaran entre sí y nunca estuvieron efectivamente unidas. Siguieron siendo «ciudades-Estado» separadas hasta el fin de su historia. Por esta razón, no pudieron nunca competir con los imperios unificados de Egipto y Babilonia. Y excepto en aquellos casos, poco frecuentes, en los que tanto Egipto como Babilonia se debilitaron simultáneamente, no pudieron conservar su independencia durante largos períodos, y mucho menos erigir su propio imperio.
Los ejércitos egipcios habían estado en Siria antes. Amenemhat III, en el apogeo del Imperio Medio, había conquistado una ciudad que algunos identifican con Sequem, a cien millas al norte de las fronteras de la península del Sinaí. Ahmés I había penetrado en Siria persiguiendo a los hicsos y Amenhotep I había ganado importantes batallas en este país.
Tutmosis I decidió llegar más lejos. Penetró con un gran ejército en Siria y avanzó hacia el norte hasta Carkemish, sobre el alto Eufrates, cuatrocientas millas al norte de la península del Sinaí. Allí erigió un pilar de piedra para atestiguar su presencia,