Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
—Esperanzas teníamos de recibirlos a ustedes con el nombre de los extranjeros —dijo Zabralkán—, pero no pudo ser. Algo más quisiéramos decir antes de escucharlos: aún cuando tuviésemos por evidente que es el ejército de Misáianes el que se acerca a las Tierras Fértiles, aunque lo tuviésemos por evidente, la decisión sería ardua. ¿Cómo enfrentar el poder del Odio Eterno? No existen fuerzas que parezcan suficientes, ni estrategias que no acarreen innumerables desdichas. Siendo así, ¡cuánto más difícil será decidir en la ignorancia de la verdad! ¿Los bóreos o Misáianes? Procuremos que nuestra decisión tenga patas de venado para que pueda saltar de un lado a otro, ocasionando el menor daño.
De repente, como si hubiesen terminado de comprender, todos se empeñaron en tomar la palabra. Estaban ansiosos de decir lo suyo. Y en varias ocasiones, Zabralkán debió intervenir para apaciguar el desorden.
—¿Cuánto tiempo transcurrirá entre la aparición de las naves en el horizonte, y su arribo a las costas? —preguntó Nakín.
—No serán dos soles —respondió Zabralkán—. Pero, si entendemos a lo que te refieres, debemos desatender cualquier insignia que traigan las naves, o cualquier mensaje que nos envíen. ¿Cómo podríamos confiar en ellos sin saber quiénes son, en verdad?
—¿Es posible que no haya mejor alternativa que un ataque sorpresivo? —preguntó Bor.
—Sorprenderlos con un ataque, sin darles la posibilidad de darse a conocer, podría significar la injusta muerte de los bóreos —dijo Elek.
—La muerte de los bóreos nos pesará en todas las formas posibles —dijo Nakín de los Búhos—. ¿Acaso no regresarían por revancha? Derramemos sangre de los bóreos, y luego derramaremos la nuestra.
—¿Y qué ocurrirá si es el ejército de Misáianes el que nos sorprende? —dijo Dulkancellin.
—El husihuilke se ha adelantado a mis palabras —intervino Molitzmós —. Si debemos elegir entre la devastación total y un error, por grave que éste sea, yo elijo el error. Yo elijo la guerra.
—¿Será posible derrotar a Misáianes con lanzas y flechas? —preguntó Nakín.
—Buena pregunta, bella de los Búhos —volvió a decir Molitzmós—. Hablamos de una guerra contra Misáianes, y la imaginamos como las guerras que conocemos ¡Cuidado! No olvidemos que esto es más que arrojar lanzas y pelear hasta la última gota de sangre.
—Pelearemos hasta la última gota de sangre, eso fue lo que los Padres afirmaron —dijo Elek—. Y lo mismo nos encomendaron a nosotros.
—Si es Misáianes el que viene, significa que tus Padres fueron derrotados —le respondió Molitzmós, Señor del Sol—. ¿Caminaremos nosotros sobre los pasos que llevaron a los bóreos a su extinción?
—Hemos llegado al lugar difícil —dijo Zabralkán—, y nos satisface que haya sido pronto. Todos comprendemos que la guerra es la única respuesta que las Tierras Fértiles darían a Misáianes. Pero es posible que, cuando decimos guerra, no todos pensemos en lo mismo.
Los ánimos comenzaban a exaltarse. Los modos y las palabras perdieron la templanza, y los representantes se separaron en posiciones enfrentadas.
—¿Recuerdan lo que dicen los códices? Dicen: Misáianes habla parecido a la verdad...
—Eso significa que hasta el final pueden parecerse a los bóreos —advirtió Molitzmós.
—También dicen los códices: Vendrán a devastar este continente, porque tal es su designio...
—Eso no nos autoriza a derramar sangre de los Padres —advirtió Elek.
—También dicen que, en los principios, Misáianes intentará seducir a los poderosos y a los fuertes...
—Para eso disfrazará su verdadero propósito. Y tendrá elegidos... Elegidos que serán encumbrados...
—Elegidos que podrían estar aquí mismo —dijo Molitzmós.
—Elegidos que, un día, él mismo destruirá —afirmó Zabralkán.
—"Ni una sola flor, ni un solo pájaro cantando..."
—Misáianes necesita tener ojos y oídos en cada rincón del mundo. Ojos y oídos que le permitan señorear por siempre. Vasta es la tierra, y sinuosa; vastos son los mares y los vientos. Misáianes sabe que la Vida buscará cualquier escondrijo: una brizna sin segar o una cría resguardada donde permanecer y recomenzar.
—¡Entonces confiaremos en lo que una brizna de pasto
pueda hacer!
—¡No he dicho eso!
—¡Entonces los dejaremos aniquilar el sol, y luego encenderemos una fogata bajo las piedras!
—¡No he dicho eso!
El día avanzaba. Los habitantes de Beleram se ocupaban en sus tareas habituales sin imaginar lo que ocurría, a la par de sus quehaceres, en una sala de la Casa de las Estrellas. Allí, desde el amanecer, estaban reunidos los siete que cargaban con el peso de una enorme decisión y que, hasta ese momento, apenas si podían escucharse.
Las diferencias entre ellos parecían irreconciliables, el desconcierto crecía, y la cólera entintaba las preguntas y las respuestas. Zabralkán los miraba con serenidad, como si hubiese sabido que aquello iba a ocurrir, y esperase el final de la tormenta.
Y en realidad, de tan duro pero honrado desacuerdo no podía sino aparecer el camino del entendimiento. Las primeras coincidencias eran vagas. Fácilmente perdían pie cuando alguno de ellos trataba de precisarlas. Las posiciones se acercaban, y enseguida volvían a alejarse. Sin embargo, cada alejamiento era más cauto que el anterior.
Fue entonces cuando Illáncheñe pidió la palabra. Se lo indicó a Zabralkán con un casi imperceptible gesto de su mano. El Supremo Astrónomo, deseoso de escuchar lo que el Pastor tenía para decirles, le otorgó de inmediato la posibilidad que le estaba pidiendo. El joven representante de los Pastores estaba sentado sobre la estera a la usanza de los hombres de su pueblo: las piernas juntas y encogidas, el pecho volcado contra las rodillas y las palmas apoyadas en el suelo. Se demoraba en hablar, sin duda porque debía buscar algún modo de hacerlo con su corto conocimiento de la Lengua Natural.
—Todos dicen de los bóreos... Dicen que han dicho y que han ordenado... Pero Illáncheñe les pregunta a todos por qué creen y obedecen. Y nadie piensa si los bóreos quisieron mentir y mintieron de las cosas que pasaban en la tierra de ellos.
El silencio que siguió se oyó cansado. El comentario de Illáncheñe los obligó a desandar lo recorrido. Y los dejó, de nuevo, en el comienzo de la jornada, agobiados por la sensación de que era necesario volver a empezar.
Cada uno de los representantes repitió para sí la pregunta que el Pastor había hecho. Cada uno pensando que, sin duda, semejante pregunta tendría una respuesta terminante. No importaba si ellos no podían expresarla claramente. Alguien podría hacerlo. Zabralkán lo haría...
Traían la tormenta con ellos.
Una flota atravesaba el Yentru en dirección a las Tierras Fértiles. Eran muchas pequeñas naves de velas triangulares que aparecían en la cresta de las olas, caían al abismo, y aparecían de nuevo. Negro el cielo de la noche nublada, negro el mar sin luna, negras las capas con que los hombres se cubrían. Y negros, muy negros, los perros de hocicos babeantes que llegaban apiñados en jaulas.
Por la cubierta de una de esas naves, un hombre se paseaba lentamente golpeando la palma de su mano con el guante de piel que acababa de quitarse. Leogrós, almirante de la flota de los sideresios, caminaba sin mirar a su alrededor. Ignorando por completo a los tripulantes que se apartaban para dejar libre el camino, y lo miraban pasar conteniendo la respiración. Aquellos seres no le importaban mucho más que los desperdicios que arrojaba hacia un costado de la cubierta, pateándolos con la puntera de sus botas. Sólo cuando se cruzó con Drimus, que venía en dirección contraria sujetando entre sus manos un viviente puñado de lauchas, Leogrós se avino a ladear ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento.
Leogrós debió aceptar al Doctrinador sin comprender muy bien cuáles eran sus facultades, contentándose con saber que había sido señalado por el dedo de Misáianes para comandar las tres naves que se dirigirían, directamente, al puerto de Beleram. Aunque Leogrós sentía repulsión por aquel contrahecho, ignorante de armas y batallas, nada intentaba y nada podía hacer en su contra. Hasta el momento, jamás Drimus había sugerido un enfrentamiento. Pero algo, una cierta prescindencia en sus maneras, lo ponía fuera del alcance de Leogrós. Nadie se hubiera atrevido a pronunciarlo, y sin embargo, todos sabían que el Doctrinador gozaba de gran protección y obedecía a Uno que no venía en las naves. A ése, y a nadie más.
El Doctrinador caminó hacia la parte trasera de la nave. Pasaba allí una gran parte de su tiempo, acurrucado entre las jaulas y alimentando a. los perros oscuros. Apenas lo vieron llegar, los animales se desentumecieron. Con los lomos erizados y las fauces entreabiertas, sin siquiera distraerse en gruñir, observaron al hombre que les traía alimento vivo; porque los perros sabían que el banquete no alcanzaría para todos, y que solamente los más rápidos y feroces podrían masticar entrañas calientes. Pero ese día, el hombre tenía ganas de jugar. Rodeó las jaulas con pasos lentos y una sonrisa trágica que se torcía, como él, del lado de su joroba. Eligió una del racimo de lauchas que ahora retenía contra su pecho, y sosteniéndola de la cola, se dedicó a mecerla frente al hambre de los perros que seguían su juego con atención. Fascinados por el olor del miedo.
—¡Ay, mis pequeños! Muy pronto saciarán el hambre, porque toda carne que se oponga a Misáianes será para sus tripas.
Drimus, el Doctrinador, arrojó la presa dentro de una jaula. El combate entre los perros fue breve y seco. El ganador se apartó apretando su trofeo con los dientes. Los demás se quedaron esperando la siguiente oportunidad. Drimus no reinició el juego hasta que el perro vencedor estuvo al acecho nuevamente.
—Puede que él vuelva a lograrlo. Sí, es posible que así sea porque ahora tiene sangre fresca en su estómago. ¡Ay, mis pobres pequeños! Tendrán que decidirse a batallar.
El mismo juego recomenzó varías veces. Y en ambas jaulas la escena se repitió casi idéntica. La última laucha se retorcía en el aire, y Drimus la miraba luchar por su vida decidiéndole el destino. Aquí o allá, de un lado al otro. La vacilación se prolongaba demasiado, y los perros empezaron a gemir. Por fin, el Doctrinador la puso en el suelo y despegó los dedos.
—¡Allá va! ¡Allá va, mis pequeños! Falta poco para que puedan ir tras ella.
Los animales se abalanzaron contra los barrotes, encarnizados con la presa que se les había escapado. El viento de la tormenta se llevó lejos sus ladridos. Desde las otras naves, otros perros oscuros se sumaron a ellos y así, en poco tiempo, los ladridos apagaron el ruido del mar.
El juego estaba terminado. Drimus se adentró con dificultad por el angosto pasillo que separaba las jaulas. Avanzó algunos pasos y se sentó sobre la cubierta húmeda. Llevó sus manos a la nariz y las olfateó: tenían olor a miedo y él no pensaba desperdiciarlo. Extendió los brazos, uno hacia cada jaula, introdujo sus manos a través de los barrotes y las ofreció a los perros para que las lamieran. De a poco, su cabeza se fue cayendo hacia adelante hasta quedar colgada del cuello endeble. La lluvia recomenzaba pero el Doctrinador siguió inmóvil, mientras las bestias lamían alimento de sus manos.
Los sideresios no provenían de la misma tierra, no hablaban la misma lengua, y tampoco pertenecían a la misma especie. Los sideresios no existían antes de que Misáianes los convocara a su sombra.
Las legiones de Misáianes fueron reclutadas de entre todas las especies que poblaban la tierra en ese antiguo entonces. Cientos de años solares se tardó el Increado en reunirlas, en adiestrarlas, en quitarles toda huella de piedad y alejarlas de todo amor. Misáianes hurgó hasta el fondo en los resentimientos de las Criaturas; también escarbó las iras y las ruindades que las enfrentaban porque supo que allí encontraría la materia de su ejército. Después les sopló al oído, y muchas de ellas le juraron lealtad.
Jamás Misáianes abandonaba el monte donde había sido engendrado. Otros estaban designados para llegar y partir de su morada con los hilos de la gran telaraña. En su territorio, el aire era de niebla. Muerte y muerte, frío y oscuridad que sin cesar extendían sus límites sobre el mundo.
Los vasallos que se congregaban en aquel sitio eran de condiciones opuestas: los más degradados y los más encumbrados. El amo mantenía cerca de sí una multitud de seres incapaces de cualquier entendimiento; esclavos embrutecidos y despojados del último vestigio de sentido, que realizaban para él las más miserables tareas. Había otros, en cambio, que podían acercarse a su aliento. Ellos eran los favoritos de Misáianes, eran la prolongación de sus dedos y de su voluntad. Aquellos a quienes el amo envió por el mundo, al frente de la oscuridad. Y todavía muy lejos de aquel páramo, adonde el sol seguía iluminando y la vida continuaba su curso, muchos otros lo adoraron y le sirvieron. Eso ocurrió de tanto que sus palabras se parecían a la verdad.
Misáianes enfrentó a los hermanos. Susurró en la nuca del soberbio y lo enfrentó al soberbio; besó la frente del débil y lo enfrentó al débil. Y en esa ciénaga tuvo su cosecha. Separó sus designios en murmullos y mentiras para que todos creyeran saber lo que sólo él sabía, y para que los condenados se sintieran bendecidos. El poder de Misáianes se puso embozos y disfraces. De ese modo, muchos lo siguieron sin sospechar a quién seguían. Guerra que sólo él, grande en su impiedad, pudo concebir.
Tal fue el origen de los sideresios.
Una flota navegaba hacia las costas de la Comarca Aislada. Y aunque algunas de sus naves habían naufragado a causa de los terribles vientos, continuaba siendo numerosa.
Un movimiento inusual animaba, desde el amanecer, la nave en la que viajaban Leogrós y el Doctrinador. Lo mismo ocurría en el resto de las embarcaciones. La tripulación iba y venía entre la cubierta y las bodegas; en tanto Leogrós y Drimus repasaban los detalles. Había llegado el momento en el que la flota debía separarse. Eso sucedió cuando aún faltaban varios días para que los sideresios pudieran divisar la costa de las Tierras Fértiles.
Sólo tres naves, al mando de Drimus, atracarían en el puerto de Beleram, llevando consigo muchos más obsequios que armamentos. Las demás navegarían con proa al norte para llegar a los puertos que habían sido abandonados en las últimas grandes migraciones ocurridas en el tiempo en que los pueblos viajaron hacia el sur en busca de mejores climas. Desde ese entonces, el extremo norte del continente de las Tierras Fértiles estaba deshabitado. El norte lejanísimo. El norte más al norte de las Colinas del Límite, puerta del país de los Señores del Sol; más al norte del Valle Dorado, donde florecían sus ciudades de oro; más al norte de la Pezuñera, donde iban a morir sus esclavos. El norte más allá de todo lugar habitado.