Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
Cuando Vieja Kush, Thungür y Dulkancellin oyeron al zitzahay, tuvieron la sensación de que Misáianes era un nombre capaz de dividir el Tiempo. Un escalofrío entró a la habitación, revoloteó y se posó en las almas, como un pájaro agorero.
—Los códices a los que hice referencia —continuó Cucub—, repiten fielmente las palabras de los bóreos. Retuve en mi memoria algunos de los fragmentos que Zabralkán recitó con mayor frecuencia, durante mi estadía en la Casa de las Estrellas; y creo que no hay nada más apropiado para terminar de explicarme: "A nosotros, los que habitamos en las Tierras Antiguas, nos corresponde dar las primeras batallas contra Misáianes. Así debe ser, porque Misáianes nació y creció en un monte de nuestro continente. Y es allí donde concentra sus fuerzas. Pelearemos hasta la última gota de sangre de la última buena Criatura; pero, quizás, no sea suficiente. Por ahora, este lado del mundo está a salvo. Nosotros y el mar somos el escudo. ¡Preserven este lugar y esta vida! ¡Protéjanse, y protejan a los hijos que dejaremos entre ustedes! En ellos depositamos la esperanza de permanecer, aunque caigan las Tierras Antiguas. Si vencemos, vamos a volver en busca de nuestra descendencia. Nos verán regresar por el mar. Y en esos días, pasaremos el pan de mano en mano alrededor de la pira ceremonial. En cambio, si somos derrotados serán ellos los que lleguen. Misáianes se hará fuerte en las Tierras Antiguas. Luego enviará sus ejércitos a devastar este continente, porque tal es su designio: ni un sólo árbol en flor, ni un sólo pájaro cantando. Sabemos que, llegado el momento, ustedes pelearán como nosotros lo haremos ahora. Pero el momento, si es que ha de llegar, demorará manojos de años. Los plazos de esta guerra no son los de una vida humana. Por eso, vean que la memoria se mantenga encendida y custodiada. No importa cuánto tiempo transcurra...Cuando el arribo de una nueva flota sea vaticinado, algunos deberán recordar con exactitud para poder determinar si en esas naves vuelven los bóreos. O se acerca Misáianes. Ellos o nosotros. La Vida o la Muerte. Eso es todo. ¡Cuiden que nuestros hijos se multipliquen!"
Los husihuilkes empezaban a comprender.
—Veo que empiezan a comprender —dijo Cucub—. ¿Vuelven los bóreos o se acerca Misáianes? Las señales, lejos de iluminar, se empeñan en oscurecer. Todo lo que se muestra a los ojos de la Magia puede leerse de dos modos diferentes, y el resultado es la incertidumbre.
—Te oímos hablar sobre Misáianes como jamás se ha hablado de alguien —exclamó Dulkancellin—. Dinos, Cucub, ¿quién es él?
La pregunta del guerrero husihuilke tenía su respuesta en los códices. Testimonios transcriptos en lengua sagrada. Relatos de una guerra que aún no había terminado, y signaba los días que corrían.
Muchos años atrás, la vida sumada de siete abuelos, los Astrónomos de la Comarca Aislada habían hecho a los bóreos la misma pregunta que Dulkancellin le hizo entonces a Cucub.
"Y cuando nosotros, los Astrónomos, preguntamos acerca de Misáianes, los bóreos nos respondieron esto que aquí transcribimos. Así como ellos hablaron nosotros asentamos las palabras, sin quitarlas ni agregarlas. Y estos son códices sagrados que preservaremos hasta el día de las naves.
Los bóreos nombraron a Misáianes y lo llamaron el feroz, el que no debió nacer. Así hablaron los bóreos. Tememos a Misáianes, el que vio la luz de este mundo porque su madre quebrantó las Grandes Leyes, así nos dijeron.
La Muerte, condenada a no engendrar criatura mortal ni inmortal, erró por la eternidad reclamando progenie. Sollozó y suplicó, pero la prohibición era absoluta. Era negación que jamás acabaría. Y entonces, la Muerte desobedeció. Y moldeó un huevo de su propia saliva y lo sacó de su boca. Secretó jugos y lo impregnó con ellos. Y fue de esas materias inmundas que nació el hijo, amparado en la soledad de un monte olvidado de las Tierras Antiguas.
Pero el que nació de la Desobediencia trajo el espanto consigo; y el espanto no fue su atributo sino su esencia. El hijo trajo aquello que ni su propia madre pudo presentir. Así hablaron los bóreos. Esto ocurrió porque las Grandes Leyes fueron desobedecidas, así nos dijeron.
Cuando las Grandes Leyes fueron desobedecidas se abrió una herida. Y el Odio Eterno, que esperaba más allá de los límites, encontró la fisura. El Odio Eterno penetró por la herida de la Desobediencia, cuajó en el huevo y tuvo sustancia. En el hijo de la Muerte, el Odio Eterno encontró cuerpo y voz en este mundo. Así hablaron los bóreos. Emergió el alma de lagarto, así dijeron. El maldito.
Entonces, la Muerte vio lo que era. Vio que el engendrado era carne del Odio Eterno, y pensó en triturarlo con sus dientes. Y ese día, no pudo. Y al siguiente día, no pudo. Y al tercer día, se enorgulleció de la bestia y la llamó Misáianes. Ese día tercero empezó un nuevo tiempo, tiempo luctuoso. Y nadie lo supo.
Misáianes creció. Se hizo dominador de una vastedad de Criaturas y extendió su imperio. Sabed que el hijo de la Muerte no mostrará su rostro, así hablaron los bóreos. Está dicho que andará embozado hasta los últimos días, así nos dijeron.
Porque Misáianes, hijo de la Muerte, habla parecido a la verdad y confunde a quienes se detienen a escucharlo. Conoce las palabras que adulan a los fuertes y seducen a los débiles; sabe dónde susurrar para enemistar a los hermanos. Grande es el peligro. Él puede parecernos un maestro majestuoso, un nuevo tutor. Puede parecernos consejero del sol. Así hablaron los bóreos. Grande es el peligro, así nos dijeron. Muchos correrán allí donde su dedo señale. Muchos, en el mundo, lo venerarán.
Sabed y recordad. Misáianes llegó para extinguir el tiempo de los hombres, el tiempo de los animales y del agua, del verdor y de la luna, el tiempo del Tiempo. Muchos se embriagarán con su veneno, y otros caeremos en la batalla. Y es mejor caer en la batalla. Así hablaron los bóreos. Mantengan la memoria, así nos dijeron.
Misáianes, el descorazonado, es el fin de toda luz. Misáianes es el comienzo del dolor increado. Si somos derrotados en esta guerra, la Vida caerá con nosotros. Si somos derrotados,
la luz será condenada a arrastrarse sobre cenizas. Y el Odio Eterno caminará por el atardecer de la Creación.
Hasta aquí hemos escrito lo que los bóreos dijeron. Nosotros preservaremos los códices tal como ellos nos lo pidieron. Llegará un día cuando alguien vuelva a nombrar a Misáianes. Nombrarán a Misáianes y se preguntarán por su origen. Y el que pregunte, tendrá respuesta".
Era la madrugada de la partida. Durante la noche, la lluvia había amainado hasta casi cesar; pero ahora, nuevamente, caía copiosa.
Todo lo necesario para el largo viaje estaba dispuesto desde la jornada anterior. No obstante, Dulkancellin repasó cada cosa con cuidado. Cuando tuvo la certeza de que nada faltaba, se volvió hacia los suyos con intención de hablarles. Tenía la garganta reseca, y la cabeza aturdida de pensamientos de los que apenas consiguió articular una parte.
—Es momento de partir. Saben que no tengo otra alternativa que abandonarlos para emprender un camino exigido. Cuídense, y esperen a Kupuka. Él les traerá noticias.
La despedida no podía demorarse. Dulkancellin, que no sabía llorar, se acercó a sus hijas. Kuy-Kuyen retenía lágrimas a fuerza de no pestañear. Wilkilén se las secaba con ruido. El padre se agachó y las besó en la frente.
—Adiós.
Después abrazó a Piukemán. El niño hubiera querido agarrarse al abrazo, y decirle que tenía miedo. Los ojos de su padre no lo dejaron.
—Hijo, asiste a Thungür en sus quehaceres, y obedécele.
—Sí, padre —respondió Piukemán.
Thungür y Dulkancellin se despidieron con las manos ciñendo los antebrazos, al modo de los guerreros.
—Se cumple el vaticinio de la oropéndola. Ya ves, hijo, el bosque no se equivoca. Apenas yo trasponga esa puerta, serás el jefe de esta casa.
—Contra mi deseo —contestó Thungür.
—La caza y la pesca, las decisiones, la vida de la aldea; nada se detendrá esperando mi regreso. Tampoco lo hagan ustedes.
—Padre, qué debemos decir cuando pregunten por ti.
—Respondan que he partido. Ninguna otra cosa. El resto lo dirá Kupuka cuando lo crea conveniente.
Dulkancellin miró a su madre. La anciana se acercó a él y le tomó las manos. Vieja Kush pensaba en Kume.
—Dulkancellin, no abandones la casa sin abrazar a uno de tus hijos. No agrandes el dolor.
—Vieja Kush —respondió el guerrero—, parece que los años están enturbiando tu razón. Tengo cuatro hijos, y de cada uno me he despedido con pesar.
Todos miraron a Kume que, alejado del grupo, trenzaba tiras de cuero. El muchacho no levantó la vista de su trabajo; pero Kush vio que apretaba las mandíbulas. "Es el más bello", pensó la anciana, buscando alivio en ese pensamiento.
—Zitzahay, démonos prisa —dijo Dulkancellin—. Hay que partir.
—Espera un momento —respondió Cucub—. Debo deshacer un rencor.
Era evidente que el zitzahay se refería a Kume, y Dulkancellin intentó detenerlo:
—Cucub, no hay más tiempo. Debemos marcharnos...
—Husihuilke, he respetado tus leyes —Cucub habló con firmeza—. Respeta, ahora, las mías. Apiñados como los granos de la arena, así debemos estar. Cualquier enemistad se volverá contra nosotros. Ese es mi pensamiento, y actuaré en consecuencia.
El zitzahay llegó hasta Kume, que ya estaba de pie.
—Tanta tierra nos separará que difícilmente volvamos a encontrarnos. No es mi culpa lo que sucede; no irrumpí en tu bosque por mi deseo. Yo hubiese preferido quedarme a cantar bajo el cielo que conozco, pero no pudo ser. Te saludo y te ofrezco mi amistad.
La mirada de Kume, negrísima y entrecerrada, se puso húmeda. La humedad se le venía a los ojos desde un lugar recóndito donde siempre estaba triste. Pero de pronto, volvió a endurecerse. Sonrió con desprecio al hombre que le hablaba, y salió de la habitación en silencio.
—Partamos —pidió Dulkancellin.
—Cuando quieras, guerrero —respondió Cucub, mirando su mano extendida y sola.
Junto a la puerta, los dos cargaron los morrales a sus espaldas y ciñeron sus mantos. Dulkancellin sabía que todos esperaban oírle pronunciar una sola palabra: Regresaré. Pero Dulkancellin, que no sabía llorar, tampoco sabía mentir.
—¡Adiós!— dijo solamente.
No habían dado sino unos cuantos pasos cuando la lluvia los ocultó. Las cinco miradas se empeñaron en buscarlos. Verlos una vez más, eso querían. Sonreírles y que no se agrandara el dolor.
—Adiós, Dulkancellin —Vieja Kush supo que acababa de verlo por última vez.
A través de los caminos de la lluvia, la voz de Cucub se abrió paso. El zitzahay ya estaba cantando:
PARTE 2Crucé al otro hombre,
y el río me cuidó
y no tuve orilla...
Los dos hombres partieron de Paso de los Remolinos con rumbo a Beleram, la ciudad donde Cucub vivía. Y donde la Casa de las Estrellas, elevada en su monte de piedra, congregaba a la Magia. Tales eran los puntos de partida y de llegada. Pero el camino a seguir era incierto. Los viajeros deberían inventarlo cada vez que el agua anegara los senderos habituales, los árboles caídos les bloquearan el paso, o las zonas pantanosas les exigieran pronunciados desvíos.
A eso se añadía la necesidad de buscar refugio para pasar la noche. Dulkancellin conocía muy bien los amparos que el bosque procuraba a los cazadores y a los extraviados. Y que más allá de sus voluntades, marcaron el ritmo de las primeras jornadas. Hoy, el refugio aparecía demasiado pronto, cuando aún había fuerzas para continuar avanzando. Mañana, tal vez, el refugio les quedaría lejos; y la jornada se alargaría hasta forzar el límite de la resistencia.
El día que emprendieron el camino hablaron de cosas sin importancia. Ninguno quería mencionar las. causas de aquel viaje, ni vaticinar los resultados. El guerrero se mostró interesado por conocer cómo era la vida en la Comarca Aislada. Cucub respondió gustoso a todas sus preguntas, alzando la voz para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia en el bosque. Y cuando Dulkancellin dejaba de preguntar, el zitzahay cantaba.
Al otro día, Dulkancellin no habló más que para decir lo imprescindible. Y la canción del zitzahay sonó cansada.
A partir del día tercero, se fueron llenando de irritación. Los pies entumecidos bajo el cuero embarrado de las botas, la ropa siempre húmeda y el olor pegajoso de sus cuerpos los puso de un humor intolerante. Y, seguros de que cualquier comentario sería mal interpretado, ambos prefirieron no decir palabra. Mucho tiempo después, Cucub recordó aquella caminata como un larguísimo silencio bajo la lluvia.
La misma cueva en la que Shampalwe había cortado sus últimas flores, les sirvió de amparo. Allí, y a ruego insistente del zitzahay, hicieron el primer alto en su viaje para comer. Los alimentos que cargaban no eran demasiado abundantes, aunque sí eran apropiados para ayudar a resistir los rigores del clima y el trabajoso andar. Bien racionados, serían la base de su sustento mientras la lluvia les dificultara, cuando no les impidiera, la cacería.
Cucub separó dos porciones de higos secos, y ofreció su parte a Dulkancellin. El guerrero rechazó el alimento sin siquiera mirarlo.
—No puedes dejar de comer —dijo Cucub—. Hazlo, aunque no tengas hambre.
—Luego lo haré —respondió Dulkancellin—. ¡Y no trates de imitarme! Come lo tuyo hasta chuparte lo que quede en tus dedos. Te hace más falta que a mí.
Cucub, nada propenso a imitar conductas que le ocasionaran incomodidades, se instaló cueva adentro a disfrutar de su comida. Como era el primer día de camino, y por entonces todavía cantaba, se lo pasó tarareando entre bocado y bocado.
Sentado en la boca de la cueva, Dulkancellin miraba llover sobre el Lago de las Mariposas. Sabía que, muy pronto, el lago crecería hasta el pie de los grandes montículos rocosos que lo cercaban por el oeste. Mientras que por el este se extendería en un peligroso lodazal.
El guerrero no tenía el don de la imaginación. No sabía ensoñarse en lejanías; y mucho menos, en invenciones. Pero ese mediodía oscuro, tan cerca de donde Shampalwe había cortado sus últimas flores, el guerrero vio a su esposa con más nitidez que al paisaje que lo rodeaba. Las laderas que caían al lago se cubrieron de las hierbas frescas del verano. De aquel verano en que nació Wilkilén y su madre llegó hasta allí, en cumplimiento del rito de la maternidad. Dulkancellin veía a Shampalwe danzando a orillas del lago, tal como lo ordenaba la ceremonia. La veía girar hacia un lado y luego hacia el otro: una mano en la cintura, una mano ahuecada a la altura de las sienes. "Una vueltita con pasos de perdiz", solía repetirle a Kuy-Kuyen para enseñarle el baile de las mujeres husihuilkes. Shampalwe saludó al guerrero con la sonrisa grande que le transformaba los ojos en una línea negra. Desde la cueva, su esposo devolvió el saludo con la mano en alto. Afortunadamente Cucub, entretenido en saborear los últimos higos, no estaba prestándole atención. De haberlo visto saludar a la intemperie vacía, hubiese pensado que el guerrero había contraído alguna fiebre.