Los días de gloria (76 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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—Me parece que esto de Godó se puede complicar porque me llega que le someten a presiones por todos los lados y no sé qué capacidad tiene de resistirla.

—De momento, por lo que yo sé, no han conseguido nada —contestaba Romaní rezumando esta vez optimismo—. Al contrario. Javier parece que se siente cómodo y feliz con las presiones y no solo no me da la sensación de querer dar marcha atrás, sino todo lo contrario.

—¿Por qué dices eso?

—Porque me dicen que te transmita que le gustaría ser nombrado consejero de Banesto. Incluso me dicen que vería bien la posibilidad de ampliar nuestro acuerdo y de integrar el
ABC
.

—¿Integrar el
ABC
?

—Sí, eso me dicen.

—¡Joder! ¿Quieren que nos echen de España?

¿Y por qué Javier no se decantaba de manera directa por Jesús Polanco? No lo sé pero tengo la sensación de que no sentía especial aprecio por él. Pero no un rechazo editorial, de competidor, sino visceral, profundo, de persona. Contaba, con muestras de una satisfacción incontenida, que en una ocasión Polanco le dijo que si podía comprar
La Vanguardia
y Javier le contestó rotundo que sí, y ante el estupor de Polanco añadió:

—No tienes más que ir a cualquier quiosco y lo compras sin problema.

Al margen de que la anécdota fuera ingeniosa o vulgar, Javier la relataba entusiasmado como prueba de su sagacidad y superioridad sobre un sujeto al que él no concedía «dimensión social».

Pero este tipo de acuerdos, estos juegos de poder, acrecientan mucho los deseos de compartir momentos de ocio... Vamos, que recibimos la invitación para que fuéramos toda la familia Conde, junto con la Polanco/Barreiros y Cortés y Mariquita a pasar el fin de año a un hotel de Tenerife, propiedad, al parecer, de Jesús Polanco. Yo no tenía la menor idea de que entre sus activos empresariales se encontraran negocios turísticos de este porte, pero eso era lo de menos. Se avanzaba en una colaboración posible. En realidad se estaba avanzando en una traición de libro, pero eso yo no lo sabía. A fuer de sinceridad, y por idiota que pueda parecer, ni siquiera lo imaginaba.

Antes de salir con destino a Tenerife para recibir con Jesús Polanco el año nuevo, aquel inolvidable año nuevo de 1992, tuve dos encuentros de gran importancia.

El primero de ellos con el Rey en su despacho. Días antes, don Juan me había abordado para decirme que tenía la certeza de que la posición del Rey hacia mí había girado de modo definitivo. Me lo explicó emocionado y yo me limité a contestar:

—Si es así, es debido a la insistencia, persistencia y voluntad del señor.

Don Juan no contestó. Me dio un abrazo. Nos encontrábamos en casa de los Gaitanes, en La Moraleja. Cenábamos con la familia Ussía en privado. Antes de penetrar en el comedor, don Juan pidió silencio. Tomó su copa de ginebra, esa implacable copa de ginebra que por dos veces consumía antes de cenar, y con su voz destrozada por la operación de laringe, levantando la mano derecha, solemnizando el tono y la forma, dijo:

—Por Mario, a quien quiero como a un hijo.

Lourdes dio una patada en el suelo y dijo:

—Gracias, señor, pero no diga esas cosas, que luego nos traen problemas.

—El Rey ya ha entendido lo que tenía que entender.

Esta última frase fue pronunciada con un tono de autoridad rotundo. No admitía discusión. Ni siquiera yo me atreví a preguntarle nada. Cenamos, nos fuimos a casa y no nos atrevimos a hablar de aquello. A Lourdes nunca le gustaron los temas relacionados con la Corona.

Una mañana, pocos días después de esa inolvidable cena, me encontraba solo en mi despacho de Banesto. Mi teléfono privado sonó dos veces. La voz del Rey al otro lado.

—Quiero que sepas que he tomado la decisión de convertirte en mi banquero personal. Sube a verme con los formularios.

—Enseguida, señor.

Un tono inusual en un hombre que es simpático. La verdad es que, cuando quiere, el Rey es consciente de que es rey y de la importancia de sus actos. En otras ocasiones, no tanto. Pedí una carpeta de los formularios de rigor, salí hacia Zarzuela, penetré con ellos en el despacho del Rey, procuré en todo momento concederle importancia y solemnidad al acto, a mano, con mi letra y pluma, rellené las casillas de los documentos bancarios, se los pasé a la firma a don Juan Carlos, que la estampó en medio de aquel silencio solemne, los guardé cuidadosamente en la carpeta de cuero oscuro en la que letras doradas viejas escribían «Presidente», y con serenidad, con un tono de voz que transmitía al tiempo la emoción del momento y la importancia del acto, le dije:

—Señor, he aceptado el alejamiento de Vuestra Majestad durante estos años porque no me corresponde a mí ni juzgar ni moverme cuando del Rey se trata. Entiendo que el Rey ha recibido informaciones sesgadas por parte de ciertos personajes de la sociedad española. Lo comprendo. Ellos tienen más tradición que yo con el Rey. Pero le confieso que en algunos momentos, que no le voy a relatar, sus actitudes no eran precisamente de lealtad a la Corona, sino de utilización de la Corona para sus fines personales. Yo nunca busqué a la Corona. Me alegra que gracias a la labor del padre de Vuestra Majestad y al transcurso del tiempo se arroje luz. Quiero que sepa Vuestra Majestad que es un gran honor asumir la posición de banquero personal. Como Mario Conde y como presidente de Banesto.

El Rey, sin mostrar la más leve incomodidad por el tono y contenido de mis palabras, me aseguró en tono solemne:

—Mi decisión se basa en el convencimiento de tu actitud leal para la Corona.

No quiso mencionar la labor de su padre en este deshacer entuertos creados por intereses de terceros que se decían amigos, pero no tenía la menor duda de que su espíritu vivía entre nosotros en aquel despacho real en el que su majestad estampó su firma en un documento bancario de Banesto, de la misma forma que muchos años atrás efectuó lo propio su abuelo, el rey don Alfonso XIII. La tradición de Banesto continuaba. Me sentí orgulloso por ello. Yo no era monárquico, pero tampoco idiota y sabía lo que eso significaba. Además ya sentía un enorme cariño por don Juan y en esas fechas comenzaba a nacer un afecto por don Juan Carlos.

En Madrid, en los círculos bancarios, se comentaba que quien ejercía las singulares funciones de banquero privado del Rey era el ínclito Alfonso Escámez. Ahora se producía la sucesión y su estatus se trasladaba a mi despacho. Al margen de cuáles fueran las relaciones del Rey con Escámez, lo cierto es que en nada se parecían a las mías. Poco a poco se creaba un tipo especial de relación humana que yo percibía con claridad pero que, por el momento, no formulaba de manera racional.

El segundo de mis encuentros tuvo lugar en casa de Santi Muguiro, uno de los inveterados amigos de don Juan, a quien acompañaba impenitente en sus travesías marítimas. Nos invitó a cenar al padre del Rey y a mí, con nuestras correspondientes compañías femeninas, que en mi caso era Lourdes y en el de don Juan, Rocío Ussía. Sobre el papel era una más de las muchas cenas que, afortunadamente, he tenido el privilegio de consumir junto a un hombre que era un trozo de Historia viva. Encontré a don Juan muy bien, sobre todo de cabeza. Vivía enamorado de atravesar conmigo el Atlántico en el nuevo barco. Concluidos los postres, pidió un pequeño aparte, lo que no solía ser demasiado habitual. Nos sentamos algo alejados de los sofás en los que los demás tomaban el café y seguían de cerca el gran sentido del humor de Santi. Don Juan pidió un escocés y comenzó:

—Estuve hablando con el Rey y me dijo: «Tu amigo Mario va a dedicarse a la política». Quiero que sepas, Mario, que fue su expresión literal.

—Señor, me honra la expresión «amigo», pero ¿de dónde se saca el Rey esa información?

—Me dijo que el propio Felipe González, despachando con él en Zarzuela, fue quien se lo dijo, pero no como especulación, sino como certeza.

—Señor, yo no sé muy bien qué les ocurre pero da la sensación de que estos socialistas se obsesionan con mi paso a la política. Algo de eso me contaba Rafael Ansón, el hermano de Luis María, asegurándome que en el campo político es lo único que les preocupa porque sobre Aznar sienten un desprecio olímpico. En fin, ellos sabrán porque en mis cálculos no entra la política.

—No creo que fuera bueno para ti dedicarte a la política —sentenció don Juan—. Sobre todo porque es un mundo menor, de valores menores, pequeños, mezquinos. Claro, que tienes que tomar en consideración la situación en la que se encuentra España. Por el momento lo mejor es que sigas en el banco y te quedes quieto. Podría ocurrir, sin embargo, que si todo sigue deteriorándose más, no quede más remedio que dar el paso, porque si hace falta que alguien levante en España una bandera se necesita la persona y hoy por hoy esa persona solo eres tú, Mario.

Me quedé cortado. Don Juan pronunció unas palabras tan intensas con un tono de seriedad desacostumbrado, queriendo a toda costa que percibiera la solemnidad que les atribuía. Nunca jamás en su vida había abierto ni la más leve rendija a la posibilidad de que penetrara en política. Antes al contrario, la enjuiciaba de manera inmisericorde, aludiendo a los bajos instintos y valores que presiden tal mundo. Lo conocía a la perfección porque en gran medida la paranoia de su situación derivaba de las florituras políticas. Una de las mejores pruebas de su afecto hacia mí residía, precisamente, en apartarme, incluso de mente, de tan sórdido mundo.

Sin embargo, esa noche introdujo un matiz de extraordinaria importancia. «Tal vez no quede más remedio.» Quizá, sorprendido por la frase, no detecté si en los ojos de don Juan se vislumbraba un punto de tristeza al pronunciarla. Tal vez de resignación. No lo sé. Mi duda esencial consistía en si se le había ocurrido exclusivamente a él o había resultado de la conversación con su hijo cuando el Rey le había informado de la frase de González sobre mí. Aunque no quise preguntarlo la lógica me llevaba a presentir que todo naciera del propio Rey, porque es perfectamente legítimo que, por mucho afecto que me comenzara a tener, le preocupara más la Monarquía que yo mismo, y si la situación llegaba a convertirse en difícil para la institución, no tendría el menor reparo en solicitar el sacrificio de quien pudiera servir a esos fines.

En diciembre de 1991 tomé, junto con Matías Cortés, el avión con destino a Tenerife, hacia el hotel de Jesús Polanco en el que juntos, como acordamos en Valdemorillo, recibiríamos el universal año 1992. Cinco días con Polanco podrían resultar peligrosos. Hombre muy difícil, de carácter irritable y en ocasiones violento, reclama una convivencia con dosis elevadas de actitudes propias de un niño mimado. Me preocupaban los complejos interiores que traducía al exterior para quien afinara la mirada. Puse especial cuidado en que en ningún momento saltara la menor discusión profunda para evitar roces que se tradujeran, posteriormente, en la línea editorial de
El País
sobre Banesto.

La verdad es que Jesús se portó bien, muy bien. Trató de conseguir que nuestra vida fuera lo más agradable posible. Incluso trajo a un cantante flamenco, de nombre La Simona, que independientemente de sus aptitudes para el cante, contaba los chistes fenomenalmente y pasamos algunos ratos divertidos.

En varias ocasiones percibí el olor de que Jesús se sentía celoso por mis relaciones con el Rey, que comenzaban a extenderse entre los círculos bien informados de España. De vez en cuando sacaba algún puntazo contra su majestad pero sin excesiva acidez. Hasta aquella noche en la que, en un descanso de La Simona, reunidos Matías, su mujer, Lourdes, Mari Luz, Jesús y yo, adoptando un tono inusualmente grave, sobre todo en una noche que comenzaba de juerga, comenzó a referirse al Rey, y no a sus cualidades personales, su capacidad de reinar o temas similares, sino al prosaico mundo del dinero.

El silencio que siguió a lo que dijo con aires de sentencia fue muy profundo. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. Jesús aprovechó el silencio y exigió que extendiéramos nuestras manos derechas y las juntáramos. Seguimos sus instrucciones y cuando nuestras extremidades coincidieron en un punto, casi como si de algún rito ocultista se tratara, Jesús dijo en alta voz:

—La información es exacta y la fuente también.

Con una voz débil, un gesto de cabeza y un asentimiento ocular de todos, se cerró el discurso, volvió La Simona y su primer chiste fue celebrado con algarabía extraordinaria, no solo porque se tratara de una historia más o menos divertida, sino porque en nuestras forzadas risas se alejaba la tensión vivida por la afirmación de Jesús.

En aquellas tardes, después de almorzar, nos quedábamos charlando en la terraza del hotel, contemplando maravillados la puesta de sol que se dejaba caer sobre La Gomera, la isla que se divisaba rumbo sur desde nuestro lugar de tertulia, tiñendo de rojo un mar calmo, sereno, profundo, desvelando un horizonte tras el que se adivinaba América. Comenzaba a soñar. Sentía los alisios sobre mi nuca mientras sujetaba la rueda de un barco que navegaba de aleta con rumbo a Antigua, en mitad del Caribe. Tal vez en algún momento rolara unos grados la dirección del viento y arrumbáramos a Santo Domingo. La arribada carecía de excesiva importancia. Lo que contaba era navegar.

Mientras el avión cruzaba el trozo del Atlántico que separa a Tenerife de la Península medité sobre el encuentro. En el plano humano, ningún roce sustancial. ¿Sería cierto que Jesús tenía la información? ¿Quién sería esa fuente tan exacta? Lo pensé despacio y llegué a la conclusión de que era mejor no comentarlo con el Rey.

16

Esta mañana rondaba por la biblioteca en la que guardo los libros de mi autoría con el fin de localizar un ejemplar de
Memorias de un preso
que quería firmar y entregar dedicado a un paisano gallego que me había abordado el día pasado cuando paseaba por la plaza de Chaguazoso. Tomé el primero, situado en el costado izquierdo del mueble, y me di cuenta de que uno de esos papelitos que indican el número de ejemplares se encontraba entre sus páginas. Lo abrí exactamente por ese lugar.

No sé si muchos o pocos son los que creen en las sincronías, pero he de decir que cuando fui a la biblioteca a por ese ejemplar me encontraba a punto de redactar mis vivencias en el inolvidable año 1992, una vez que llegamos vivos y coleando —no lo que podíamos, sino lo que nos dejaban colear— a esa mítica fecha, llena de fastos políticos, inauguraciones, festejos, visitantes, ferias y ejemplares consanguíneos o agnaticios de la misma familia. Y resulta que el primer gran evento que tuvo lugar para mí en ese año fue el Congreso del Vaticano que se celebró en la segunda semana de enero del año llamado Universal. Y ¿por qué hablo de sincronías? Pues porque al tomar el libro y abrir sus páginas por ese lugar indicado me encontré con lo que en ese texto escribí acerca de un libro llamado
El hombre en busca de destino
. Era una especie de diario intimista de un judío prisionero en Auschwitz, Victor Frankl, sobreviviente de semejante locura. Escribió: «Hemos conocido al hombre tal como es. El hombre es el ser que inventó las cámaras de gas de Auschwitz; pero también es el ser que al entrar en esas cámaras de gas murmuró Shemá Israel».

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