La silueta del Delaware Memorial Bridge se dibujó delante de la puesta de sol. El puente, una monumental estructura de hierro de 140 metros de altura, cruzaba el río Delaware, a cuyo otro lado se iniciaba la John F. Kennedy Memorial Highway, la autopista que lo había de llevar a Baltimore y desde allí hasta Washington.
Tras cruzar el río Susquehanna —nombre de indudables raíces indias—, Ken se dio cuenta de que no iba a tener tiempo de llegar a Washington hasta bien entrada la noche. Su entrevista no era hasta el día siguiente, por lo que decidió pernoctar en ruta. Eligió uno de los moteles Howard Johnson's que, con sus típicos tejados de color naranja, festoneaban la mayoría de las autopistas del país.
Tras una buena cena —ternera a la parmigiana y un trozo de
strawberry shortcake,
pastel de fresas especialidad de la casa—, se acostó. Tardó largo rato en conciliar el sueño, excitado por la noticia del día y por la inminencia de su retorno a la institución que le había de formar como cirujano.
Después de desayunar tres
pancakes
bañados en jarabe de arce y un café doble en The International House of Pancakes, uno de los templos de la gastronomía de carretera, Ken prosiguió su viaje hacia Washington. Penetró en el Distrito de Columbia y se dirigió hacia el Washington Memorial Hospital. Tras rodear el Hospital de Veteranos, el alto edificio de ladrillo rojo se le hizo aparente. Recordó su silueta con tan sólo verla. Allí había pasado momentos imborrables pero también había sufrido horarios demoledores que habían puesto a prueba su vocación quirúrgica. Aparcó su Volkswagen en el aparcamiento público y se dirigió a la puerta principal. El despacho del director de cirugía se encontraba en la segunda planta. Aguardó uno de los ascensores mientras la gente se arremolinaba a su alrededor.
—Lo que los hospitales necesitan son ascensores que funcionen. El corazón artificial puede esperar —comentó un médico que también aguardaba el ascensor.
Al llegar a la segunda planta torció a la izquierda por un largo pasillo y se detuvo frente a una oficina con un letrero que anunciaba:
Edward Nichols, M.D. Director de Cirugía.
La puerta estaba abierta y tras un escritorio se encontraba una secretaria.
—Hola, doctor Philbin. Bienvenido a casa de nuevo —le saludó con una sonrisa.
—Hola, Maggie. ¿Está el doctor Nichols? Tengo una cita con él.
Maggie se levantó y entró en el despacho del doctor Nichols, que tenía la puerta cerrada.
El doctor Edward Nichols había sido nombrado director de cirugía hacía unos cuatro años. Su curriculum avalaba la decisión del consejo de administración del hospital al elegirle. Era lo que se llama el típico cirujano académico. Formado en los mejores centros del país, había sido reclutado de la George Washington University, donde ejercía como profesor asistente de cirugía. De cabeza redonda y provisto de unas gafas de miope, no solía frecuentar el quirófano. Ken lo conocía de los dos años que había pasado en el hospital y, para él, era mejor organizador que cirujano. Durante su carrera había hecho mucha cirugía experimental —más que humana, maliciaba Ken— y había publicado múltiples trabajos en revistas de segunda fila con la peculiaridad de que para contentar a sus colaboradores, tanto superiores como inferiores, siempre incluía a todos como coautores, de forma que un breve artículo podía llevar la firma de ocho o nueve autores. Esto había hecho que un veterano cirujano del hospital comentase que en los artículos del doctor Nichols el número de autores siempre superaba al número de perros utilizados en los experimentos. Su aura de cirujano multidisciplinar quedaba mermada por el hecho de que su experiencia en cirugía cardiaca, una de las ramas que la dirección del hospital quería potenciar, se limitaba a la inserción de marcapasos, una técnica emergente y lucrativa pero que requería muy poca destreza quirúrgica.
La puerta se abrió y apareció Maggie.
—Pase, doctor Philbin. El doctor Nichols le espera.
—Ken, estamos muy contentos de que hayas decidido continuar tu residencia con nosotros —dijo el doctor Nichols—. No se te escapa que te hallas en una situación un tanto irregular, ¿verdad? —Ante la cara de extrañeza de su interlocutor, Nichols prosiguió—. Decidiste no aprovechar la oportunidad que el Plan Berry te ofrecía y te enrolaste en el ejército antes de acabar tu residencia. He oído referencias del excelente trabajo que has realizado en Vietnam, pero al prolongar tu estancia allí perdiste la oportunidad de comenzar tu tercer año el pasado julio. Tendrás que esperar hasta el próximo julio para reintegrarte en el programa académico que seguimos todos los hospitales.
Ken se esperaba una cosa así. Al acabar su carrera se enfrentó a las opciones que el Plan Berry le ofrecía. El Plan Berry había sido diseñado durante la guerra de Corea con el fin de conciliar dos posturas contrarias: el ejército necesitaba médicos pero los hospitales también. El doctor Frank Berry, a la sazón vicesecretario de defensa para asuntos de sanidad, creó un programa en el que se ofrecía al médico recién graduado tres opciones: entrar en el ejército después del internado, entrar dos años después de haber obtenido el título, o entrar tras haber terminado la residencia en la especialidad. Esta última opción era la que muchos jóvenes médicos estaban eligiendo últimamente, alentados por la esperanza de que la guerra de Vietnam acabaría antes de que hubiesen terminado su residencia y no tendrían que ir al frente. El ejército no ponía reparos, puesto que, a cambio de esperar unos años, recibía especialistas formados completamente. Pero Ken no quiso esperar y escogió la segunda posibilidad. Ahora comprendía que su situación era irregular y difícil de encajar en el engranaje docente de este y cualquier otro hospital.
—Sin embargo —continuó Nichols—, estoy seguro de que podemos encontrarte una actividad en la que todos salgamos ganando.
—¿Tiene algo pensado ya? —preguntó Ken.
—Bien, creo que hay algo muy interesante y novedoso en lo que encajas perfectamente. En primer lugar, están las Urgencias.
—¿Qué pasa allí abajo?
—Estamos desbordados. Las cosas han empeorado desde que te fuiste. En estos dos años hemos aumentado las visitas en un cincuenta por ciento. La delincuencia se ha incrementado mucho en el área de influencia del hospital y cada noche tenemos varios pacientes con traumatismos o agresiones graves.
Ken se olió por dónde iba el doctor Nichols.
—Pero yo... —intentó replicar.
—No te alarmes, Ken —prosiguió Nichols—. No te vamos a «enterrar» en Urgencias como temes. —El viejo zorro le había leído el pensamiento—. Existe un proyecto piloto por desarrollar y tú eres la persona idónea.
—¿De qué se trata? —Ken se estaba poniendo nervioso. Le inquietaban las novedades y más si venían de un hombre con miras tan cortas como Nichols.
—He tenido contactos con las más altas esferas del departamento de policía del Distrito de Columbia —dijo ampulosamente—. Ellos se quejan de que en ocasiones llegan a la escena de un crimen y la víctima todavía está viva, pero hasta que llega la ambulancia y la llevan al hospital pasa demasiado tiempo y más de uno se les ha quedado por el camino.
—¿Y cuál es la idea? —preguntó Ken impaciente.
—Green, y yo no discrepo, que si se personase un médico en el lugar de un crimen o un accidente, podría atender a la víctima en el mismo lugar del hecho. Con ello se eliminarían esperas, se acondicionaría al paciente para el traslado, se intubaría en caso de que fuese necesario, se podría poner un suero si existiese hemorragia...
—¿Y quiere que lo haga yo? —lo interrumpió Ken.
—Creo que eres la persona indicada. Tienes experiencia en urgencias, has estado en el ejército y lo has hecho miles de veces. Sería como la labor que los paramédicos hacen en Vietnam.
El tiempo de transporte de soldados heridos había disminuido mucho desde la Segunda Guerra Mundial y la de Corea. La supervivencia de los soldados estaba directamente relacionada con la rapidez y las condiciones en las que se realizaba el traslado al hospital y en Vietnam se había llegado al increíble logro de que el ochenta y cinco por ciento de los soldados eran tratados de forma definitiva dentro de los noventa minutos posteriores a haberse producido sus heridas. Sin embargo, él era cirujano —por lo menos
quería
serlo— y no se veía patrullando las calles de Washington en un coche de policía.
Nichols adivinó su recelo y le explicó que su lugar de trabajo continuaría siendo el Washington Memorial Hospital. Sólo tenían que consensuar con la policía la logística.
—Mientras tanto, reforzarás las urgencias y tutelarás a los internos de cirugía. Ahora mismo hay un italiano muy espabilado que se está ganando el entrar como residente con nosotros el año que viene —concluyó Nichols. Descolgó un teléfono y antes de que Ken pudiera reaccionar dijo—: Maggie, el doctor Philbin se reincorpora hoy al hospital. Llame al departamento de personal para que le abran una nueva ficha. Que le den una tarjeta identificativa y una para el parking de los facultativos. Y que se pase por la lavandería para recoger los uniformes.
El servicio de Urgencias estaba ubicado en el sótano. La configuración orográfica del terreno donde se asentaba el hospital permitía que la planta principal, con su vestíbulo enmoquetado, estuviese a nivel de la calle, pero existía una suave pendiente que hacía que el sótano también tuviese una salida posterior, donde estaba la sala de Urgencias. Aquello era otro mundo. Toda la elegancia y suntuosidad de la planta superior desaparecía y por aquella puerta posterior entraban los casos más desgarradores de la patología humana, cuyos protagonistas acostumbraban a ser gente pobre, de color, con unos problemas que no eran sólo de salud, sino también sociales.
Nada más entrar en el que iba a ser su destino en los próximos meses, el sensible olfato de Ken percibió el olor característico de aquel lugar, en el que se entremezclaban el limpio aroma del desinfectante con la fetidez de una humanidad desaseada, hacinada y, en ocasiones, supurosa.
—Bienvenido, doctor Philbin. —La supervisora fue a su encuentro con una amplia sonrisa y le estampó un beso en cada mejilla—. Le hemos echado mucho de menos.
—Gracias, miss Mullins. Me temo que me van a ver tanto por aquí en los próximos meses que van a quedar hartos de mí.
—Doctor Philbin, buenos cirujanos como usted es lo que necesitamos. Seguro que estaremos encantados de que esté con nosotros. Venga, que le presentaré a los que van a trabajar con usted.
—Hola, Ken —le saludó Michael Rosenberg—. Me alegro de verte. Te recuerdo de cuando éramos internos. Seguro que vamos a necesitar tu experiencia en Vietnam para mejorar esta casa de locos.
—Gracias, Mike —respondió Ken. Le gustaba Rosenberg. Le había demostrado en épocas pasadas que era un médico absolutamente preocupado por el bienestar de sus enfermos—. ¿Está por aquí el interno de cirugía? —preguntó.
—Sí, está aquí dentro suturando una herida. Es un tipo muy especial. No sé dónde las ha adquirido, pero tiene muchas tablas.
—Sí, eso he oído. A veces estos graduados extranjeros engañan. Son mejores de lo que parecen.
La puerta de una de las salas de curas se abrió y apareció Claudio Simone.
—Claudio, ven aquí. Te voy a presentar a tu nuevo jefe —dijo Rosenberg.
—¿Cómo está usted, doctor Philbin?
—¿Cómo sabes mi nombre?
—El doctor Nichols ha llamado y ha comunicado que se incorporaría usted a Urgencias hoy mismo.
«Nichols no pierde el tiempo», pensó Ken.
—Además —continuó Claudio—, el doctor Ahmad ha bajado hace un rato y ha preguntado cómo era que usted aún no estaba trabajando.
A Ken se le atravesaron los
pancakes.
El doctor Ahmad ya le estaba buscando las cosquillas. Aquel individuo era una de las razones por las que Ken estuvo a punto de no aceptar la oferta del Washington Memorial Hospital.
—Bueno, estaba resolviendo algunos asuntos burocráticos, pero ahora mismo me cambio y empezaremos a trabajar. Estoy seguro de que nos llevaremos muy bien —contestó cortésmente.
El día transcurrió sin casos dignos de mención. Heridas contusas, alguna fractura, dolores abdominales que podían haber sido apendicitis pero no lo fueron, y varios traumatismos en borrachos que eran atendidos antes de recibir una lección moralizante tan contundente como estéril por parte de miss Mullins.
A las ocho de la tarde, justo antes de terminar el turno, apareció una ambulancia portando una chica joven. Los camilleros la depositaron sobre una mesa de exploración y dijeron que la habían encontrado en la calle, inconsciente, y que podría tratarse de una sobredosis.
Claudio y Ken examinaron a la recién llegada, que apenas respiraba. Las pupilas estaban contraídas, puntiformes, como dos cabezas de alfiler. Un examen rápido les confirmó que la chica era una yonqui. Tanto los brazos como las piernas presentaban unos endurecimientos en el trayecto de las venas, que estaban totalmente trombosadas. Era evidente que hacía tiempo que la chica se pinchaba.
Claudio intentó ponerle un gota a gota sin conseguirlo. No podía encontrar una vena permeable. Finalmente Ken pudo colocarle el suero en una vena del tobillo.
—Naloxona —ordenó Ken. Sabía que este antídoto de los opiáceos podía revertir el cuadro y hacer que la paciente recuperase la conciencia. Si no, habría que aplicarle respiración asistida—. Hay que tener mucho cuidado con la naloxona —dijo Ken dirigiéndose a Claudio, que lo miró interesado.
—¿Es peligrosa? —preguntó éste.
—Más que peligrosa es engañosa. El resultado suele ser espectacular y revierte los comas por sobredosis, pero como tiene una vida media más corta que la heroína, ésta puede volver a actuar cuando ha pasado el efecto de la naloxona. Por esto es muy frecuente que haya que repetir la dosis.
Miss Mullins trajo la medicación y al ver a la chica exclamó:
—Pero... ¡si es Connie!
—¿La conoce? —preguntó Ken.
—Claro, y usted también. Es Connie Mackintosh. Hizo sus estudios de enfermera aquí.
Ken no la recordaba. Le inyectó la medicación y se dispuso a esperar los resultados.
—Estoy segura de que es Connie —mascullaba miss Mullins—. ¿Dónde está su bolso?
Los camilleros de la ambulancia lo habían dejado en la recepción. Miss Mullins se hizo con él y lo abrió, dispuesta a demostrar a todo el mundo que no se había equivocado. Buscó una cartera con el permiso de conducir pero no la encontró. En el bolso había un paquetito, envuelto con papel fino. Miss Mullins lo abrió sospechando que podía contener droga.