Los clanes de la tierra helada (40 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Arnkel se acercó a ellos, cubierto de sangre, con la espada colgando de una mano. Entonces Cwern echó a correr a trompicones y solo quedó Kjartan, que apretaba los dientes a causa del miedo y del esfuerzo, tratando de afianzar los pies en la marga del suelo mientras Oreakja se retorcía para soltarse.

—¡Oreakja! ¡Para! ¡Te va a matar!

Veía con desesperación que el
gothi
acudía para liquidarlos, pero su amigo estaba enloquecido y de un momento a otro se iba a zafar. Sus entrañas le gritaban que siguiera el ejemplo de Cwern y abandonara al muchacho a su suerte.

—Gothi
—gritó como último recurso, impulsado por un febril pensamiento—. ¡Tú has ganado ya! ¡Si lo matas, habrá un enfrentamiento de sangre que no acabará nunca! —Creyendo ver que Arnkel ralentizaba algo sus pasos, prosiguió con ardor—. Snorri nunca parará si haces esto. No habrá conciliación posible. ¡Luchará contra ti para siempre! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ya has ganado!

Oreakja se soltó entonces y corrió hacia el
gothi
, con la lanza en alto y expresión enloquecida. En su arrebato había renunciado no obstante a toda prudencia, pues mantenía el escudo demasiado apartado, dejando expuesto el pecho. Kjartan esbozó una mueca, aguardando la estocada que acabaría con su vida. Se acercó a Arnkel empuñando la lanza, consciente de que también era hombre muerto.

El
gothi
contuvo sin dificultad la lanza y después efectuó un movimiento hacia arriba, de revés. Oreakja cayó pesadamente al suelo, aturdido, con la cara cortada hasta el hueso, de la comisura de la boca a la sien, justo al lado del ojo. La sangre tardó en aflorar por la misma presión del tajo, pero luego manó de golpe, inundando con una roja capa la cara y el cuello del muchacho.

—Tienes más arrojo que tu padre —dijo el
gothi
Arnkel a su lado. Luego le tocó la bota con el pie—. Te he dejado una marca para que te acuerdes de tu héroe, Falcón. Es el mismo regalo que le hice a él, hace mucho.

Desplazó la mirada hacia Kjartan, que se esforzó por sostenérsela sin temblar. Vio la muerte en el frío color azul de los ojos que relucían detrás del metal de la visera.

—Dile a Snorri que he perdonado la vida de su hijo y la tuya. Dile que este bosque es mío. ¿Entendido?

—Sí,
gothi.

—Llévalo a casa. Después, mañana, ve a Bolstathr. Allí encontrarás los caballos de tu amo. Yo no soy un ladrón como él y solo los usaré para llevarme la madera a mi granja.

—Sí,
gothi.

Una vez que Kjartan hubo cargado a Oreakja al caballo y se alejó con él, Arnkel se subió a la montura de Gizur y se fue, causando un sobresalto a Kjartan cuando pasó a su lado. Ya fuera del bosque, llegó a un otero y miró en torno a sí, tirando con brusquedad de las riendas para hacer girar el caballo. Por la zona de los Knoll vio a los tres esclavos que habían huido, atravesando el deshilachado manto verde de los pastos, y se dirigió a ellos al galope. El moreno había desaparecido en el bosque. El caballo de Arnkel estaba casi extenuado. Notando su cansancio, se maldijo por no haber cogido el caballo de Falcón, pero para aquel día no había querido nada impuro, nada que oliera a mal. Les daría alcance con su propia montura.

Se percataron de su presencia en las proximidades de los Knoll. Uno de ellos cojeaba, y los otros dos lo dejaron atrás poniéndose a trepar por la abrupta pendiente.

Por fin el caballo se le rebeló y se negó a proseguir si no era al paso, con la boca espumeante. Era demasiado listo para matarse por él, aunque lo azotara y le gritara al oído.

Volvió grupas y regresó en dirección a la arboleda, blasfemando con rabia. Al ver la sangre de su armadura pronto se le alegró el ánimo, sin embargo. Hasta desenvainó un poco la espada para observar la roja capa que recubría la hoja.

Había sido un buen día.

Sonrió, recordando el desesperado alegato de Kjartan.

Por supuesto que Snorri se habría avenido a una conciliación, pensó. Era un cobarde hasta la médula, que incluso a la vida de su hijo le habría puesto un precio en ovejas o vacas. Oreakja y Kjartan estaban vivos porque Odín lo había exhortado en ese momento, diciéndole que perdonara la vida de dos valientes guerreros aún tan jóvenes, y porque el miedo perduraría más entre los otros ante la imagen de la cara marcada de Oreakja que con su muerte. El sangriento final de Falcón prendería el fuego. El rostro del muchacho lo mantendría encendido durante mucho tiempo.

En el campo de su granja lo aguardaba una concentración de clientes, junto a su familia. Lo observaron llegar en un ambiente de gran silencio, que solo quebraron los susurros que suscitó la visión de la sangre que lo recubría y la larga hilera de ponis cargados, y también el escudo y la espada de Falcón colgados de la silla, como legítimos botines de combate.

Desmontó ante las admirativas miradas de todos.

—Gothi
—dijeron a un tiempo Hafildi y Gizur, inclinando la cabeza al igual que los demás.

XII

Invierno

De la confesión de Thorgils y la maquinación de Thorleif

Hildi inició sus labores al amanecer, hirviendo los pañales y vertiendo la pestilente agua encima del barro de la parcela de coles, donde reforzaría el crecimiento de las hojas con la llegada del verano. La tierra de Hvammr era mejor que la de Bolstathr, de modo que estaba convencida de que el huerto daría buenos frutos. Ató con prisa las esquinas de tela a la cuerda, no tanto por el frío, sino porque había mucho que hacer estando aún Auln en cama con fiebre y los dolores del parto. El viento ya no era tan helado y aunque todavía no había llegado la primavera, en el aire se presentía el final de los largos días de oscuridad. Trabajaba contenta, tarareando.

El placer de encontrarse fuera del alcance del yugo de Gudrid tenía un vivificante efecto. Había soportado tanto tiempo su peso que había olvidado cómo era la satisfacción. Vigdis trabajaba dentro en el telar, también complacida de hallarse lejos de su abuela, y a Halla la había mandado a apacentar las ovejas. Aunque era una tarea de hombres, poco importaba. Hildi sabía muy bien que allá en los pastos se reunía con Illugi. Los había visto en una ocasión en que ellos se creían solos, muy acaramelados y felices de estar juntos. A Halla se le suavizaba el carácter cuando veía al joven y aquello era algo bueno. Últimamente había estado irritable y se había dedicado a hostigar con saña a Vigdis. A veces se parecía tanto a su abuela que Hildi y Vigdis se reían disimuladamente cuando les daba la espalda. La pequeña Unn y Rose jugaban cerca, a esconderse detrás de la pared de piedra.

Sacó agua del pozo para hervir más ropa y, tambaleándose con la carga, entró en la casa. Se sobresaltó al advertir la mirada de Auln fija en ella.

—Estás despierta —constató—. ¿Cómo te encuentras?

Auln siguió observándola en silencio desde la cama, hasta que Hildi se puso nerviosa y fue a arreglarle las mantas.

—He tenido un sueño, Hildi —dijo Auln en voz baja.

Tenía los ojos relucientes, demasiado relucientes, y parecía que la taladraban hasta la médula.

—Padeces la dolencia del invierno, Auln. En cuestión de uno o dos días se te pasará. —Estiró la manta y le palpó la frente—. Estás menos caliente, creo, aunque aún tienes fiebre.

—¿Y el niño? —inquirió Auln.

—Está durmiendo con mi niña —repuso Hildi sonriendo—. ¿Lo ves?

Señaló la cuna situada al otro lado de la habitación, donde dormían bien abrigados el hijo de Auln y su hijita.

Otra hija. Casi había experimentado una vengativa satisfacción al ver la cara de Gudrid. Lo malo fue la tristeza de Arnkel, aunque de todas maneras, había cogido con ternura a la pequeña y había dicho que se llamaría Gudrid, con lo cual había apaciguado un rato la amargura de la anciana.

—Gracias, Hildi —dijo quedamente Auln, tomándole la mano—. Has sido una buena amiga.

Hildi esbozó una vacilante sonrisa y volvió la cara mientras Auln se dormía de nuevo.

Fuera reanudó las labores, ordeñando a las vacas y procurando convencer a las niñas para que la ayudaran a darles de comer. Los dos inmensos cisnes que había abatido Thorgils con un arco pendían del techo del establo, aún por limpiar y desplumar. Uno de ellos iría a parar a Bolstathr, pero el otro lo pensaba asar en Hvammr. Lo había decidido por su cuenta, disfrutando de aquella novedosa independencia y responsabilidad.

Había vivido demasiado tiempo esclavizada.

Gudrid la había acosado a gritos cuando se fue de Bolstathr, acusándola de abandonar a su marido.

—Auln está a punto de dar a luz —había explicado pacientemente ella, con su bolsa en la mano, dirigiéndose no a la amargada vieja, sino a Arnkel, que se encontraba en su sitial, con actitud abatida—. Necesita que la ayude. Halla no sabe hacer ese tipo de cosas.

Después de tomar las manos de las pequeñas, que observaban la escena con pesarosa expresión, se fue. Tras ella oyó a Arnkel, que trataba de calmar a su madre.

Auln había tenido un parto sin complicaciones y el niño era sano y rollizo. Se parecía a su madre, pero su cabello negro no guardaba la menor semejanza con la pelirroja mata de pelo y la barba de Thorgils, pese a que ambos aseguraban que era su hijo. Aquel era el cabello de Ulfar. Y la cara también. La boca presentaba la misma carnosa blandura, reconocible incluso con la ternura de su corta edad.

Se afanaba en el trabajo, tratando de aturdirse para no pensar. No obstante, por más deprisa que arrancase las plumas del cisne, seguía oyendo a Arnkel y a su madre cuchicheando, intrigando. Oía, asimismo, las palabras que intercambiaron Thorolf y Arnkel, tiempo atrás, cuando este aún fingía ser su hijo, confabulándose para arrebatarle la tierra a Ulfar.

Así era la vida, se decía, dolorosa y despiadada, y Arnkel luchaba por el bien de su familia.

Aun así, le costaba sostener la mirada de Auln cuando esta la llamaba amiga suya.

Thorgils llegó a mediodía, como siempre, después de concluir sus tareas en Ulfarsfell. Se preguntó hasta cuándo permitiría Arnkel que siguieran dándole ese nombre a la granja.

A Arnkel no le decía nada de las visitas de Thorgils, pues sabía que su marido no quería que fuera a Hvammr. Ella le había preguntado en una ocasión por qué no le parecía bien que los dos estuvieran juntos, cuando para todos era evidente el afecto que había entre ambos. Primero le había contestado que no se ocupara de aquellos asuntos, pero como se lo había pedido antes de hacer el amor, cuando todavía la deseaba y tenía las manos en contacto con su piel bajo las mantas, había conseguido que le explicara entre susurros que Auln era familiar de Ulfar, con derechos como esposa, y que Thorgils se volvería ambicioso si se casaba con ella y la apoyaría para reclamar la tierra.

Al principio le sorprendió que su marido abrigara aquella desconfianza con respecto a Thorgils, que había estado siempre a su lado desde que ella lo conocía y parecía formar una piña con él. Luego recordó, sin embargo, que él había sido el único que había manifestado su desacuerdo de que le quitara la tierra a Ulfar mediante engaño y que Arnkel le había replicado con desdén, tachándolo de débil delante de Hafildi. Sabía que este se burlaba de Thorgils cuando estaba a solas con Arnkel, calificándolo de cristiano y de monje.

A Hildi no le parecía bien aquello.

Thorgils la ayudó a limpiar el otro cisne después de haberse ocupado del establo. Permanecían sentados en silencio, cada uno asiendo una punta del ave, con la puerta del establo abierta para dejar entrar la blanquecina luz. El invierno era una época de menos trabajo. Una vez que las vacas comenzaran a dar leche después de que volviera a brotar la hierba de primavera, vendrían los largos días de ordeño y preparación del
skyr
; que además habría que bajar de los pastos de altura, y ya no habría tiempo para labores más placenteras.

—Gizur dice que encontró focas en la otra punta del fiordo, tomando el sol en el hielo, donde los témpanos se rompen contra la costa —comentó Thorgils.

Desde fuera llegaban los chillidos y las risas de las niñas, que corrían por la nieve en el patio.

—Es raro verlas aquí —señaló.

—Sí. Intentaremos cazar una o dos mañana. El hielo aún es recio y se puede caminar encima.

Siguieron desplumando en silencio un momento.

—Thorgils, el niño es hijo de Ulfar —dijo Hildi, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

No era aquella la clase de noticia que un hombre querría oír, y él sabría además qué implicaba.

—Lo sé. —Arrancó otro puñado de plumas y las metió en el saco que tenía a sus pies—. Habrá otros niños, Hildi, y todos formarán una misma familia bajo el mismo techo, llevando mi nombre.

Ella se quedó mirándolo un largo instante.

—Eso está bien —aprobó por fin—, pero no es el amor que tú reserves a Auln o al niño lo que me preocupa, Thorgils. Hay otras cosas que tener en cuenta. —Lo observó con tristeza—. A Arnkel no le gustará que el hijo de Ulfar viva.

—También lo sé.

Desde la puerta llegó el ruido de un roce de cuero en la nieve. Hildi levantó la cabeza y vio con sorpresa a Auln, apoyada en el marco, con una manta en los hombros. Al verla, Thorgils se levantó para ayudarla y trató de hacerla sentar en el taburete que había ocupado él. Auln rechazó con un ademán sus atenciones y siguió de pie.

En el establo se instaló un profundo silencio.

—Rose está haciendo alguna diablura —dijo Hildi con una incómoda sonrisa—. ¿No oís esos gritos? Son como para asustar a los espíritus.

Se acercó a la puerta para asomarse al patio, sujetándose el chal. Auln la miró con ojos enrojecidos y enojada expresión.

—Anoche tuve un sueño —dijo—. Una visión. Tú tenías las manos manchadas de sangre, Thorgils.

—Era la sangre de Agalla Astuta, Auln —explicó él, sin valor para mirarla a los ojos.

Cuando por fin se decidió a alzar la vista, vio que ella lo observaba con fijeza.

—No es esa la impresión que me dejó —adujo Auln con voz hueca y sobrecogedora—. Ulfar caminaba conmigo y parecía muy triste. Le pregunté si me odiaba, por lo que tú y yo hemos hecho al juntarnos, y me dijo que solo quería que yo fuera feliz. E incluso tú también, Thorgils, aunque lo traicionaste. Todavía te considera un amigo. —Con lágrimas en las mejillas, se tapó los oídos y cerró los ojos con gesto de dolor—. ¡Los elfos! ¡Hablan tan fuerte! ¡Hablan de traición!

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