Los clanes de la tierra helada (37 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—No —confirmó con tono sombrío su hermano—. Los espectros temen el agua y no pasan por ella, sobre todo en el mar.

—Pero si ya rompió antes una pared para salir de su sepultura —objetó Hafildi con pesimismo.

Thorleif escupió con desdén en el suelo.

—Aquello no era una pared. Era una pila de piedras que cualquier oveja podría derribar. Eso, en cambio, sí es una pared.

Apuntó con el dedo la pared del campo de Ulfar, compuesta de voluminosas piedras, homogéneas y bien encajadas.

—Yo ayudé a construirla y sé que es sólida. Cogeremos las piedras de allí y la reconstruiremos en la punta, con el doble del grosor y la altura que tiene ahora. Ningún fantasma la podrá franquear.

Arnkel aceptó, admitiendo que era un buen plan.

Mandó traer otro trineo y más bueyes, que emplearon para acarrear en varios viajes las piedras y el tepe desde la pared de Ulfar. Los hombres cargaban las piedras con dedicación, viendo que el sol descendía en el cielo. Arnkel hizo llamar a otros que se encontraban en Bolstathr y en las granjas de los contornos, de tal modo que pronto dispusieron de veinte personas trabajando bajo las órdenes de Thorleif, que era entendido en la materia y controlaba la colocación de cada piedra. Llevaron el cadáver de Thorolf a la punta más elevada de la península, un montículo de tierra que se alzaba más arriba de la marca de la marea, luego lo cubrieron con el tepe y a continuación con los bloques más grandes de roca, incluido un enorme pedazo de basalto que el
gothi
había mandado traer especialmente de Bolstathr con el trineo.

—A esta le puse el nombre de «Piedra de Einar» hace mucho, cuando la desincrusté cerca del lugar donde él murió —les explicó el
gothi
, antes de depositarla encima de Thorolf con sus propios brazos, evidenciando el esfuerzo con su cara roja y abotargada.

Los hombres gritaron, entusiasmados por su fuerza. Habían sido necesarios tres de ellos para bajar del trineo aquella roca, larga como la pierna de un hombre y casi tan ancha.

—Ahora el espíritu de mi abuelo lo mantendrá en su sitio, como debe ser —aseguró luego sin resuello, reposando una rodilla en el suelo.

La construcción de la pared fue rápida.

Las negras piedras volcánicas empleadas ya habían exigido un tiempo de talla en la anterior ocasión, de modo que entonces solo tuvieron que hacer algún que otro retoque con el martillo. El casi medio kilómetro de pared de Ulfar, de una altura hasta la rodilla, fue a parar allí. Compusieron un corto muro en la parte más estrecha de la península, de dos metros y medio de altura y más de un metro de ancho, sólido como una roca. Terminaron el último tramo, que se prolongaba en el agua de la marea baja, cuando los últimos rayos de luz abandonaban el cielo y comenzaban a perfilarse las estrellas. Cuatro de los hombres se presentaron voluntarios para la labor. Con la fría agua del fiordo hasta la rodilla, temblaban como azogados, pero Arnkel llamó para que les dieran pellejos de cerveza y así pronto hubo otros que se ofrecieron para trabajar a su lado. Thorleif caminó encima de la pared, para probarla, pero no encontró piedras sueltas ni asomo de inestabilidad.

—Como un castillo normando —aprobó al bajar.

Thorgils permanecía junto a los restos de la cerca de Ulfar. Sobre él recaería la ardua tarea de volver a construir otra. Mientras tanto habría que mantener atadas las cabras y ovejas y los animales de ordeño. Después de dedicarles una mirada por encima del hombro, se encaminó al oscuro interior de la casa.

Cuando se iba, el
gothi
Arnkel cabalgó hasta situarse a su lado y lo miró con frialdad.

—Ahora ya no tendrán necesidad de contar con tu hacha en Hvammr, cliente. Espero que te quedes en Ulfarsfell, tal como te he ordenado.

Las palabras eran contundentes, sin margen posible de negociación.

—La mayoría de las noches me quedaré —replicó Thorgils con la mirada fija en el suelo. Cuando posó la vista en Arnkel, sus ojos tenían un leve destello de locura, como si hubiera renunciado a la prudencia o a la razón, o a ambas cosas. Arnkel frunció el entrecejo, algo desestabilizado pese a su inmensa confianza en sí mismo—. Pero cuando me vengan ganas, pasaré la noche en Hvammr, con mi hacha y mi arco al lado para aportarme su apoyo. ¿Quién sabe qué noches puedan ser esas? Quizás esta misma sienta la necesidad.

Algunos de los clientes que se encontraban cerca lo escucharon boquiabiertos, impresionados por la tensión que había entre ambos.

Thorgils entró en la casa de Ulfar y cerró la puerta.

Arnkel dio media vuelta y tras serenar la expresión, se acercó a Thorleif con una forzada sonrisa en la cara. El
gothi
apuntó hacia Bolstathr con la mano, a través del amasijo de hombres que reunían sus monturas para marcharse.

—Sería un honor para mí que vinierais a compartir carne y cerveza en mi casa, Thorleif, tanto tú como tu hermano y tu esclavo.

Thorleif apoyó el pie en el estribo para montar. Luego, desde la altura de la silla miró a Arnkel.

—Aquí ya hemos cumplido con nuestro deber,
gothi
Arnkel, de modo que regresamos al estuario de Swan. Que pases una buena noche.

Apretó los tobillos en los flancos del caballo, que se puso a trotar dando relinchos para protestar por la fuerza con que lo espoleaba. Freystein y Thorfinn se apresuraron a montar, viendo que el
gothi
torcía el gesto, y se fueron en pos de Thorleif.

Lo encontraron sonriendo, con la blanca dentadura destacada en la oscuridad y el largo cabello agitado por el viento nocturno.

XI

Verano

La muerte de Falcón

Thorleif, Freystein e Illugi surcaban el embravecido mar en dirección al estuario de Swan. En el seno del oleaje alcanzaban a ver solo el perfil de la punta de Vadils, que Thorleif sorteó dejándola por el lado de babor.

Sam les había advertido de la inminencia del mal tiempo, pero cuando partieron por la mañana, a ellos les había parecido bien apacible el cielo azul que lucía en el fiordo, y de hecho el viento solo había cobrado fuerza hacía un rato. Estaban aprendiendo las diferentes caras del mar.

Hrafn tuvo razón al alabar la capacidad de la barca, que se pegaba a la superficie del agua sin dejarse volcar. Pese a la furia del mar y al vendaval, Thorleif reía disfrutando del placer de navegar.

De todas formas, debían obrar con prudencia. El agua que entraba por la popa amenazaba con inundarlos. Tenían las botas y los calzones empapados, y los otros dos acompañantes no paraban de achicar. Las irregulares rachas zarandeaban los pequeños triángulos de vela que mantenían desplegados en las puntas del ala recogida. Con ellos alcanzaban a gobernar la embarcación, dado que, por suerte, el viento soplaba hacia la costa. Thorleif era aún un timonel novicio que tenía dificultades para mantener el rumbo cuando el viento soplaba por babor, estribor o proa. Era absolutamente incapaz de dar bordadas. Cuando zarparon de Helgafell, Sam los miró agitando la cabeza y las manos en el aire, como diciendo que él ya había cumplido con su obligación avisándolos. Ellos se mofaron, no obstante, de sus predicciones.

En el fondo de la barca llevaban ocho grandes bacalaos, que con el contacto con el aire estaban perdiendo ya su viscoso recubrimiento. Le darían unos cuantos a Snorri y los demás los guardarían para conservarlos secos en el estuario de Swan. Les producía un regocijo especial usar los sedales y anzuelos que habían encontrado en abundancia en la barca de los Hermanos Pescadores.

Las olas se volvían más peligrosas a medida que se aproximaban a tierra. Thorleif se adentró en la boca del fiordo, lejos de las negras rocas, en alas de la potente corriente de viento y de agua, y un trecho más allá bordeó el promontorio y se dirigió a la resguardada playa próxima a Helgafell. La presión del viento lo llevó demasiado hacia el sur, de tal manera que Freystein e Illugi tuvieron que remar con denuedo para regresar, enfrentándose además a las rachas contrarias que se hacían sentir incluso al amparo del promontorio.

Arrastraron la barca hasta la arena entre una masa de cisnes que habían buscado refugio cerca de la costa y después se enderezaron, dando reposo a las doloridas espaldas.

—Llevábamos mucho tiempo sentados —se quejó Illugi—. Tengo las posaderas como una piedra.

—Entonces ya no te van a desentonar con la cabeza —replicó Thorleif.

Se fueron arrojando guijarros durante el camino hasta la granja. Después de doblar la colina contigua a la playa, Illugi se detuvo, antes de tirar otro, y miró por encima del hombro de Thorleif.

—El
gothi
Snorri tiene invitados —dijo.

Delante de la casa había muchos caballos. Uno de ellos tenía arreos de plata que relucían al sol.

Cuando ya estaban cerca, los hombres del
gothi
los saludaron con la mano y un individuo llamado Ketil acudió a recibirlos. Era un primo lejano de Falcón, de facciones angulosas, alto y desgarbado, que se había instalado allí hacía un año, después de casarse con una sobrina de Falcón. Como no era habitual que un hombre se trasladara al lugar donde vivía su esposa, en lugar de desplazarse ella, a veces le tomaban el pelo por ello. De todas maneras, el hecho no era inaudito y, por otra parte, las chanzas no hacían mella en su firme carácter. Tratándose de un joven de apenas veinte años, era una persona muy seria, y a decir de Falcón, también un buen trabajador, autónomo y responsable, cuya labor era valorada entre el personal de la casa del
gothi
. La sobrina de Falcón ya estaba embarazada.

—Sed bienvenidos, Thorleif, Illugi y Freystein —los saludó.

Luego permaneció apoyado en la pala del estiércol, mordiéndose con aire pensativo las puntas del ralo bigote.

—¿Quién ha venido a ver al
gothi
? —preguntó Thorleif.

—El
gothi
Gudmund. Parece ser que considera que el
gothi
Snorri está en deuda con él, por el apoyo que le prestó en la asamblea de Thorsnes —explicó con acritud.

Del interior de la sala llegaron voces.

—¿Apoyo para qué? —inquirió Thorleif extrañado—. El
gothi
Snorri no mantuvo ningún pleito en la asamblea, en todo caso ninguno en el que interviniera Gudmund.

—Esa es la respuesta que está escuchando ahora Gudmund, supongo. ¿Queréis pasar? Me parece que al
gothi
le vendrá bien tener unos cuantos hombres más dentro para mantener la calma.

El ruido y el calor de la sala los abrumaron y el contraste con la luz del sol del exterior les impidió ver un instante lo que sucedía. Cuando se hubieron adaptado, vieron al
gothi
Gudmund de pie frente al sitial de Snorri, blandiendo un dedo acusador.

—¡Habrá un juicio por eso, Snorri! —tronó Gudmund.

—¿Juicio por qué? —replicó en voz baja Snorri, adelantando el torso—. ¿Qué van a decir los jueces? ¿Que me negué a pagarte por no hacer nada?

—Yo estaba a punto, y tú lo sabías. Doscientos abedules, cada uno con un tronco más grueso de un palmo: ese era el precio por respaldarte.

—Y lo pienso pagar gustoso cuando vuelvas a prestarme tu apoyo, Gudmund —contestó Snorri, levantándose—. Pero en la asamblea de este año, por más que me sorprendiera, Arnkel no me dirigió ningún desafío, y por lo tanto no necesité tu respaldo ni tu fuerza. Tú no hiciste nada.

Thorleif había asistido también a la asamblea junto con sus hermanos, previendo que Arnkel plantearía la cuestión de la propiedad del bosque de Crowness. El
gothi
, sin embargo, se había limitado a intervenir con sosiego en varios casos de importancia menor, sin manifestar ninguna inquina contra Snorri. De los más de quinientos asistentes a la asamblea, todos aguardaban con gran expectación el estallido del conflicto entre ambos jefes.

No hubo nada.

Una vez concluido el encuentro, cuando cada cual emprendía el regreso a su hogar, fueron muchas las conversaciones que versaron sobre el asunto. Algunos opinaban que tal vez Arnkel se había dado cuenta de que nunca podría superar la astucia del
gothi
Snorri y que había renunciado al bosque, dándose por satisfecho con lo que les había arrebatado a los hijos de Thorbrand.

Ahora Gudmund se había presentado a reclamar su compensación. Tras él había ocho clientes suyos, todos con expresión adusta y las lanzas en la mano, y un par de ellos con patente nerviosismo. Falcón se encontraba debajo del
gothi
Snorri, luciendo su nueva espada, con un hacha y escudo en cada mano. Otros clientes y esclavos del
gothi
Snorri, más de una docena en total, permanecían pegados a la pared de la sala, armados y tensos. Cerca de Falcón, plantado con los pies separados en agresiva actitud, Oreakja lanzaba iracundas miradas a Gudmund por encima de su escudo. Kjartan, también provisto de una lanza, basculaba el peso de un pie a otro, con los ojos muy abiertos, detrás de Oreakja.

El
gothi
Gudmund los miró cuando entraron en la sala.

—Ah. Aquí tenemos a otros hombres a los que has traicionado. Quizás ellos se pongan de mi lado —apuntó con causticidad—. Hijos de Thorbrand, ¿qué tenéis que decir? ¿Os ha demostrado vuestro
gothi
el apoyo que os debe? ¿Ha pagado el precio que debe en honor? ¿Qué hay de esas tierras vuestras del fiordo de Swan? ¿Las habéis reclamado?

—Todavía no, pero lo haremos —respondió Thorleif.

—Pues no será con su ayuda —afirmó Gudmund, señalando desdeñosamente con el pulgar al
gothi
Snorri.

Después de observarlo por espacio de un minuto, escupió con cara de asco en el suelo y se encaminó a la puerta seguido de los suyos.

—Aguarda,
gothi
Gudmund —lo llamó Snorri.

El hombre se detuvo en la puerta.

—No está bien que nos peleemos de esta manera y dejemos que haya mala sangre entre nosotros —añadió—. Resolvamos esto como hombres, buscando una solución honorable para ambos.

Gudmund se volvió, extendiendo las manos.

—Yo habría arriesgado mi honor y mi vida por ti. Eso vale mucho.

—La intención puede ser noble, amigo Gudmund, pero si tuviera que pagar a todo el mundo por sus buenas intenciones, ya no me quedaría nada.

Aquella observación suscitó espontáneas risas, incluso entre algunos de los seguidores de Gudmund, lo cual contribuyó a rebajar un poco la tensión.

—Ciento cincuenta árboles —exigió Gudmund.

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