Los clanes de la tierra helada (24 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—¿Qué quieres que haga por ti? —volvió a musitar Agalla Astuta.

Thorolf volvió a centrar la mirada. Con mano temblorosa, apartó las pieles sobre las que reposaba para dejar al descubierto la madera.

—Debajo de este banco donde me acuesto está la plata que Snorri le sacó al condenado de mi hijo por los esclavos que ahorcó. Quedan veinte onzas en monedas. Hay de sobra para el
wergild
que tendrás que pagar por eso. Quédate con el resto. —Agarró el brazo de Agalla Astuta—. Mata a Ulfar. Mátalo. Córtale la cabeza. —Encaró el rostro al techo—. Yo utilizaré toda mi influencia para protegerte, si vivo. Hazlo hoy mismo. ¡No dejes pasar ni un día más! Quiero enterarme de su muerte antes de fallecer.

Cerró los ojos y dejó caer la mano.

Agalla Astuta salió al patio y subió al caballo. Tardó poco rato en volver a Bolstathr. Una vez en la sala, se cortó una tajada de carne del espetón y se llenó un cuerno con cerveza. Estuvo un momento hablando en susurros con el
gothi
para informarle de lo ocurrido. Arnkel se limitó a realizar un lánguido gesto con el que abarcaba las mesas, invitando a Agalla Astuta a comer. Este se sentó cerca de Ulfar y Auln y no escatimó sonrisas y carcajadas. Hasta le cortó con su cuchillo carne a Ulfar, quien agradeció que al menos uno de los presentes le hablara de manera cortés. Auln lo estuvo observando con suspicacia hasta que el
gothi
la mandó ayudar a servir la carne. Alentado por la cerveza, Ulfar comenzó a cantar los versos que había compuesto. Al principio los hombres escucharon porque el
gothi
les mandó callar, pero pronto se dejaron cautivar por la canción. El poema resonaba con fuerza, hablando de la puerta a medio acabar, de la herramienta que era para la puerta de la casa y que acabó siendo la que abrió la puerta del otro mundo para Onund, el asesino. Era una composición lograda, y una vez que hubo terminado de recitarla, los presentes se pusieron a repetir una y otra vez los versos.

Siguieron bebiendo mientras la tormenta estallaba fuera, retumbando encima de las vigas. Pasaron las horas, la tormenta amainó y después volvió a cobrar de nuevo fuerza. La lluvia caía a cántaros sobre el tepe del tejado. Agalla Astuta y Ulfar charlaban uno al lado del otro. Ulfar escuchó con alivio que Thorolf estaba en cama, casi agonizante. Cogiendo los brazos de Agalla Astuta, como si fuera un hermano, le preguntó si aquello era realmente cierto.

—Por supuesto que es cierto, amigo —le aseguró Agalla Astuta, apoyándole la mano en el hombro—. Esta noche puedes dormir sin peligro en tu casa, y pronto todas las noches que quieras.

A Ulfar se le iluminó la cara. Estuvieron cantando juntos un rato y se tomaron otro cuerno de cerveza. Auln llegó a decir que estaba cansada y se iba a acostar y Ulfar la levantó en brazos y le dio un beso, eufórico. Ella sonrió al oír las noticias que le susurró al oído y dirigió un gesto de reconocimiento a Agalla Astuta, como si fuera él el causante de la postración de Thorolf.

Al final, la tormenta comenzó a reducirse a un remoto retumbo y las nubes perdieron su oscura tonalidad gris. La lluvia se volvió menuda y luego paró. Era tarde. La puesta de sol se hizo visible cerca del horizonte, incrementando de repente la luz de la sala con el resplandor que se colaba por los agujeros de salida del humo.

Agalla Astuta murmuró unas palabras de aliento al oído de Ulfar, hasta que al final este se levantó y se acercó al sitial. La cerveza le dio el valor para preguntarle al
gothi
Arnkel si podía ir a pasar la noche a su propia granja, Orlygstead, explicando que con tanto cliente en Bolstathr, los bancos y el suelo estarían abarrotados y que de tanto beber cerveza, muchos tendrían que levantarse para orinar y a otros les habría sentado mal. Como Auln estaba dormida en la alcoba de la familia, no la quería despertar.

El
gothi
Arnkel se llevó la mano a la barbilla y frunció el entrecejo con aire pensativo, como si se planteara una jugada delante de un tablero.

—Normalmente no te permitiría esto, Ulfar —respondió en voz alta, de tal modo que fueron muchos quienes lo oyeron—. Tu protección es una responsabilidad que me tomo muy en serio, pero puesto que Thorolf se halla en el umbral de la muerte, accederé por esta noche. —Cogió el escudo y la espada que antes le había regalado a Ulfar—. Lleva esto en el cinto y ponte el escudo en el brazo.

Él mismo le ató la correa de la espada y le enseñó cómo debía sostener el escudo. Exultante por la deferencia del
gothi
y ufano con su apariencia de guerrero, Ulfar no reparó en las miradas de envidia que le dedicaron muchos de los borrachos presentes.

El
gothi
le dio una afectuosa palmada en el hombro y le deseó buenas noches. Ulfar se encaminó afuera, con paso algo vacilante a causa de la bebida. El escudo le pesaba en el brazo, pero al mismo tiempo le infundía un sentimiento de seguridad. Cuando ya había perdido de vista Bolstathr, cerca del final de la pared que separaba su tierra del campo de heno que compartía con el Cojo, se detuvo tambaleante y dejó caer el escudo para descansar el brazo. Luego suspiró dejando manar un chorro de orina sobre la húmeda hierba.

Tendió la mirada sobre el prado, el sitio donde habían comenzado sus problemas. ¿Y si hubiera llevado aquella espada entonces? ¿Habrían sido distintas las cosas?

El espíritu de la cerveza regía todavía sus actos. Desenvainó la espada y la sostuvo con la punta hacia arriba a la altura de los ojos, tal como había visto hacer al
gothi
en su sala. Se acordó de Thorolf, de las risitas de sus esclavos, de los animales cargados con su heno. ¡Su heno!

La tormenta moribunda exhaló un último estallido de truenos. Los relámpagos se expandieron en el cielo, compitiendo con la luz del sol.

Ulfar se subió de un brinco a la pared y hendió el aire con la espada, retando al espíritu de Thorolf a desafiarlo.

—Qué magnífica arma —oyó.

Se volvió con rapidez, mortificado de verse sorprendido en sus imaginarias bravatas. Era solo Agalla Astuta, que reía con un pellejo de cerveza en la mano. Ulfar sonrió, aliviado.

—Sí —acordó, levantando la espada—. Lo es.

Agalla Astuta tomó un largo trago y se enjugó la boca. Luego pasó el pellejo a Ulfar, señalando la espada.

—¿Te importa si la sopeso un poco? No he empuñado una espada desde que volví del extranjero. Vendí la mía para comprar un buey.

Ulfar se la entregó con una carcajada.

Agalla Astuta la tomó en la mano. Se puso a blandiría en diagonal y en molinete, recuperando de forma automática la destreza ante la admirativa mirada de Ulfar.

—No sabía que fueras tan ducho con la espada, amigo Agalla —le dijo, antes de apoyarse en la roca de la pared con los brazos cruzados—. Estoy impresionado.

Agalla Astuta seguía dando estocadas. Sí, su brazo respondía bien al contacto. Ansiaba poseer esa espada y ese bonito escudo que reposaba en la hierba, forjado con buen bronce y no con mero hierro negro.

Se detuvo y miró a Ulfar dando un paso hacia él. De soslayo captó un movimiento cerca de la cresta del prado.

Era un jinete. Desde aquella distancia reconoció la reluciente calva del esclavo de Thorolf. Ulfar, que había seguido el curso de su mirada, giró sobre sí.

—Por todos los dioses —exclamó, atemorizado—. Tengo que volver a Bolstathr. Ha venido a por mí.

Agalla Astuta se encaró a él.

El horizonte se estremeció con los truenos y el retumbo llegó hasta ellos como una profunda voz grave surgida de la lontananza.

—Al final llegará, Ulfar, por más que corras —dijo Agalla Astuta casi con tristeza—. Thorbrand y sus hijos quieren recuperar su tierra, y por eso debes morir. El
gothi
Arnkel quiere tu tierra, y por eso debes morir. Tu fantasma no podrá atormentarme por esto.

Ulfar retrocedió despacio, pálido como la cera, viendo cómo se levantaba la punta de la espada, hasta que las piernas le chocaron contra la pared.

—No puedes echarme la culpa a mí, Ulfar.

Le traspasó el pecho con la espada. Esta penetró con facilidad, sin hallar estorbo en las costillas. Agalla Astuta la retorció y después la sacó de un tirón, al tiempo que empujaba el hombro de Ulfar. La sangre comenzó a manar, manchándole la mano y la hoja.

Ulfar cayó al suelo con los ojos abiertos y los pies agitados por espasmos. Después quedó quieto.

El esclavo presenció la escena hasta el final y luego espoleó el caballo. Tomó el sendero que conducía al estuario de Swan, a la casa de los hijos de Thorbrand. Agalla Astuta lo miró, intentando poner orden a sus pensamientos después de la exaltación del crimen. ¿Para qué se dirigía allí? ¿Por qué no volvía con el Cojo?

«¿Qué hago ahora?» Después de dar muerte a Ulfar se quedó embotado, como si se hubiera tomado un pellejo entero de vino. Se sentía pesado e inerte.

Lo atenaza una extraña inquietud, la sensación de estar vigilado. Dio media vuelta, pero no vio nada pese a que había buena luz. Las nubes se alejaban con los agonizantes truenos y el extenso azul del cielo ocupaba el firmamento. Aquel lugar quedaba resguardado, solo podía verse desde lo alto de la colina, y el esclavo habría visto a quien estuviera allí.

No, el agobio venía de otra parte.

Dirigió la mirada al cielo, de un intenso azul ribeteado de un candente rojo en el horizonte, donde el sol se iba a acostar. El cielo lo observaba, con su vasto ojo impregnado de rabia.

Se encogió, apabullado.

«¿Quién está enojado? ¿Qué he hecho?»

Aquel gran ojo del firmamento.

Entonces le vinieron a la memoria las historias que se contaban en torno al fuego. Odín, el dios de la guerra y las batallas, era también el dios de los poetas.

Por la sangre de Thor, ¿había ofendido al más poderoso de los dioses?

Lanzó un ahogado gemido. «No ha sido culpa mía —pensó—. No ha sido culpa mía.» Se apartó del cadáver de Ulfar y volviéndose, dio unos tambaleantes pasos. ¿Adónde podía ir?

«El
gothi
Arnkel», pensó de repente, presa del pánico. Iría a ver al
gothi
Arnkel, tal como habían acordado. Si había algún hombre que contaba con el favor de Odín era el
gothi
, e intercedería por él ante el dios. Sí, eso era. Como si Odín fuera otro hombre. Un sacrificio. Quizás una cabra… no, dos cabras.

Echó a correr, aferrando la espada, con el escudo prendido del brazo. Sí, el
gothi
querría recuperar las armas. Le pagaría su protección con ellas.

Arnkel se puso en pie y se estiró después de que Agalla Astuta abandonara la sala. Luego puso los brazos en jarras.

—Llevo demasiado tiempo sentado aquí adentro —declaró—. Venid, hombres, salgamos afuera y aprovechemos lo que queda de luz para practicar la lucha. Apuesto un rollo de
vathmal
por Hafildi contra cualquiera de vosotros.

Una sonora ovación recibió la propuesta. Los invitados se levantaron de los bancos y del suelo, ayudando a poner en pie a los que estaban casi dormidos. Eran por lo menos cuarenta. Salieron en tropel al campo de tupida hierba como un rebaño de corderos enloquecidos. Hafildi ya se había quitado la camisa y en el suelo habían dispuesto un lienzo para delimitar el ring. Un campesino de prominente barriga del valle de al lado llamado Kili lo retó. Ambos lucharon como osos durante un buen rato, hasta que el campesino cayó derribado. Hubo un coro de vítores cuando el
gothi
declinó la necesidad de saldar la deuda, diciendo que la pelea había sido por sí sola un buen pago. El granjero quedó muy aliviado, pues sabía muy bien lo que habría dicho su esposa de haber perdido tanta riqueza en una trivial apuesta.

Las mujeres habían salido a ver luchar a los hombres. Halla estaba al lado de su padre, que no dejó de notar cómo miraba a su hija el más joven de los Hermanos Pescadores.

—Ketil es un hombre bien parecido —lo elogió.

—Despide el olor de un puro pelirrojo y hasta le sabe a cobre la boca —replicó ella con crueldad, para que Ketil la oyera—. Y aparte huele a pescado.

Ketil desvió rápidamente la mirada con el rostro descompuesto.

—Halla —la reprendió Arnkel.

—Puedes preparar mi boda si quieres, padre, pero al final seré yo quien decida si me caso con él, no tú.

Gudrid, que se encontraba cerca, la oyó. La anciana y la muchacha comenzaron a pelear y acabaron marchándose, sin parar de gritarse mientras volvían a la casa.

Gizur había permanecido de pie en la pared, con la vista fija en la suave pendiente que conducía a la granja de Ulfar. Era el momento previo al crepúsculo, presidido por aquella extraña luz que resiste antes del reinado de la oscuridad, que aún permite ver con claridad.

—¡
Gothi
, clientes, mirad! —llamó, señalando.

Arnkel y los hombres se acercaron a la pared.

—¿Qué ves? —preguntó el
gothi
, cumpliendo su parte en la representación.

Gizur tenía fama de ser el hombre que gozaba de la vista más aguzada en muchos kilómetros a la redonda. Había sido Arnkel quien había decidido darle el papel. Todo el mundo creería en la visión de Gizur y, por otra parte, era mejor que al
gothi
Arnkel lo vieran como a uno más del grupo que se encontraba fuera.

—Es un hombre que corre con la espada y el escudo que le has dado a Ulfar. Y la espada tiene un destello, un destello tenebroso. ¡Está manchada de sangre!

—¡Sí, allí está! —gritó otro individuo.

Después todos vieron al hombre, que corría como un loco por el camino que llevaba a Bolstathr.

—¿Quién es? —preguntó alguien entre el clamor de voces.

—¡Parece que viene hacia aquí!

El individuo se detuvo de repente, observando la hilera de hombres que lo señalaban desde lo alto de la pared. Al oír sus gritos, giró en redondo y echó a correr en dirección opuesta.

—¡Asesino! —tronó Gizur—. ¡A por él!

Los hombres se apresuraron a recoger las lanzas y escudos que habían dejado apoyados en la pared de tepe.

—¡Un momento! ¡Esperad! —reclamó con recia voz el
gothi
Arnkel.

Se pararon, mirándolo y lanzando al tiempo rápidas ojeadas al fugitivo como perros ansiosos por partir a la caza.

—¡Thorgils! Llévate solo a esos hombres del otro valle. Vosotros, los ocho de ahí, perseguid a ese hombre y averiguad qué ha hecho. Los demás… tenemos que ir a ver si le ha pasado algo a Ulfar y si hay otros criminales por los alrededores.

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